Casa de Luz | Lic. Juan Rafael Pacheco
¡Botellas para curar cualquier dolencia!
En un pueblecito perdido
en lo más recóndito de nuestro territorio, llegó un día un curandero, con una
gran fama que le precedía de los muchos otros pueblos que había visitado.
--“¡Ya llegó! ¡Aquí estoy con la cura para curar cualquier enfermedad!
Tengo remedio para todo, para el hervor de estómago, el dolor de rodillas, el
malestar de cabeza… ¡Vengan, vengan y consigan el remedio que esperaban!”
Así gritaba el brujo en el
parque del pueblecito, encaramado sobre un destartalado cajón y amparándose en
la sombra de un frondoso árbol, donde toda la gente podía verlo con facilidad.
Y desde lejos, un joven
de cierta educación, que iba pasando por el pueblo, permaneció allí durante algún
tiempo observando todo el alboroto.
--“¡Pidan lo que necesiten! ¿Cuál es su dolencia?
¡Pidan, pidan!”
Y la primera fue una
mujer:
--“Tengo dos años con un dolor de huesos que me
está matando. No hay día que no me
duelan y nada me lo ha podido curar…”
--“¡Doña! ¡Aquí tengo lo que usted necesita! Tenga, hierva estas hojas y tómese dos tazas
cada hora y verá que, en tres días, adiós dolores…”
Y más atrás tronó otro que
gritaba:
--“Llevo más de un mes sin poder dormir. Cuando cierro los ojos, me entra un ardor de
estómago que no duermo. Y vea, tengo
hijos que mantener y no estoy rindiendo en el trabajo, porque todos los días
llego desbaratado.”
--“¡Caballero! Lo que usted necesita es un
masajito diario con este aceite milagroso de flor silvestre. ¡Únteselo antes de acostarse y verá que en
cinco días dormirá que tendrán que jamaquearlo para que se despierte!”
Y así siguió la cosa, y
parecía que el brujo tenía cura para todo, y todo el mundo vociferaba sus
dolencias y en minutos el curandero les ponía el remedio en las manos…
El joven aquel, que miraba
desde lejos, se acercó para pedirle a aquel hombrecito feo y jorobado algún
remedio para el mal que lo aquejaba…
Y mientras el brujo seguía
vendiendo sus botellas y brebajes y unturas y yerbas, el joven alzó la mano, y
elevando la voz por entre todas las del pueblo, dijo:
--“Si eres capaz de curarlo todo, dame algo para
este mal que traigo…”
El brujo fijó sus ojos en
el joven, y la gente guardó silencio.
--“¿Qué cosa te duele?” preguntó el brujo, y el
joven rápidamente contestó:
--“El alma”.
--“¿El alma? Pero don, yo no puedo curar esas
cosas…”
--“Entonces –respondió el joven,
obviamente irritado-- ¿por qué pregonas
que eres capaz de curarlo todo, cuando no tienes remedio para sanar lo más
importante?”
Y poco faltó para que de
una patada tumbara el cajón y los frascos que el viejo brujo exhibía. Una mano se lo impidió. Una mano suave que se posó sobre su hombro.
--“¿Te duele el alma?”
Era una muchacha de mirada
pura y apacible la que le hablaba y el joven, al verla, respondió ruborizado:
--“Sí.
Llevo muchos años así, y no he podido encontrar quién me cure.”
Los del pueblo se quedaron
sin habla y sin respiro. El brujo tenía
una cara muy brava, sin lugar a dudas muy disconforme con lo que estaba sucediendo. Ese joven lo había hecho quedar muy mal
delante de todo el pueblo.
La chica miró fijamente al
joven a los ojos, y le dijo:
--“¿Sufres soledad, no es así?”
Y como el joven asintiera
con la cabeza, ella afirmó:
--“Lo que necesitas es orar”.
El brujo se burló.
--“Y ¿qué es orar?” preguntó el joven.
--“Es saber que Alguien te escucha y te
comprende. Es dialogar con Alguien a
quien tú le interesas más que cualquier otra cosa. Es sentirte querido, es sentirte acogido.”
Y el joven, con el rostro
iluminado y una leve sonrisa dibujada en los labios, exclamó:
--“Eso es justamente lo que anduve buscando
durante años: ¡que alguien me hiciera caso y se preocupara por mí!”
El joven se alejó
brincando sobre su propia sombra, mientras el brujo, con toda la multitud mirándolo
fijamente, recogía sus bártulos para irse con su música a otra parte.
Y así lo cuenta la leyenda
que recogí en algún momento y que ahora les relato… y que concluye afirmando
que el hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. El hombre también es alma, espíritu. Hay dolores que ni la medicina ni las
terapias, ni los interminables tratamientos pueden eliminar. Dolores del alma,
que conocemos con el nombre de soledad, de tristeza. Orar, orar mucho. No hay cura más confiable que la oración.
Bendiciones y paz.
Mis cuentos
aparecen publicados en Catholic.net
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