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Santa María Virgen, Reina
(22 de agosto)
Esta fiesta de la Virgen fue instituida por Pío XII en
1954, respondiendo a la creencia unánime de toda la Tradición que ha reconocido
desde siempre su dignidad de Reina, por ser Madre del Rey de reyes y Señor de señores. La coronación de María
como Reina de todo lo creado, que contemplamos en el quinto misterio glorioso
del Santo Rosario, está íntimamente unida a su Asunción al Cielo en cuerpo y
alma.
El dogma de la Asunción, que celebramos la pasada
semana, nos lleva de modo natural a la fiesta que hoy celebramos, la Realeza de
María. Ella fue trasladada al Cielo en cuerpo y alma para ser coronada por la
Santísima Trinidad como Reina; así lo enseña el concilio Vaticano II:
«terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se
asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Ap 19, 16) y vencedor
del pecado y de la muerte». Esta verdad ha sido afirmada desde tiempos
antiquísimos por la piedad de los fieles y enseñada por el Magisterio de la
Iglesia.
Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris Mater, enseña: «La Madre de Cristo es
glorificada como Reina universal. La que en la anunciación se definió
como esclava del Señor fue durante toda su vida terrena
fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera
«discípula» de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio
de su propia misión: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mt 20, 28).
Por esto María ha sido la primera entre aquellos que,
«sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a
sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar» (Const. Lumen gentium, 36), y ha conseguido plenamente aquel
«estado de libertad real», propio de los discípulos de Cristo: «¡servir quiere
decir reinar! (…). La gloria de servir no cesa (…); asunta a los cielos, ella
no termina aquel servicio suyo salvífico…».
Santa María es una Reina sumamente accesible, pues
todas las gracias nos vienen a través de su mediación maternal.
En la institución de esta fiesta, Pío XII invitaba a
todos los cristianos a acercarse a este «trono de gracia y de misericordia de
nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las
tinieblas, alivio en los dolores y penas», quiso alentar a todos a pedir
gracias al Espíritu Santo y a esforzarnos para llegar a aborrecer el pecado,
«para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos»,
a quien es Reina y tan gran Madre. Adeamus ergo cum fiducia ad
thronum gratiae, ut misericordiam consequamur… Acerquémonos, por tanto,
confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y
encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno (Hb
4, 16).
De nuevo en la Biblia, concretamente en el
Apocalipsis, leemos que «apareció en el cielo una señal grande, una mujer
vestida de sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de
doce estrellas». Esta mujer, además de representar a la Iglesia, simboliza a
María, la Madre de Jesús, confiada a Juan en el Calvario. Cuando, ya anciano,
escribía estas visiones, María ejercía su realeza desde el Cielo.
Los tres rasgos descritos son símbolo de esta
dignidad: vestida de sol, resplandeciente de
gracia por ser Madre de Dios; la luna bajo sus pies indica
la soberanía sobre todo lo creado; la corona de doce estrellas es
la expresión de su corona real, de su reinado sobre los ángeles y los santos.
Así se lo recordamos cada día en las letanías del Rosario: reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los
apóstoles, de los mártires, de las vírgenes, de todos los santos…
Pero también es nuestra Reina. De ahí que sea muy
frecuente expresar este título de María mediante la costumbre de coronar las
imágenes de la Santísima Virgen de forma canónica solemne, y que el arte
cristiano haya representado a María como Reina, sentada en trono real, con las
insignias de la realeza y rodeada de ángeles. El pueblo cristiano le levanta
ermitas y santuarios donde recurre a Ella con esas oraciones –Salve Regina, Ave Regina coelorum, Regina coeli laetare…–
tantas veces repetidas.
El reinado de María se ejerce diariamente en toda la
tierra, distribuyendo a manos llenas la gracia y la misericordia del Señor. A
Ella acudimos en cada jornada; pedimos su protección musitando aquella
entrañable Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura,
esperanza nuestra… ¡o cantándola!
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