Jueves de Cine | Juan Orellana
Los
renglones torcidos de Dios. Un brillante ejercicio de adaptación
Alicia (Bárbara Lennie) es una detective que ingresa en un
centro psiquiátrico haciéndose pasar por una paciente, con el fin de esclarecer
una muerte sospechosa acaecida unos años antes. La versión oficial es que un
joven interno se suicidó, pero el padre del muchacho está seguro de que no fue
así, y contrata los servicios de Alicia para que averigüe desde dentro lo que
realmente sucedió. Una vez dentro del centro las cosas no van a suceder como
Alicia había pensado.
Toda una generación leyó y se entusiasmó con Los renglones torcidos de Dios,
la novela que en 1979 publicó Torcuato Luca de Tena, cuando los españoles
dábamos los primeros pasos de la recién restaurada democracia. Un libro
fascinante e inquietante a partes iguales que exploraba los abismos de la
identidad: ¿quién soy yo?, ¿lo que yo afirmo ser o lo que los demás dicen que
soy? La apariencia de verdad a menudo es máscara de mentira, y lo aparentemente
inverosímil es, en ocasiones, el rostro de la verdad. Con estos mimbres ha
tenido que tejer su película Oriol Paulo, que ha afrontado la segunda
adaptación de la novela, después de la que dirigiera Tulio Demicheli en 1983.
Un tema complejo para un guion más complejo aún, que ha desembocado en una
película brillantemente resuelta.
El director ha hecho un uso inteligente del
montaje, de la manipulación de los tiempos cinematográficos, para llevar la
imaginación del espectador por los vericuetos que a él, como narrador, le
convienen. Aplica a la propia narración cinematográfica el principio de que las
cosas no son como parecen. En eso hereda la capacidad que tenía Hitchcock de
jugar a sus anchas con la psicología y las emociones del espectador.
El oficio narrativo que demuestra Oriol Paulo
quedaría cojo si no contara con una actriz capaz de encarnar esa ambigüedad
equívoca que atraviesa el relato fílmico. Y por ello Bárbara Lennie es uno de
los grandes aciertos de filme. Ella es capaz de envolver a su personaje en un
halo de misterio, sin recurrir a artificiosas impostaciones. Consigue que el
público la acompañe en todo su periplo con un acto de fe. Enfrente tiene a su
antagonista, el director del centro, al que da vida un magnífico Eduard
Fernández.
Este duelo interpretativo está envuelto en una
producción nada desdeñable, que ha puesto a disposición de la película todos
los recursos necesarios para hacerla creíble. Unas excelentes localizaciones y
unos interiores que en determinados momentos evocan las cintas de terror de
Jaume Balagueró, el ambiente claustrofóbico de Alguien
voló sobre el nido del cuco (M. Forman, 1975) o el desconcierto
escénico de Shutter Island (M. Scorsese,
2010). Tampoco pasa desapercibida la magnífica banda sonora de Fernando
Velázquez.
El final de la película cambia un poco el del
libro, aunque no de una forma sustancial. Se puede decir que es una brillante
adaptación, que actualiza el relato de hace casi medio siglo, y lo hace llegar
a un público joven que ni siquiera había oído hablar de la gran novela.
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