Reflexión | P. Ciprián Hilario, msc
Homilía para la Misa de Nochebuena
Lecturas
Isaías 9,2-7. Salmo 95,1-13. Tito 2,11-14 y Lucas 2,1-14
¡Qué
bueno nos trae el Señor!
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo:
En
esta noche santa de Navidad, la Iglesia nos reúne alrededor del pesebre
para contemplar el misterio más grande del amor de Dios: su Hijo se ha hecho
hombre, ha nacido para nosotros en la humildad de Belén. Las lecturas que
hemos proclamado esta noche nos anuncian una buena noticia, una gran alegría
que resuena desde hace más de dos mil años: ¡Qué bueno nos trae el Señor!
Escuchemos
de nuevo las palabras del profeta Isaías: «El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una gran luz; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz
les brilló». En medio de la oscuridad de la opresión, del miedo y del pecado,
Dios promete una luz que no se apaga. Y esa promesa se cumple esta noche: «Un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Él es el Maravilla de consejero,
Dios Guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz. Su dominio no tendrá fin, y
su reino será de justicia y paz eterna.
El
Salmo 95 nos invita a responder con alegría a esta luz: «Cantemos al
Señor un cántico nuevo, cantemos al Señor toda la tierra». Porque Él es nuestro
Creador, el Rey por encima de todos los dioses. En esta noche, el cielo y la
tierra se unen en alabanza: los ángeles cantan «Gloria a Dios en el cielo», y
nosotros, aquí reunidos, nos unimos a ese coro celestial. ¡Venid, aclamemos con
júbilo al Señor, porque hoy ha nacido nuestra salvación!
San
Pablo, en la carta a Tito, nos explica el significado profundo de este
nacimiento: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos
los hombres». Esta gracia no es solo un regalo pasajero; nos educa, nos
transforma. Nos enseña a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, para
vivir sobria, justa y piadosamente en este mundo, mientras aguardamos la
manifestación gloriosa de nuestro Salvador Jesucristo. Él se entregó por
nosotros para redimirnos de toda iniquidad y formarnos como un pueblo puro,
celoso de las buenas obras.
Y
el Evangelio de san Lucas nos lleva al corazón del misterio: en Belén,
bajo el imperio de César Augusto, nace el verdadero Rey. No en un palacio, sino
en un pesebre, porque «no había sitio para ellos en la posada». Los primeros en
recibir la noticia son los pastores, gente sencilla, marginada, que velaba en
la noche. El ángel les dice: «No temáis, os traigo una gran alegría para
todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el
Mesías, el Señor». Y la señal es humilde: «un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre».
Hermanos,
¡qué bueno nos trae el Señor! En medio de nuestras tinieblas —las
guerras, las injusticias, las crisis personales, el pecado que nos aleja de
Dios— nace una luz que ilumina todo. Nos trae paz verdadera, no la paz
del mundo, sino la que viene del Príncipe de la paz. Nos trae salvación,
no merecida por nuestros esfuerzos, sino ofrecida gratuitamente por su gracia. Nos
trae esperanza: porque este Niño no se queda en el pesebre; crecerá,
enseñará, morirá y resucitará por nosotros, para que vivamos como hijos de
Dios.
Esta
noche, como los pastores, hemos venido corriendo al pesebre. Hemos
oído la Buena Noticia y hemos visto al Niño con María y José. Ahora,
volvamos a nuestras casas glorificando y alabando a Dios, como ellos. Llevemos
esta luz a nuestros hogares, a nuestros trabajos, a un mundo que tanto la
necesita.
Que
la Virgen María, que guardaba todo esto en su corazón, nos ayude a acoger al
Niño Jesús con la misma fe y amor. Y que esta Navidad sea para todos nosotros
un verdadero encuentro con el Señor, que nos trae el mayor de los bienes: su
propia vida.
¡Feliz Navidad! ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor! Amén.


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