Solidaridad | Leonardo Boff
No basta ser bueno, hay que ser misericordioso
La ley áurea, presente en todas las religiones y
caminos espirituales es: “ama al prójimo como a ti mismo”, o dicho de otra
manera: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
El Cristianismo incorpora esa ética mÃnima y asÃ
se inscribe dentro de esta tradición ancestral. Sin embargo, él borra todos los
lÃmites del amor para que sea realmente universal e incondicional. Afirma:
“amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen para que seáis hijos
de vuestro Padre que está en los cielos, pues Él hace nacer el sol para buenos
y malos, y llover sobre justos e injustos. Si amáis a quien os ama, ¿qué mérito
tenéis? ¿No hacen también eso los cobradores de impuestos? Si saludáis solo a
vuestros hermanos, ¿qué hay de extraordinario en eso? ¿No hacen eso también los
paganos? (Mt 5,44-47).
Es muy instructiva la versión que san Lucas da en
su evangelio: “Amad a vuestros enemigos. Asà seréis hijos e hijas del AltÃsimo
que es bondadoso con los ingratos y malos; sed misericordiosos como vuestro
Padre es misericordioso” (6,35-36).
Esta afirmación es profundamente consoladora.
¿Quién no se siente a veces “ingrato y malo”? Entonces nos confortan estas
alentadoras palabras: el Padre es bondadoso, a pesar de nuestras maldades. Y
asà aliviamos el fardo de nuestra conciencia que nos persigue por dondequiera
que vamos. Aquà resuenan las consoladoras palabras de la primera epÃstola de
San Juan: “si nuestro corazón nos acusa, sabe que Dios es mayor que tu corazón”
(1Jn 3,20). Estas palabras deberÃan ser susurradas al oÃdo de todo moribundo
con fe.
Tanta comprensión divina nos remite a las palabras
de uno de los más alentadores salmos de la Biblia, el salmo 103: “El Señor es
rico en misericordia. No está siempre acusando ni guarda rencor para siempre.
Cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, tanto prevalece su misericordia.
Como un padre siente compasión por sus hijos e hijas, asà el Señor se compadece
de los que lo aman, porque conoce nuestra naturaleza y sabe que somos polvo
(9-14).
Una de las caracterÃsticas del Dios bÃblico es su
misericordia, porque sabe que somos frágiles y fugaces “como las flores del
campo; basta un soplo de viento y dejamos de existir” (103,15). Asà y todo
nunca deja de amarnos como hijas e hijos queridos y de compadecerse de nuestras
debilidades morales.
Una de las cualidades fundamentales de la imagen
de Dios que el Maestro nos comunicó fue exactamente su misericordia ilimitada.
Para él no basta ser bueno. Hay que ser misericordioso. La parábola del hijo
pródigo lo ilustra con rara ternura humana. El hijo se marchó de casa,
malbarató toda su herencia en una vida disoluta y, de repente, añorando,
resolvió volver a casa. El padre estuvo largo tiempo esperando que volviese
mirando hacia la vuelta del camino para ver si aparecÃa. Y he aquà que “de
lejos”, como dice el texto, “el padre vio a su hijo y, conmovido, corrió a su
encuentro y le abrazó llenándole de besos” (15,20). Es el supremo amor que se
hace misericordia. No le reprocha nada. Basta con que haya vuelto a la casa
paterna. Y, lleno de alegrÃa, le preparó una gran fiesta.
Ese padre misericordioso representa al Padre
celestial que ama a los ingratos y malos. Acogió con infinita misericordia al
hijo que se habÃa perdido en la vida. El único hijo que es criticado es el hijo
bueno. Sirvió al padre en todo, trabajó, observó todos los mandamientos. Era
bueno, muy bueno, mas para Jesús no bastaba ser bueno. TenÃa que ser
misericordioso. Y no lo fue. Por eso es el único que recibe una reprimenda por
no comprender al hermano que regresaba.
Pero es importante destacar un punto que muestra
lo singular del mensaje del Nazareno. Él quiere ir más allá del simplemente
amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. ¿Quién es el prójimo para
Jesús? No es mi amigo, ni el que está cerca de mi, a mi lado. Prójimo para Jesús
es todo aquel a quien yo me aproximo. Poco importa su origen o su condición
moral. Basta que sea un ser humano.
La parábola del buen samaritano es emblemática (Lc
10,30-37). A la vera del camino yace un infeliz, medio muerto, vÃctima de un
asalto. Pasa un sacerdote, tal vez va atrasado para su servicio en el templo;
pasa también un levita, apresurado en la preparación del altar. Ambos lo vieron
y “pasaron de largo”. Pasa un samaritano, un hereje para los judÃos; “se
preocupa de él y tiene compasión de él”, le cura las heridas, lo lleva a la
posada y deja todo pagado antes de marchar, más lo que pueda necesitar. “¿Quién
de los tres fue el prójimo?” pregunta el Maestro. El hereje que se acercó a la
vÃctima de los asaltantes. El amor no discrimina, cada ser humano es digno de
amor y de misericordia. Seguramente el sacerdote y el levita eran gente buena,
pero les faltaba lo principal: la compasión, el corazón que se conmueve delante
del dolor del otro.
Resumiendo, cuando Jesús manda amar al prójimo,
significa amar a ese desconocido y discriminado; implica amar a los invisibles,
a los ceros sociales, a aquellos a quien nadie mira y pasan de largo, amar a
aquellos que en el momento supremo de la historia, cuando todo sea sacado a la
luz él los llama “mis hermanos más pequeños”. “Cuando amaste a uno de esos, fue
a mà a quien lo hiciste” (Mt 25,40). El amor que todas las tradiciones predican
y practican, tiene un “más”. Va al encuentro del otro másotro y se queda con
él. San Francisco de AsÃs lo entendió bien y lo expresa en su famosa oración
por la paz: “que yo consuele másque ser consolado, que yo comprenda másque ser
comprendido y que yo ame másque ser amado. En ese “más” se encuentra la
originalidad del amor de Jesús, de los cristianos que van en su seguimiento.
La Covid-19 está mostrando, especialmente en las
periferias, junto a los criticados miembros del Movimiento de los Sin Tierra y
de los Sin Techo y de otros, que el mensaje de amor misericordioso vivido por
el Hijo del Hombre no se ha apagado, que está vivo y encendido todavÃa.
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