Temas de Salud | Giovanni Cucci/LCC
El odio
¿Una demostración de fuerza, una mentira o el castigo de sí
mismo?
El
odio es un tema que ocupa constantemente el centro de atención de la vida
humana, tanto a nivel individual como colectivo. Incluso en sociedades
aparentemente evolucionadas y civilizadas del siglo XXI, este sentimiento,
además de tener una enorme difusión, goza de gran interés y atención en la vida
cotidiana, desde el deporte a los lugares de encuentro, de la pertenencia
social a la política internacional, como también a nivel doméstico, donde se
manifiesta de manera tan silenciosa como trágica. Al igual que el amor, el odio
tiene diferentes matices y grados: puede ser un simple fastidio, una
contrariedad, aversión, intolerancia, hasta llegar a alcanzar toda su
potencialidad destructiva. También puede caracterizar a grupos, familias y
clanes, unidos por la aversión a algo o a alguien, a lo que se pueden agregar
motivos culturales, raciales, religiosos, nacionales e históricos.
Por
eso, es de gran importancia estudiar y conocer mejor las dinámicas vinculadas a
este sentimiento, de modo de identificar las posibles raíces y las modalidades
para contener su alcance destructivo.
¿Qué
significa odiar?
La
Real Academia Española define odio como «antipatía y aversión hacia algo o
hacia alguien cuyo mal se desea». La singular fuerza de este sentimiento se
debe a que no estamos ante una emoción primaria, sino más bien frente a una mezcla
de diversos sentimientos y actitudes, productos de la personalidad, de la
historia y de las relaciones más significativas del sujeto.
Se
pueden destacar algunas de las características propias del odio: la negación de
la intimidad, la pasión, el grado de compromiso y la fuerza de la decisión. Las
diversas combinaciones de estos aspectos y el peso que cada uno tenga en el
conjunto, darán como resultado una manifestación de odio diferente.
El
odio puede ser frío, su ejecución puede ser programada, como sucede por ejemplo
en la modalidad persecutoria de los acosadores, en los actos de terrorismo
meticulosamente planeados, en las venganzas implementadas lentamente años
después; o puede expresarse de manera emocional, inmediata, especialmente
cuando está unido a la ira, con la que comparte similitudes y diferencias,
incluso sabiendo que, tratándose de sentimientos, no es posible realizar una
separación neta.
La
ira, como el odio, nace de una tristeza del ánimo provocada por un daño
sufrido, o por la pérdida de un bien que el sujeto percibe como importante para
su autoestima, de lo que surge la voluntad de intervenir en la situación para
cambiarla a su favor. Al estar animada por una exigencia de justicia, la ira se
diferencia del odio porque es concreta e individual, porque está ligada a una
persona o a un acontecimiento preciso. El odio, en cambio, es generalizado,
está dirigido a una clase social entera o a una categoría de personas. Además,
la ira expresa un dolor ocasional, que con el tiempo tiende a desaparecer, lo
que no sucede con el odio, que es aditivo, global; falta en él la capacidad
evaluadora y la ponderación de la razón; quien está sometido a él tiende a ser
unilateral, a no diferenciar, mientras que la ira «se dirige siempre a lo
singular concreto».
También
hay que recordar que la ira tiene como fin la justicia y la reparación de un
daño sufrido, mientras que el único objetivo deseado por el odio es la
destrucción del enemigo. Existe, por lo tanto, un aspecto bueno que la ira
espera, aspecto que no encontramos en el odio. Por ello, a diferencia de este
último, la ira puede conseguir un bien, «si este querer se somete al mandato de
la razón».
Otra
diferencia entre ira y odio se manifiesta en sus respectivas formas de
expresión y, sobre todo, en cómo terminan. La ira es impetuosa y llamativa,
pero se detiene una vez que ha obtenido justicia y la reparación de su daño. El
odio, en cambio, no tiene piedad, y aunque haya eliminado su objeto, no parece
en absoluto que encuentre paz; más bien crece con el tiempo hasta convertirse
en la única forma de valoración y de actuación, y termina solo con la
destrucción de quien lo cultiva.
De
todas formas, cuando la ira se desvía y pierde la medida y el control, puede
estar en la base del odio («el odio no es otra cosa que ira envejecida»,
observaba Brunetto Latini), por lo que se vuelve más difícil reconocer la
gravedad y arrepentirse. También para Agustín el odio es más bien una modalidad
degenerada de la ira, su forma más descontrolada y destructiva. Por eso nos
pone en guardia, «para que la ira no se convierta en odio, y de una paja no se
haga una viga, transformando el alma en homicida».
Las
capacidades y la excelencia de los demás pueden ser objeto del odio, cuando son
percibidas como una amenaza a la propia dignidad y a la idea que tenemos de
nosotros mismos. Hasta la misma belleza puede ser considerada ofensiva cuando
se carece de ella. Esta dinámica fue captada con elocuencia en la novela El
pabellón de oro, de Yukio Mishima, cuyo protagonista, un monje lisiado, se
siente oprimido por la visión de una hermosa pagoda, al punto que decide
destruirla prendiéndole fuego.
La
historia, basada en un hecho real, muestra también el vínculo igualmente fuerte
entre odio y envidia. Lo que tienen en común es la búsqueda del mal del otro:
en el caso de la envidia, se desea la destrucción de un bien específico que nos
hace sentir inferiores o incompletos, mientras que el odio tiende a la
destrucción total. Ambos vicios han perdido de vista un bien a alcanzar y por
eso presentan una mayor malicia que la ira: «La ira forma parte de los pecados
que desean el mal del prójimo, junto a la envidia y al odio: sin embargo,
mientras el odio desea el mal en sí mismo de una persona, y el envidioso lo
desea debido a su propio anhelo de gloria, el iracundo desea el mal de los
demás bajo la forma de una justa venganza. De ello resulta evidente que el odio
es más grave que la envidia, y que la envidia es más grave que la ira: porque
desear el mal bajo la forma de mal es peor que desearlo bajo la forma de bien;
y desear el mal en cuanto bien externo, como el honor y la gloria, es peor que
desearlo bajo la figura de la rectitud de la justicia».
El
odio como sentimiento derivado
Por
lo tanto, el odio está ligado a una valoración de la cosa o del otro entendido
en términos nocivos, como un peligro posible para el bien del sujeto. Como ya
vimos, en esa valoración puede estar presente la ira, cuando se considera que
el bien del otro es algo «robado» a uno mismo – y por tanto, como una
injusticia –, pero también el miedo de que el otro pueda ser una amenaza para
la propia integridad. Esta característica ha sido ampliamente utilizada en la
dimensión política.
Como
consecuencia de esta coexistencia de temor y rencor, el odio puede ser
inculcado en otros a nivel individual o de masa. Esto lo diferencia de la
antipatía o de la repulsión, que exhiben más bien un carácter emocional. Estos
últimos pueden convertirse en odio cuando van acompañados de un juicio sobre la
entidad a la que se oponen, considerándola de manera unilateral, como mal en sí
misma.
Ello
no solo explica el poder del odio, sino también su falsedad, porque toda cosa,
por el hecho de existir, es siempre un bien: ser y bien son sinónimos. Un mal
total se destruiría a sí mismo, dejando de existir, que es a lo que en el fondo
apunta el odio, a la destrucción como objetivo de vida: destrucción del otro y
de sí mismo, haciendo imposible la vida.
La
preeminencia «ontológica» del bien sobre el mal implica que el amor está en la
base del odio; la razón de su sufrimiento consiste en ser un amor desatendido.
Por esto, el polo opuesto del odio no es el amor, sino la indiferencia, la
muerte de la intimidad (el primer elemento destacado por Sternberg). En segundo
lugar, el odio, entendido como amor degenerado, es inferior a este en cuanto a
potencia, autonomía y eficacia, aunque, debido al dolor que lo habita, tiene un
gran potencial destructivo. Es la misma razón por la que el mal genera más
noticias que el bien, llama más la atención, mientras que el bien es discreto,
se esconde, está ligado al silencio del ser. Como dice un aforismo atribuido a
Lao Tzu: «Un árbol que cae hace más ruido que un bosque que crece». En este
«ruido» reside la gravedad del odio en su dimensión moral, pues este «lleva el
desorden a la voluntad, que es la principal parte del hombre», sede de la
decisión y de la acción; y no por casualidad es uno de los obstáculos más
fuertes en el proceso del perdón.
La
afinidad entre odio y amor evidencia su carácter esencialmente relacional,
íntimo y envolvente, que es el aspecto más importante de un sentimiento. Esto
explica también por qué el odio nunca puede ser objetivo: siempre es el fruto
de una reelaboración personal, ligada a una historia vivida con tal sujeto en
tal situación particular, pero deformada por el sufrimiento y el rencor:
«Puesto que cada pareja elabora una historia desde su perspectiva, las
historias resultantes a menudo no coinciden y se modifican continuamente con
respecto al desarrollo de los acontecimientos. Además, hay que considerar que,
precisamente porque esas historias constituyen la “realidad” de una relación
(de amor o de odio), no puede existir una “verdad objetiva”; en otras palabras,
esto significa que podemos conocer la relación que tenemos con nuestra pareja
solo a través de la historia que contamos sobre ella».
Las
representaciones ligadas al odio tienden a ser unilaterales, dividen las
historias en valoraciones netas y contrapuestas, en términos de bueno/malo,
correcto/equivocado. La incapacidad a nivel de juicio de captar los posibles
matices (que caracterizan a cada persona y suceso) y de entrar en la
complejidad se traduce en aproximaciones a la realidad en términos de
splitting, separaciones netas entre el bien y el mal, considerando al ofensor
como alguien totalmente malvado, sin reconocer posibles atenuantes o la
presencia de otros elementos. Así, se devalúa al otro hasta convertirlo en no
humano, un «monstruo» indigno de vivir. De aquí proviene la falsedad de estas
historias. En cambio, mientras más entramos en la complejidad, odiar se vuelve
más difícil.
El
odio como mentira o castigo de sí mismo
La
desilusión que lleva al odio y el consuelo de encontrar en él una forma de
satisfacción muestran como el odio puede convertirse en una verdadera razón de
vida, hasta el punto de sacrificar por él lo que se considera más preciado,
incluso a sí mismo. El odio crece por una suerte de autocombustión destructiva,
que no se apaga si se le da rienda suelta y provoca un placer maligno. Su
fuerza es también su debilidad, porque, como hemos observado, se basa en una
mentira, en una distorsión del juicio: la percepción del otro como mal
absoluto, rechazando la complejidad y por tanto su realidad efectiva. Desmontar
esta construcción ilusoria es uno de los antídotos más eficaces para combatir
el odio.
Otra
mentira frecuente consiste en creer que, al contrario del amor, el odio permite
tomar distancia del sufrimiento. En realidad, el odio, al destruir el bien,
corroe internamente a quien lo cultiva, haciéndolo prisionero de recuerdos
exasperados que se agigantan con el tiempo, hasta convertirse en una obsesión
que no da tregua. La frustración provocada por este vacío produce un
sufrimiento aún mayor, que a su vez aumenta la amargura y el deseo de revancha.
De ahí el círculo vicioso que caracteriza al odio, y la atracción que este
suscita: «El odio encadena el individuo al objeto, de modo que incluso cuando
este muere, las cadenas permanecen. El resultado recuerda a los prisioneros en
“segregación administrativa” (lo que se llamaba aislamiento o celda de rigor)
que llevaban consigo las cadenas adondequiera que fuesen, dejándoles luego una
forma de andar extraña, arrastrada, incluso cuando ya no estaban encadenados».
El
odio se convierte así en un automatismo que vive de su propia vida y continúa
obrando incluso cuando su objeto deja de existir. El odio apaga el futuro,
volviéndolo una copia del presente, y elimina, junto con el futuro, la
esperanza de un posible cambio. Al respecto, un jesuita cuenta que una señora
le dijo que le había quitado el saludo a su hijo por una falta grave contra
ella; habían transcurrido más de veinte años sin que esta cambiara de actitud.
Cuando le pregunto de qué se trataba la falta, la señora respondió con
desconcertante candor: «¡Padre, a decir verdad, ya ni siquiera me acuerdo!».
La
reflexión psicológica
El
odio no recibió mayor atención de parte las disciplinas psicológicas y sociales
sino hasta hace poco tiempo. Sin embargo, se ha convertido en un objeto cada
vez más estudiado debido a la creciente visibilidad que ha ganado, sobre todo
en relación a los genocidios y al terrorismo, que se impusieron como tristes
novedades del siglo XXI, pero también por la extraña duplicidad que caracteriza
a estos acontecimientos. De hecho, en línea con lo que observamos más arriba,
estos hechos suscitan al mismo tiempo atracción y repulsión: se toma distancia
con horror y al mismo tiempo despiertan un interés morboso. Esta polaridad es
bien conocida por quienes trabajan en medios de comunicación. La hipótesis de
que estos fenómenos son más relevantes solo porque hoy parecen tener mayor
difusión que antes no parece ser del todo persuasiva. E incluso si fuera así,
queda todavía por explicar por qué este tipo de información tiene tanta
resonancia y suscita tanto interés.
Para
el psicoanálisis, el odio y el amor coexisten. Freud concibe el odio como el
intento del yo por vivir de manera independiente de todo, rechazando lo que se
le presenta como un posible obstáculo. Es un fruto del narcisismo básico, que,
con el pasar del tiempo, debe hacer concesiones con el mundo exterior para
sobrevivir.
Esta
situación de primitivismo – pero no de originalidad, como notábamos – del odio,
viene confirmada por el hecho de que se manifiesta en los niños desde la más
tierna edad. Para M. Klein, este sentimiento es parte de las pulsiones de
muerte que surgen cuando el niño experimenta la desilusión de sus expectativas
más fuertes, en especial el ser nutrido y cuidado por la madre, como un objeto
siempre a su disposición.
D.
Winnicott, a su vez, lo sitúa en el desarrollo de la relación madre/niño: el
odio expresa la lucha y la tensión que caracterizan la fase de elaboración del
«objeto de transición». En la práctica, el pasaje de la tendencia omnipotente
(creerse el centro de todo) a la necesidad de limitarse a tener una experiencia
de la realidad. Para A. Adler, en cambio, el odio tiene un carácter puramente
social: es un aspecto de la «voluntad de poder», un término que el estudioso
retoma de Nietzsche, y que se basa en el conflicto de la vida social. C. Jung
lo considera primitivo, como el amor, y coexistente en la divinidad: un
concepto que nunca se vuelve ajeno a las características de la psique humana.
Desde
la perspectiva del tipo de personalidad, se ha señalado que las actitudes ligadas
al odio revelan una baja autoestima: en la práctica, con él se tiende a
compensar la incapacidad para enfrentar al otro en su diversidad,
considerándolo como una amenaza. Por eso el odio tiende a arraigarse
principalmente en personalidades narcisistas, especialmente en su modalidad
«maligna», caracterizada por una concepción grandiosa de sí mismo unida a una
fuerte agresividad frente a posibles rivales. De ahí la inclinación a rechazar
en bloque al mundo, considerado en términos de maldad y de enemigo.
Desde
el punto de vista de la psicología del desarrollo, el odio, cuando deviene un
sentimiento central, manifiesta algunas características peculiares, propias de
una deficiencia de la integridad de la psique. Recordábamos más arriba algunas
de estas modalidades, como el splitting, la desvaluación masiva del otro, la
proyección, con la que se niega la presencia en uno mismo de sentimientos y
aspectos inaceptables, atribuyéndolos al otro, que luego es rechazado. De forma
que, al destruir al otro, eliminamos también esa parte.
Estos
modos de lectura pertenecen a las llamadas «defensas de tipo primitivo»,
operaciones llevadas a cabo por el sujeto para enfrentar situaciones que pueden
atentar contra la salud y la integridad del yo. Con el término «primitivo» se
entiende la pertenencia al primer nivel de desarrollo psíquico, caracterizado
por la incapacidad de controlar los impulsos, por manifestar un humor estable,
por una falta de sentido de la realidad y por la incapacidad de captar la
complejidad de una situación. Las defensas de este tipo son sumarias, globales,
y generalmente son presas de una emocionalidad no controlada. En el momento en
que experimenta la ineficacia para enfrentar y manejar una situación
amenazante, el individuo desciende a estados más primitivos de desarrollo, cada
vez menos adecuados para gestionar la complejidad de la situación. Cuando
incluso estas defensas resultan ineficaces, el sujeto se hunde en el problema y
cae en la psicosis.
La
dimensión cultural del odio
El
mayor potencial destructivo del odio no se manifiesta a nivel pulsional (más
bien breve, aunque intenso), sino sobre todo a nivel cultural, cuando es
sistemáticamente cultivado e inoculado, hasta dejarlo impreso en el imaginario
colectivo. En ese contexto, la destrucción se presenta como un valor para
alcanzar el bien común, mediante una lucha difícil pero necesaria. Es lo que
suele llamarse la «dimensión idealista del odio». Las ideologías, las «utopías
asesinas», como rezaba el título de un libro de P. Yathay a propósito de la
Cambodia de Pol Pot, son la base de la mayor parte de los exterminios
perpetrados en la historia. Lo que tienen en común es la justificación de la
destrucción, entendida como el precio a pagar por acelerar la realización de la
sociedad perfecta, el «reino de la virtud» (como durante la Revolución
francesa), o «la sociedad sin clases» de Marx. «La virtud, sin la cual el
terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente»: con estas
palabras Robespierre justificaba la necesidad de endurecer el Terror, no
obstante haber alcanzado una situación de estabilidad social y política en
Francia. El odio elevado a ideal se convierte así en una avalancha
incontenible, que termina por sepultar a sus propios hijos.
Otra
característica cultural del odio, que quizá explica el origen de su atractivo,
consiste en ser una manifestación de un poder, una revancha por los daños
sufridos, pero también por la ilusión de poseer al otro. Si no es posible
obligar a alguien a amar, sí se puede inducirlo a odiar. El amor es gratuito,
respeta la libertad, no es programable; el odio, en cambio, puede suscitarse
deliberadamente, es posible planificarlo mediante reglas precisas y
recurrentes.
R.
Sternberg destaca especialmente cinco pasos que muestran la manera en que este
sentimiento puede ser inoculado por el líder de un grupo: 1) identificar un
objetivo a odiar; 2) mostrar cómo este ha provocado daños al grupo (o a toda la
nación); 3) mostrar su presencia y 4) las acciones que está llevando a cabo en
contra del grupo; 5) destacar el éxito logrado por este. Las etapas de
planificación y su creciente publicidad registran el correspondiente aumento
del miedo y el odio hacia el objetivo previsto.
R.
Girard llama a esta deriva violenta e incontrolada «el chivo expiatorio», un
término tomado de la fenomenología de la religión que el autor aplica a la vida
social. El chivo expiatorio está llamado a asumir la culpa por lo que no
funciona, a hacerse cargo de la frustración y la agresividad del grupo, o de
una sociedad, que encuentra en él una forma de «descargarse», de aliviar la
tensión: es una suerte de pararrayos del malestar y de las calamidades
ocurridas.
El
célebre escritor italiano Alessandro Manzoni ha dedicado páginas memorables a
este tema, al presentar la figura del «untore», responsable de haber
introducido deliberadamente la peste en Milán. Se trataba de un rumor, como las
habladurías de Heidegger, tan falso como fácil de difundir, especialmente si,
como en el caso de la peste, la situación era cada vez más difícil de afrontar.
El chisme es el fruto, explica el novelista italiano, de la incapacidad de
ejercer el pensamiento crítico. Mientras más consistente es el grupo que
comparte y expresa la creencia, menos capaz es el individuo de percibir la
gravedad y la responsabilidad de la violencia cometida, si no al precio de una
toma de distancia – ni fácil ni inmediata – y el ejercicio de un espíritu
crítico. El chivo expiatorio es un mecanismo de expresión y de justificación de
las derivas irracionales, de la violencia y del mal presente en cada uno, que
encuentra una forma de catarsis, se vuelve sacrificio de alguna cosa o de
alguien, sin que se advierta su gravedad.
Estos
pasajes han caracterizado la gran mayoría de los trágicos acontecimientos de
los últimos dos siglos. Por razones de brevedad, nos limitamos a destacar uno,
que fue inesperadamente noticia para luego ser olvidado tan rápidamente como
surgió.
Un
ejemplo: Ruanda
En
el genocidio que en solo dos meses (abril y mayo de 1994) dejó en Ruanda un
millón de muertos, se pueden reconocer elementos culturales y políticos
precisos difundidos en particular por la radioemisora Mil colinas (llamada
también «Radio machete»), que estuvo al aire desde el 8 de julio de 1993 al 31
de julio de 1994, convirtiéndose repentinamente en el medio de comunicación más
poderoso y escuchado del país. Durante esos meses, las transmisiones a cargo
del director general Félicien Kabuga (todavía en libertad), incitaron a la
población hutu, con un tono de escalada creciente e imperturbable, a destruir a
la minoría tutsi, responsable de los males y las injusticias del país. Desde
esa radio partió la señal oficial de inicio de la masacre. Enseguida, la radio
indicó meticulosamente las casas donde los tutsi habrían podido encontrar
refugio, dio a conocer los números de sus patentes y el tipo de automóviles
empleados para escapar, y ordenó completar el trabajo de limpieza incluso
frente a quienes habían ofrecido ayuda y protección.
Las
matanzas se consumaron en brevísimo tiempo, porque habían sido cuidadosamente
preparadas: «Las FAR (Fuerza Armada Ruandés) habían comenzado desde 1990 a
proveerse de costosas armas ligeras y pesadas, usando financiamiento de origen
francés, que era reembolsado con exportaciones de té cosechado de las
plantaciones de Mulindi. Gran parte de las armas llegaban a Ruanda pasando por
Zaire. Sudáfrica suministró 30.000 granadas, 5.000 ametralladoras y una enorme
cantidad de municiones, por un valor de casi seis millones de dólares; China
proveyó una cantidad no precisada de machetes; de Francia habría suministrado
misiles tierra-aire. El Gobierno francés proporcionó ayuda para la formación de
la Guardia Presidencial, el ejército regular, la policía y los interahamve (la
parte más extrema de la Coalición para la Defensa de la República). Algunos
oficiales ruandeses habían asistido a escuelas militares en Estados Unidos».
El
papel del observador
Otro
aspecto que vale la pena destacar en la difusión del odio, ilustrado de manera
elocuente en el pasaje arriba citado, es la colaboración pasiva. El hecho de
que el espectador asista en silencio a lo que ocurre ante sus ojos, por miedo,
interés o para vivir tranquilo, es considerado por quienes realizan los actos
de violencia como una forma de aprobación. Por extraño que parezca, mientras
más personas asisten a un acontecimiento, más probable es que la mayoría se
quede mirando ante la necesidad de ayuda, pensando que otro se ocupará de ello,
o que el suceso no es tan grave, pues nadie, especialmente los responsables,
parece preocupado.
Es
la misma dinámica de la manada destacada por Girard, en la que los
comportamientos violentos, cuando son obra de la masa, tienden a reducir la
percepción de responsabilidad individual, haciendo sentir a los individuos
anónimos e impulsados por una fuerza más grande, impersonal y destructiva. Así,
uno se siente menos involucrado y responsable de intervenir para cambiar la
situación: «es como si estuvieran arreglando las cuentas, dividiendo la
responsabilidad por el número de personas presentes».
Bajo
este aspecto, el caso de Ruando es también tristemente emblemático. Kofi Annan,
por entonces jefe del Departamento de Operaciones para el Mantenimiento de la
Paz de la ONU, no respondió al llamado enviado tres meses antes del inicio de
las masacres por el comandante de las fuerzas de la ONU en Ruanda, el general
Roméo Dallaire, y ni siquiera remitió la solicitud de intervención a la
Secretaría General y al Consejo de Seguridad. A esto hay que agregar la
decisión de la ONU de retirar a los cascos azules (reduciendo el contingente de
2.500 a 500), en lugar de potenciar su presencia, justo cuando empezaron las
masacres: lo que significaba de facto dar vía libre al Hutu Power (el ala
extremista que dio inicio al genocidio) para que pudiera arrasar con todo. G.
Prunier definió al contingente de los casos azules como «la impotente fuerza
militar de la ONU, que presenció el genocidio sin tener permiso para mover un
solo dedo».
Falta
todavía por dilucidar quien proveyó, además de las armas, los instrumentos y
los soportes técnicos para instalar en poco tiempo la radio Mil Colinas,
habilitándola para transmitir en todo el país. La radio ni siquiera fue cerrada
por los casos azules, y siguió transmitiendo como si nada, incluso cuando,
debido a la guerrilla, debió mudarse a la zona occidental de Ruanda, en ese
período bajo la tutela del ejército francés.
Todo
esto viene a confirmar la vieja verdad de la frase de Tucídides: «El mal no es
solo de quienes lo hacen. También es de aquellos que, pudiendo evitarlo, no
hacen nada por evitarlo».
Publicado
por La Civiltá Cattolica
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