Dimensión Política de la
Navidad
Los evangelios de la
infancia de Jesús no se clasifican en la categoría de la historia estricta,
como bien saben los interesados por el tema. Sin embargo, proclaman una gran
verdad. Como sucede tantas veces, la verdad más genuina no se relaciona
necesariamente con la ecuación matemática o la probeta de laboratorio.
El lírico relato del
nacimiento de Jesús es más apto para imprimir huellas duraderas en el corazón
humano que el acta certificada por un notario. Jamás se han convocado
agrupaciones festivas con el propósito de celebrar una fiesta alrededor de un
acta de nacimiento o de una cédula. Pero desde hace dos mil años, en los más
lejanos rincones del planeta, hay gente que recuerda el aniversario de un niño
en pañales, gimiendo en una cueva, al calor de unos animales.
Más allá de la vertiente poética
Los cristianos que todavía
mantienen estelas infantiles en su interior tratan de reproducir el bosque
recurriendo al musgo. Construyen un establo de cartón y simulan un río de aguas
cristalinas con papel de aluminio. Les da por manipular el algodón hasta
asemejarlo a las blancas nubes que recorren el firmamento. Tal parece que
alguna pandemia infantil y nostálgica se apropia de los corazones en la época
navideña. Es el momento del canto y el abrazo, de la comida compartida y de
olvidar los malos ratos que la vida proporcionó hasta ayer mismo.
Más allá de la vertiente
poética, que no debiera evaporarse aún en tiempos de técnica y consumo, la
Navidad interpela la dimensión política de la sociedad. Bien está la poesía,
siempre que no suma en el letargo. Pero el relato evangélico, a decir verdad,
no se refiere a una noche silenciosa, ni describe los cabellos rubios y
ensortijados de un bebé con mofletes color de rosa. El pesebre y los pañales
remiten a un mundo pobre y fruto del rechazo. No había lugar para ellos en la
posada. Los evangelios canónicos ni siquiera dan fe de un asno y un buey
atentos a calentar el ambiente.
Los papeles se invierten
Está claro que el pasaje de Belén
se posiciona en favor de los desprovistos de voz y de poder —los pobres, los
pastores— y en contra de poderosos. Cita con displicencia al emperador Augusto,
ya que no queda más remedio que datar el hecho. Pero junto al pesebre no están
los sumos sacerdotes, ni el gobernador, ni los sabios escribas, tan versados en
los vericuetos de la Ley. Curiosamente, sí desempeñarán ellos un papel
relevante en la pasión y muerte de este niño apenas nacido.
El canto de María, la llena
de gracia, habla de la humillación de los poderosos y la exaltación de los
humildes, de la saciedad de los hambrientos y la postergación de los ricos. No
por nada, sino porque a la mayor riqueza de unos corresponde la mayor pobreza
de otros. El niño ya va acostumbrando el oído a las expresiones de su madre, que
apuntan a una convivencia social muy distinta. Ahora el pequeño todavía
balbucea, pero cuando crezca insistirá en que los últimos son los primeros y
viceversa.
Bien está la noche de paz que
nos propone el más famoso villancico. No escatimemos la poesía de una noche
fulgurante de estrellas alumbrando la gruta de Belén. Pero tampoco pasemos por
alto lo que le sucederá al pequeño protagonista tres décadas más tarde. El niño
del pesebre ya lleva grabada la cruz en la frente. Será mal visto porque, entre
otras cosas, cuestionará los pilares de los que el pueblo se muestra tan
orgullos y el orgullo de los dirigentes. Concluirán los poderosos que vale más
que muera un hombre por el pueblo que no todo el pueblo por un hombre.
El niño que yace en el
pesebre no muestra el menor entusiasmo por la pax romana, sustentada en impuestos y en el temor de las lanzas. En
esta paz sólo los poderosos encuentran acomodo. El niño prefiere la que luego
se llamará Pax Christi, basada en un
nuevo orden de relaciones humanas. La que proyecta un corazón sencillo y limpio
e insta a luchar por la justicia y la verdad. La que se remite al sueño del
viejo profeta Isaías: que las espadas se conviertan en arados y los lobos se
amansen hasta convivir con los corderos.
La historia del niño Jesús va
más allá de una entretenida y poética narración para escuchar cuando la familia
se reúne en torno a la mesa en los días de Navidad. Es la semilla de la buena
nueva. Interpela a los hombres y mujeres de nuestro mundo a ser creativos y
generosos a fin de poner en pie un nuevo estilo de convivencia. El niño de
Belén todavía no habla, pero ya levanta la voz contra la injusticia de la
desigualdad entre los seres humanos. La primera paradoja de las muchas que
formulará andando el tiempo. ADH 807
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