Espíritu y Libertad | Rosa Ramos/Amerindia
Los amigos: puente y sacramento
En
un gesto trivial, en un saludo,
en
la simple mirada, dirigida
en
vuelo, hacia otros ojos,
un
áureo, un frágil puente se construye.
Baste
esto solo.
Aunque
sea un instante, existe, existe.
Baste
eso solo.
Circe
Maia
Más allá
Colombia, Palestina, India, más acá Brasil, la pandemia del covid, más allá y
más acá, la cita diaria es con la muerte, con el dolor, con el límite. Después
de la última entrega, donde justamente escribía sobre los límites, pero también
sobre los puentes, o metaxu, recogiendo el término griego utilizado por Simone
Weil, encontré este poema de Circe Maia, precisamente titulado El puente. “¡Qué
bello poema, Dios!”, exclamé. Me recordó algunas miradas en las que percibí,
con plena conciencia, que estaba ante momentos sagrados; miradas que, sin duda,
han tejido mi identidad.
Por otra
parte, he vivido recientemente un tiempo en que los amigos han sido -en
diversos modos de presencia- el puente que me ha mantenido unida a la vida y
abierta al Misterio, ora fascinante, ora tremendo. En un corto período se han
dado cita muchas partidas y duelos, también solidaridad y encuentros en esas
situaciones límite que construyen puentes: “Aunque sea un instante, existe...
Baste eso solo.” No me ha faltado la cercanía y la fidelidad probada de los
amigos de siempre. Vale decir ha sido -es- un tiempo fuerte y rico en que la
amistad ha sido -es- puente, y algo más.
Este
artículo quiere ser un canto a la amistad y a amigos concretos, que son ese
puente áureo o, “ese permanente asalto a la belleza”, en verso de José
Carbajal, y también, desde una lectura de fe, son sacramentos del Amor divino,
o “presencia y figura”, en expresión de San Juan de la Cruz.
La
amistad es don, nadie es tan bueno como para merecer un amigo, ni nadie es tan
malo como para no merecerlo, es un auténtico regalo que se encuentra fuera del
ámbito comercial y del mérito, en ese sentido es siempre inmerecido, gratuito,
por eso provoca asombro, maravilla, gozo. De ahí que es asalto a la belleza
inefable y puente al misterio humano y divino. Frente a la amistad regalada
afloran preguntas hondas “¿por qué a mí, soy acaso digna de este amor tan
privilegiado como desinteresado?, “¿quién soy yo para que me visites?” (la
pregunta de Isabel en el encuentro con María). Porque en un amigo o una amiga
es siempre Dios quien nos visita y ensancha la mirada, el corazón, la
inteligencia, los horizontes, la esperanza… la vida, en suma.
Los
amigos se nos regalan ellos mismos. Lo hacen como una flor que se abre a
nuestra sensibilidad entrañablemente humana -tan necesitada de ternura-
exhalando su perfume propio, mostrando su tersura, color y belleza, así como
sus pliegues, y nervaduras. En ese abrirse de quienes nos ofrecen su amistad,
también nos invitan a ser nosotros mismos don, regalo que se despliega generosa
o tímidamente, según las propias historias.
No sólo
el amor de pareja es fecundo, la amistad es generativa de vida abundante, hace
nacer lo que no imaginábamos previamente que podíamos dar a luz. Por eso la
amistad es “mágica”, alegra, sorprende, al modo que los magos lo hacen con los
niños. Más aún, los amigos son sacramento vivo de Dios cuyo ser es amar y su
hacer es dar vida, crear, recrear, salvar, liberar, animar.
Siguiendo
con la imagen tan plástica y dinámica de Circe Maia: “un frágil puente se
construye” a la par, mano con mano, paso a paso, risa a risa, lágrima a lágrima
compartida, a veces casi sin darnos cuenta hasta que llevamos largo tramo
construido juntos y descubrimos emocionados que somos amigos, que estamos
caminando junto a “ese hermano que la vida nos trajo”.
Claro que
los dones se cultivan y también son “un puente frágil”, por el que hay que
andar -sobre todo en las noches de la vida- con cuidado de no pisar huecos o
tablas flojas, vale decir por el puente de la amistad: “podemos andar
confiados, pero con respeto”. A veces por los movimientos sísmicos de la vida
de uno u otro, o por el paso del tiempo sin mantenimiento, ese bello puente se
rompe y nos sorprende el abismo abierto y amenazante a nuestros pies. ¿Podemos
reconstruir esos puentes? A veces sí, trabajando juntos, otras desde ambos
extremos (la propia interioridad) para encontrarse luego, pero siempre desde la
libertad, abiertos a la gracia, no a fuerza de voluntad, aceptando el límite
que duele. Porque la amistad no es propiedad adquirida que pueda reclamarse en
ningún tribunal de derechos. Los dones permanecen dones o más aún: préstamos,
generosos préstamos. Como la vida misma: se nos concede vivir, pero no poseemos
la vida.
Me fue
inevitable discurrir, pero la intención era hacer un canto a la amistad, esa
que puede iniciarse “en la simple mirada, dirigida en vuelo, hacia otros ojos”.
Lo primero es valorar que los amigos forman un colorido caleidoscopio que
ofrece su belleza en la diversidad, por lo cual con cada amigo hay distintos
modos de relación, temas de intercambio y compartir, hasta distintos tonos de
voz, de sonrisas y de miradas. Cada amigo despierta en el otro un rasgo, una
nota, un acorde diferente.
Canto,
brindo, por los “amigos-logos” que siempre nos desafían a pensar, reflexionar,
a buscar más razones, o ir tras respuestas más sólidas. Amigos que invitan a
bucear en aguas profundas, en las fuentes de la libertad y del sentido. Y por
los “amigos-ágape” cuya presencia aliviana y descubre el aspecto festivo de la
vida. Agradezco los amigos con quienes compartimos el dolor propio y del mundo
y con quienes cantamos el presente efímero y reímos hasta llorar, a veces de
nosotros mismos. ¡Qué bello es cruzar juntos puentes de argumentos, letras,
arte, risas y abrazos!
Canto,
brindo, por los amigos que son generosos hasta la locura. En un mundo
mercantil, ellos regalan, no miden ni dinero ni tiempo, dan a manos llenas,
comparten casa y mesa, están siempre dándose. Nos descentran y mueven a
entregarnos también más y a muchos más. Llegan con su vida-don hasta nuestra
orilla y su fuerza centrífuga nos lanza a cruzar otros puentes, a ir más allá.
Canto,
doy gracias por los amigos que abren sus corazones, confían sus secretos,
sueños y heridas y por aquellos que están siempre desde su silencio, a veces
misterio insondable. Son auténticos amigos tanto quienes nos buscan como
quienes nos ponen un límite. Amar a los amigos es cruzar puentes con las
palabras, y también es caminar callados, respetando la alteridad y la
intimidad.
Canto,
agradezco los amigos que atraviesan décadas con su presencia fiel, han estado
en la juventud, en bodas, nacimientos y entierros; amigos que nos vieron
brillar, pero también palidecer, disminuir, y siempre permanecieron. También
brindo por los amigos que no cesa la vida de regalar y aparecen con su nuevo
color en el caleidoscopio; nos enseñan que estamos vivos y tenemos
posibilidades inéditas, otras ideas y mundos a explorar. Hay amigos mayores y
jóvenes ¡Qué riqueza! Hay puentes tan antiguos y sólidos como los romanos,
otros puentes a colgar por los aires.
Brindo
agradecida por los amigos con quienes compartimos una fe religiosa que nos
permite celebrar y rezar hermanados. Brindo asimismo por aquellos amigos
agnósticos y ateos, a quienes nos une la fe antropológica. Con unos y otros,
avanzamos juntos por un puente que conduce a mayor humanización y plenitud para
todos.
Brindo,
alzo la copa burbujeante, por aquellos “amigos en infinita lejanía”, pero con
los que vivimos en una misteriosa unión, en comunión profunda, que no conoce
fronteras, ni muros, ni océanos, ni siquiera la muerte. Son los amigos que nos
desafían a construir creativamente nuevos puentes sutiles, invisibles, tiernos:
una voz en el audio, el regalo de un atardecer, una velita encendida, una
canción, un poema. Llegan fieles desde otras orillas con el viento, con un
perfume, con las olas del mar o con la tibieza del sol sobre la piel. “…Los
amigos, ese permanente asalto a la belleza…”
Más allá
Colombia, Palestina, India, más acá Brasil, la pandemia del covid, más allá y
más acá, la cita diaria es con el desafío de tender puentes que unan mundos
rotos. Canto a la amistad que, para los cristianos es don y tarea, es transitar
un puente según el sueño de Jesús: “Ámense unos a otros, como yo los he amado”.
En el intento se nos va la vida, pero en ese intento somos sacramento de su
Amor revelado en Jesús que no nos llamó siervos, sino “amigos”.
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