Biblia | Cardenal Michael Czerny y Christian Barone
La
Sagrada Escritura y el compromiso social de la Iglesia
Una circularidad
inagotable
En una breve anécdota
transmitida por la tradición jasídica, se cuenta que «un día un joven discípulo
se acercó a su viejo maestro y le dijo: “¿Cómo es que en la antigüedad Dios se
apareció a menudo a nuestros padres, a Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y tantos
otros? Hoy, en cambio, ya nadie lo ve”. El viejo rabino reflexionó durante
mucho tiempo y luego respondió: “Porque nosotros ya no sabemos inclinarnos lo
suficiente bajo”»[1].
Esta historia se
presta a múltiples interpretaciones, pero de todas las posibles explicaciones,
es bueno recordar la que nos remite a la necesidad de acercarnos a Dios mirando
«desde abajo». Para descubrir el rostro de Dios, para acceder a su revelación,
hay que rebajarse a la tierra, buscarlo en medio de los hombres, porque «puso
su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Leer la Sagrada Escritura
«desde abajo» significa inclinarse sobre el hombre, descender a las
profundidades abisales de su limitación. Como dice el salmista: «el interior
del hombre y el corazón son impenetrables» (Sal 64,7).
La Biblia atestigua
que la historia humana es el «lugar» donde Dios ha elegido hacerse visible y
conocible a través de su acción en favor de la humanidad. Por eso se revela
como el Dios de «alguien»: de Abraham, de Isaac, de Jacob, de todo el pueblo de
Israel y, finalmente, «en la plenitud de los tiempos» (Hb 9,26), de
Jesucristo.
Para encuadrar
correctamente la relación entre la Sagrada Escritura y el compromiso social de
la Iglesia, es necesario ante todo poner de relieve la circularidad inagotable,
la comunicación «pascual» que se establece en la economía de la salvación entre
el Creador y la criatura, entre la inmanencia y la trascendencia, entre Dios y
el mundo: es el éxodo de la Trinidad hacia el hombre y del hombre hacia la
Trinidad. En otras palabras, la historia de los hombres y de los pueblos, la
vida concreta de los pueblos imperfectos, con sus dramas y sus victorias, «los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» (Gaudium et spes [GS],
n. 1), es el lugar del trabajo de la redención, es el terreno en el que, por
medio de Cristo, se siembra la semilla de la vida nueva. San Pablo lo afirma
cuando escribe que «hasta ahora, la creación entera gime y sufre dolores de
parto» y espera ser «liberada de la esclavitud de la corrupción, para
participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21-22).
Así, el Apóstol ve la historia humana como el escenario en el que se libra la
batalla entre la muerte y la vida[2], entre el pecado y la gracia,
entre la iniquidad de los hombres y la justicia de Dios.
«La fe proviene de la
escucha» (Rom 10,17), precisa de nuevo Pablo; y con la escucha del
Evangelio comienza la aventura del «buen combate de la fe» (1 Tim 6,12):
cada discípulo se descubre llamado a salir de sí mismo al encuentro de Cristo.
Reconocer a Jesús, confesarlo como Señor, le impulsa entonces a rastrear su
presencia en la humanidad herida de quienes se hacen sus prójimos.
La madurez del
discípulo consiste precisamente en aprender que la escucha de Dios no puede
separarse de la escucha del hombre, sino que consiste en comprender que la una,
remite a la otra, en una continua reciprocidad en la que el propio cristiano
vive, colocado -en virtud de su dignidad bautismal- como «sacerdote» y
«mediador».
La fidelidad a Cristo
se configura como una doble vigilancia: es la tutela de sí mismo en Dios y la
tutela del hermano puesto junto a él por Dios. Al mismo tiempo, esta fidelidad
exige el ejercicio de una doble «hermenéutica» creyente: por un lado, pide que
la palabra de Dios ilumine el tiempo presente, las realidades creadas y los
problemas y luchas actuales de la humanidad; por otro lado, pide que se arroje
nueva luz sobre el misterio de Dios, recurriendo al tesoro experiencial de los
pueblos y a la riqueza pluriforme de las culturas, sin desdeñar aprovechar una
oportunidad favorable para profundizar en la comprensión de las Escrituras en
los desafíos que plantea la historia actual.
La reflexión del
Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes, parece orientarse en
esta dirección, cuando afirma que «Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero
principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e
interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro
tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad
revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más
adecuada» (GS 44). La constitución añade que «La Iglesia, por disponer de una estructura
social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se
enriquece también, con la evolución de la vida social» (ibid.).
La doctrina social de
la Iglesia, pues, se desarrolla siempre en el renovado encuentro entre el
Evangelio y la historia humana. Es un modo peculiar en el que la Iglesia ejerce
el ministerio de la Palabra y lleva a cabo su misión profética en defensa del
hombre en cada época y tiempo.
Dios habla «a la
manera humana»
Otra referencia a los
documentos conciliares es de importancia fundamental para nuestro tema. Nos
referimos a un pasaje de la Dei Verbum (DV) donde se dice que
Dios habló a los hombres «a la manera humana» (DV 12). El Concilio declaró que,
para tener una interpretación correcta de la Escritura, hay que prestar
atención a lo que Dios quiso manifestar a través de las intenciones de los
hagiógrafos, es decir, hay que tener en cuenta su cultura, la elección de los
«géneros literarios» que utilizaron y los modos de expresión y narración en uso
en la época en que se escribieron los textos sagrados.
La afirmación de DV 12
parece hacerse eco de la enseñanza de los Padres de la Iglesia, especialmente
de San Agustín, que sostiene que Dios «dispensa su palabra a los hombres a
través de otros hombres» (De doctrina christiana, Prólogo, 6). A la luz
de este principio – per homines hominibus -, Agustín formuló
una serie de criterios metodológicos para leer y comprender correctamente la
Biblia, entregándonos una especie de primer manual de exégesis cristiana. El
primero y más importante de estos criterios es enunciado por el obispo de
Hipona con extrema claridad: «La idea fundamental es entender que la esencia y
el fin de toda la divina Escritura es el amor de la cosa que
hemos de gozar y de la cosa que con nosotros puede gozar de
ella» (ibíd., I, 35)[3].
Dios habla a los
hombres «a la manera humana», porque en la encarnación del Verbo toma la
realidad humana del amor y la eleva a la calidad divina de las relaciones entre
las Personas trinitarias: es el amor de comunión, en el que la unidad es
interpenetración mutua que no suprime las diferencias.
El Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSC) afirma que «es el mismo
misterio de Dios, el Amor trinitario, que funda el significado y el valor de la
persona, de la sociabilidad y del actuar del hombre en el mundo, en cuanto que
ha sido revelado y participado a la humanidad, por medio de Jesucristo, en su
Espíritu» (n. 54).
Jesús nos enseña que
la ley de la transformación del mundo es el mandamiento nuevo de la caridad
(cf. GS 38): el amor humano, frágil a causa del pecado, es sanado, integrado,
liberado por el amor de Dios, dado y recibido. Este amor, derramado por el
Espíritu en nuestros corazones, refuerza el dinamismo de la apertura y la unión
con los demás, impulsándolos a perseguir su bien con determinación.
La caridad no puede
reducirse a la elección de realizar una serie de acciones benéficas, porque el
amor al prójimo se expresa a un nivel más profundo, es decir, implica una
«epifanía del ser»: la otra persona se revela en su belleza original, preciosa
a los ojos de Dios, como criatura constituida con una dignidad inalienable, más
allá de toda apariencia física o moral, y más allá de toda filiación social o
cultural. Esta epifanía del ser conlleva una dinámica relacional renovada: el
amor dirigido al otro por lo que es en sí mismo nos impulsa a buscar lo mejor
para su vida, es decir, una realización humana plena, un desarrollo humano
integral.
El amor es la mejor
clave interpretativa para leer la Escritura, como afirma el Papa Francisco
en Evangelii gaudium (EG): «La mejor motivación para decidirse
a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas
y leerlo con el corazón» (EG 264). Al mismo tiempo, el amor es la única clave
capaz de descifrar la sociedad: «el Evangelio responde a las necesidades más
profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el
Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno» (EG 265).
El gran mandamiento
del amor orienta a las personas en su compromiso con la construcción de una
civilización inclusiva, en la que no se produzcan «descartes» humanos, porque
hace posible esa amistad social que no permanece indiferente al clamor de los
pobres de la Tierra. El compromiso social de la Iglesia se fundamenta en la
escucha de la palabra de Dios contenida en las Escrituras, porque del amor de
Dios surge el proyecto de una fraternidad humana abierta a todos. Se trata de
fecundar y fermentar la sociedad con el Evangelio. Incluso en la relación con
los no creyentes, la Iglesia está llamada a poner en circulación los valores
humanos y humanizadores que se desprenden del mensaje de redención de Cristo:
«Evangelizar el ámbito social significa infundir en el corazón de los hombres
la carga de significado y de liberación del Evangelio, para promover así una
sociedad a medida del hombre en cuanto que es a medida de Cristo: es construir
una ciudad del hombre más humana porque es más conforme al Reino de Dios» (CDSC
63).
«Paideia» y «Politeia»
cristianas
La experiencia del
contacto del creyente con la Escritura es esencial para desenmascarar la
iniquidad que acecha al corazón humano, así como la injusticia que habita en el
mundo que le rodea.
El último aspecto que
queremos subrayar se refiere a la función pedagógica de la Sagrada Escritura en
su relación con la doctrina social de la Iglesia. Para resaltar esta conexión,
nos ayuda un pasaje de la Segunda Carta a Timoteo, en el que Pablo escribe:
«Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para la enseñanza, la
persuasión, la corrección y la educación en la rectitud, a fin de
que el hombre de Dios esté bien capacitado y equipado para realizar toda obra
buena» (2 Timoteo 3:16-17; la cursiva es nuestra).
Dejemos a los expertos
las perplejidades que suscita este texto en el original griego, del que hay
varias traducciones posibles[4], y centrémonos brevemente en el
sustantivo paideia[5].
En la antigua Grecia,
el término paideia designaba el modelo pedagógico vigente en
Atenas en el siglo V a.C. y se refería no sólo a la escolarización de los
niños, sino también a su desarrollo ético y espiritual. El objetivo era
convertirlos en ciudadanos completos, llevándolos a una integración progresiva y
armoniosa en la sociedad.
Cicerón y Quintiliano
tradujeron la palabra griega paideia con el sustantivo
latino doctrina, para indicar el conjunto de instrucciones útiles
para la «humanización» de los niños, mediante el refinamiento del pensamiento y
la educación en la res pública.
Fue San Agustín quien
tomó este proceso educativo de la cultura grecolatina y lo declinó en la
perspectiva cristiana: del Evangelio surge una paideia/doctrina que,
comparada con las formuladas por el mundo clásico, tiene un valor «definitivo»,
porque está dirigida a perfeccionar al hombre, a curarlo del pecado y a
santificarlo en la gracia.
La paideia cristiana
se descubre entonces como hija y coronación de la antigua paideia:
viene a esbozar un ideal de educación de la persona que inspira un modelo de
comunidad armoniosa y trabajadora, como las abejas en la colmena, y se abre a
la dimensión de la politeia, trazando las líneas de una proyección
social que apunta a la convivencia pacífica, la solidaridad y la cooperación
entre los hombres.
Cuando se habla de la
doctrina social de la Iglesia, hay que pensarla en esta perspectiva pedagógica,
en una línea de continuidad con la paideia/politeia cristiana:
su enseñanza está orientada a restablecer y fortalecer la relación entre Dios y
la persona, entre la persona y la comunidad. Como afirma Pablo, toda la
Escritura es útil para «enseñar, persuadir y corregir», pero su función
educativa es principalmente la de «educar en la rectitud».
La enseñanza y la
difusión de la doctrina social pertenecen de manera esencial al mensaje
cristiano: no es una acción marginal, que se añade secundariamente, como ámbito
de aplicación práctica que sigue a un conjunto de verdades dogmáticas, sino una
acción que se sitúa en el corazón mismo del anuncio del Evangelio, forma parte
del ministerio de la Iglesia, como servicio a la Palabra y al hombre, porque
«el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado»
(GS 22).
Así lo pone de
manifiesto un denso pasaje de la Evangelii gaudium, en el que se
afirma que la comprensión de la dimensión social no puede entenderse como un
añadido al Evangelio, un momento posterior a él según el adagio operari
sequitur esse, sino como su realidad interna, intrínseca: «El kerygma tiene
un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio
tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad» (EG 177).
La falta de atención a
los pobres y la reticencia a expresar una solidaridad tangible con el prójimo
están relacionadas con la dificultad de construir una auténtica relación de
escucha de la palabra de Dios y de diálogo con Dios (cf. EG 187). Es este
principio de correspondencia el que indica la medida de la autenticidad de la
propia relación con Dios en la dedicación que uno es capaz de expresar hacia el
hermano, guiando al creyente en su compromiso activo y sugiriéndole el criterio
por el que hacer sus propias elecciones en el ámbito de la realidad social, la
economía, la política, el medio ambiente, la tecnología, la salud y la
seguridad, los medios de comunicación y la cultura.
1. https://lamoleskinediuncercatoredidio.wordpress.com/tag/gatorade.
2.
Como nos lo recuerda la secuencia de Pascua: Mors
et vita duello conflixere mirando.
3.
Cfr https://www.augustinus.it/latino/dottrina_cristiana/index2.htm
4.
El sustantivo γραφὴ puede
significar un solo verso, un libro o toda la Escritura, mientras que el
adjetivo πᾶσα puede
entenderse en sentido colectivo («todo») o distributivo («cada»). Al faltar el
artículo determinativo, lo más probable es que se entienda aquí en sentido
distributivo («cada pasaje de la Escritura»). Además, como en la época en que
se escribió la Segunda Carta a Timoteo aún no existía una colección de las
Escrituras cristianas, la expresión πᾶσα γραφὴ sólo
se referiría al Antiguo Testamento. El adjetivo θεόπνευστος también
plantea varios interrogantes, porque puede interpretarse en sentido activo
(«respirar lo divino»), en el sentido de que la Escritura está llena del
aliento de Dios, o en sentido pasivo, en el sentido de que la Escritura está
«inspirada por Dios». Sin embargo, el problema de la función gramatical de θεόπνευστος permanece:
¿se utiliza como predicado («toda la Escritura se inspira») o como atributo
(«toda la Escritura es inspirada»)? La mayoría de los exégetas tienden a
interpretar el adjetivo como un predicado, por lo que 2 Tim 3:16
afirmaría que todo pasaje del Antiguo Testamento es inspirado.
5.
En el texto de 2 Tim 3,16 el
acusativo singular παιδείαν es
sostenido por la preposición πρὸς.
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