Meditación
| Ciudad del Vaticano
Perseverar
en la oración
Es
importante cuando hablamos de la oración insistir en la perseverancia al rezar.
Es una invitación, es más, un mandamiento que nos viene de la Sagrada Escritura.
La oración es una especie de pentagrama musical, donde nosotros colocamos la melodía de nuestra vida
El
itinerario espiritual del Peregrino ruso empieza cuando se encuentra con una
frase de san Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: «Oren
constantemente. En todo den gracias» (5, 17-18). La palabra del Apóstol toca a
ese hombre y él se pregunta cómo es posible rezar sin interrupción, dado que
nuestra vida está fragmentada en muchos momentos diferentes, que no siempre
hacen posible la concentración.
La oración es la respiración de la vida
De este
interrogante empieza su búsqueda, que lo conducirá a descubrir la llamada
oración del corazón. Esta consiste en repetir con fe: “¡Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de mí pecador!”. Una oración sencilla, pero muy bonita. Una
oración que, poco a poco, se adapta al ritmo de la respiración y se extiende a
toda la jornada. De hecho, la respiración no cesa nunca, ni siquiera mientras
dormimos; y la oración es la respiración de la vida.
¿Cómo es
posible custodiar siempre un estado de oración? El Catecismo nos ofrece citas
bellísimas, tomadas de la historia de la espiritualidad, que insisten en la
necesidad de una oración continua, que sea el sostén de la existencia
cristiana. Cito algunas de ellas.
Afirma el
monje Evagrio Póntico: «No nos ha sido prescrito
trabajar, vigilar y ayunar constantemente – no, esto no se nos ha pedido - pero
sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (n. 2742). El corazón en
oración. Hay por tanto un ardor en la vida cristiana, que nunca debe faltar. Es
un poco como ese fuego sagrado que se custodiaba en los templos antiguos, que
ardía sin interrupción y que los sacerdotes tenían la tarea de mantener
alimentado. Así es: debe haber un fuego sagrado también en nosotros, que arda
en continuación y que nada pueda apagar. Y no es fácil, pero debe ser así.
San Juan
Crisóstomo, otro pastor atento a la vida concreta, predicaba
así: «Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o
mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o
el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene
también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o el
que se encuentra sirviendo en la cocina» (n. 2743). Pequeñas oraciones: “Señor,
ten piedad de nosotros”, “Señor, ayúdame”. Por tanto, la oración es una especie
de pentagrama musical, donde nosotros colocamos la melodía de nuestra vida. No
es contraria a la laboriosidad cotidiana, no entra en contradicción con las
muchas pequeñas obligaciones y encuentros, si acaso es el lugar donde toda
acción encuentra su sentido, su porqué y su paz.
Tiempo
para la oración
Cierto,
poner en práctica estos principios no es fácil. Un padre y una madre,
ocupados con mil cometidos, pueden sentir nostalgia por un periodo de su vida
en el que era fácil encontrar tiempos cadenciosos y espacios de oración.
Después, los hijos, el trabajo, los quehaceres de la vida familiar, los padres
que se vuelven ancianos… Se tiene la impresión de no conseguir nunca llegar a
la cima de todo. Entonces hace bien pensar que Dios, nuestro Padre, que debe
ocuparse de todo el universo, se acuerda siempre de cada uno de nosotros. Por
tanto, ¡también nosotros debemos acordarnos de Él!
Podemos
recordar que en el monaquismo cristiano siempre se ha tenido en gran
estima el trabajo, no solo por el deber moral de proveerse a sí mismo y a los
demás, sino también por una especie de equilibrio, un equilibrio interior: es
arriesgado para el hombre cultivar un interés tan abstracto que se pierda el
contacto con la realidad. El trabajo nos ayuda a permanecer en contacto con la
realidad. Las manos entrelazadas del monje llevan los callos de quien empuña
pala y azada. Cuando, en el Evangelio de Lucas (cfr. 10,38-42), Jesús dice a
santa Marta que lo único verdaderamente necesario es escuchar a Dios, no quiere
en absoluto despreciar los muchos servicios que ella estaba realizando con
tanto empeño.
En el ser
humano todo es “binario”: nuestro cuerpo es simétrico, tenemos dos brazos, dos
ojos, dos manos… Así también el trabajo y la oración son complementarios. La
oración – que es la “respiración” de todo – permanece como el fondo vital del
trabajo, también en los momentos en los que no está explicitada. Es deshumano
estar tan absortos por el trabajo como para no encontrar más el tiempo para la
oración.
Al mismo
tiempo, no es sana una oración que sea ajena de la vida. Una oración que
nos enajena de lo concreto de la vida se convierte en espiritualismo, o, peor,
ritualismo. Recordemos que Jesús, después de haber mostrado a los discípulos su
gloria en el monte Tabor, no quiere alargar ese momento de éxtasis, sino que
baja con ellos del monte y retoma el camino cotidiano. Porque esa experiencia
tenía que permanecer en los corazones como luz y fuerza de su fe; también una
luz y fuerza para los días venideros: los de la Pasión. Así, los tiempos
dedicados a estar con Dios avivan la fe, la cual nos ayuda en la concreción de
la vida, y la fe, a su vez, alimenta la oración, sin interrupción. En esta
circularidad entre fe, vida y oración, se mantiene encendido ese fuego del amor
cristiano que Dios se espera de nosotros.
Y
repetimos la oración sencilla que es tan bonito repetir durante el día, todos
juntos: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador”.
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