Reflexión | Miguel Ángel Munárriz/FA
La Misión
Mt
5, 13-16
«Alumbre
así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria
a vuestro Padre que está en el cielo»
No
es frecuente plantearse la vida desde la misión, pero eso es lo que nos pide
Jesús. Y la misión no consiste en elucubrar sobre la Palabra, sino en responder
a la Palabra. Tampoco consiste en promover filosofías o teologías que suplanten
a la Palabra, sino en una forma determinada de vivir … Y ¿para qué?... pues
«para que los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre
que está en el cielo». Por tanto, la misión no tiene nada que ver con un
mensaje de palabras, sino en vivir de forma que nuestros actos hagan patente el
amor del Padre.
El
fundamento que soporta al cristiano es Abbá: el padre que nos quiere con locura
y a cuyo amor respondemos amando a los demás (a sus otros hijos). Pero es muy
difícil creer en el amor del Padre cuando lo que habitualmente vemos en el
mundo no es amor, sino injusticia y opresión. Los cristianos hemos visto el
amor de Dios en Jesús, y la misión que Jesús nos pide es que le ayudemos a que
los demás vean ese amor en nuestras buenas obras. «Así como el Padre me envió …
os envío yo a vosotros».
Según
el texto de hoy, la misión a la que Jesús nos invita se concreta en ser luz y
en ser sal; luz para poner de manifiesto ese amor, y sal para darle al mundo su
auténtico sabor.
El
signo de la luz tiene una larga tradición en Israel, y no es extraño que Jesús
lo adopte para definir la misión. La luz no pone nada sobre lo que ya hay, pero
permite ver las cosas mejor y vivir con más sentido… No obstante, la invitación
a ser luz tiene un peligro, y es que caigamos en la pedantería de ir por la
vida creyéndonos luz de los demás. Debemos tener muy claro que esa luz no es
nuestra; que, en todo caso, somos meros portadores de la luz de Dios que hemos
visto reflejada en Jesús.
Todos,
creyentes y no creyentes, tenemos un poco de luz de Dios, y ofreciendo la que
tenemos y recibiendo la que nos dan, podemos caminar por el mundo como hermanos
que se esfuerzan en avanzar sin tropiezos. Ruiz de Galarreta comparaba la vida
cristiana con un cirio que, si no se consume para dar luz, no sirve para nada.
Y ponía de ejemplo a Jesús; cirio encendido que se quemó hasta el último cabo
para iluminar el mundo con la luz de Dios.
El
signo de la sal es mucho más humilde, menos pretencioso, y tan ajustado al
estilo de Jesús, que podemos imaginar que es invento suyo. La sal solo sirve
para añadirse a otros alimentos y resaltar su sabor, y esto tan sencillo, tan
cotidiano, puede ser una excelente parábola de lo que ocurre con Jesús, que es
la sal que da sabor a todo lo que hacemos: a vivir, a trabajar, a descansar, a
triunfar, a fracasar, a estar sano, a estar enfermo, a morir… a todo.
Nuestra
vida tiene sabor en Jesús; nuestra sal; la sal de Dios. Un mundo sin Dios no
tiene sabor… y de ahí la misión que tenemos encomendada: «Vosotros sois la sal
de la Tierra, y si la sal se vuelve insípida ¿con qué se la salará?».
Publicado
por Feadulta.com
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