Comentario | Marifé Ramos/Fe Adulta
¿Miedo a la tempestad o a
que la
barca eclesial siga haciendo aguas?
En aquellos tiempos, Jesús invitó a sus discípulos a
pasar a la otra orilla. No se trataba de remar un poco más lejos, sino de ir a
la Decápolis, que se consideraba un lugar muy peligroso. Era territorio pagano,
y se creía que no era Yahvé, sino las fuerzas del mal quienes
"gobernaban" en aquel lugar y provocaban tempestades en el mar de
Galilea.
Hoy, experimentamos algo semejante en la barca
eclesial. Intentamos navegar hacia las decápolis actuales pero muchas veces
estamos a punto de naufragar.
Echamos la culpa a las tempestades de la sociedad. Por
ejemplo, la tempestad que provocan los hombres y mujeres que se burlan del bien
común, llenan su caja fuerte con dinero que le corresponde al pueblo y hacen
retroceder la laboriosa conquista de los derechos humanos.
Pero, además de las tempestades, nos cuesta mucho
reconocer que la propia nave eclesial hace aguas por muchas partes.
Una plaga de termitas voraces va destruyendo la madera
de la barca. No es fácil liquidar esta plaga cuando no se fumigan a fondo las
termitas del clericalismo, del miedo al diálogo, de la cobardía para atajar con
prontitud situaciones lamentables, de la ambición y un largo etcétera.
¿Seguiremos echando incienso para que haga de cortina
de humo y no veamos la situación real que provocan las termitas en muchas
parroquias?
Actualmente se habla mucho de sinodalidad y del papel
del laicado, pero el diálogo se centra en los grupos y movimientos afines.
Cuando otros colectivos piden sentarse en torno a una mesa a dialogar con la
jerarquía y que haya un manual de buenas prácticas en la Iglesia, las termitas
de la indiferencia se multiplican..., y se pasan los meses esperando un diálogo
que no llega.
En fin, si leemos el evangelio de este domingo de
manera literal, podemos asombrarnos ante una tempestad calmada.
Si dejamos que la catequesis de este evangelio nos
interrogue, podremos fumigar las termitas que hay en la nave y las que hay en
nuestra propia vida, sin miedo y con energía. Con la energía de la fe, vivida y
compartida.
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