Fe y Vida | Miguel A. Munárriz/FA
Por un plato de lentejas
Lc
12, 32-48
«No
acumuléis tesoros en la tierra…»
La
cultura de la riqueza nos ha proporcionado un bienestar inimaginable hace tan
solo unos años, pues, al menos en apariencia, la felicidad es la tónica general
entre los ciudadanos de las sociedades opulentas. Vistas desde una sociedad
próspera como la nuestra, las recomendaciones que hoy leemos en el evangelio
parecen muy poco afortunadas, y da la impresión de que Jesús no llegó a
vislumbrar siquiera el potencial que tiene el progreso para llenar la vida y
generar felicidad.
Pero
si escarbamos un poco bajo la superficie, quizá comprobemos que el precio que
estamos pagando por mantener esta prosperidad es desmedido, y ello sin
necesidad de aludir a los grandes problemas globales que nos están abocando al
desastre, sino limitando nuestra reflexión al ámbito personal.
Porque
bajo esa superficie engañosa y aparente, encontramos en primer lugar una
sociedad compleja en extremo que nos abruma; que nos somete a tal cúmulo de
preocupaciones, compromisos y desvelos, que nos impide encontrar el sosiego y
la paz necesarios para plantear la vida en plenitud y vivirla con sentido.
Pero
hay más, porque si seguimos profundizando, caeremos en la cuenta del grado de
alienación que nos produce el dinero y todo lo que se puede comprar con dinero.
No es que la riqueza en sà sea mala, y de hecho hay quien la convierte en
talento para construir el Reino, pero suele ocurrir que no somos nosotros los
que poseemos las riquezas, sino que son las riquezas las que nos poseen a
nosotros. Convertimos asà un talento en una “pasión” que nos esclaviza, que nos
maneja a su antojo y nos transforma en personas “pasivas” a su merced.
En
la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos muestra hasta qué
punto puede endurecerse el corazón de alguien que está poseÃdo por sus
riquezas. Dice la parábola que Epulón, en medio de los tormentos del Hades, le
pide a Abraham que envÃe a Lázaro a visitar a su padre y a sus hermanos para
que se arrepientan y eviten su destino, y Abraham le contesta: «No harán caso,
aunque resucite un muerto».
Finalmente,
y allá en el fondo, descubrimos que la cultura de la riqueza nos enfrenta nada
menos que a nuestra propia esencia, porque el motor de nuestro mundo es la
ambición, y la ambición nos inhabilita para compadecer, para perdonar, para
ayudar, para servir, y nos convierte en personas peligrosas carentes de
humanidad y capaces de cualquier cosa por alcanzar sus objetivos.
Y
la conclusión es que quizá Jesús no andaba tan descaminado; que quizá debamos
preguntarnos si lo que el mundo llama progreso, no es en realidad una tiranÃa
despiadada que nos impide vivir con sentido, nos esclaviza y nos deshumaniza…
Quizá
debamos preguntarnos si no estamos vendiendo la primogenitura por un plato de
lentejas.
Publicado
por Feadulta.com
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