Signos del Tiempo | Julio Luis MartÃnez (Universidad Pontificia de Comillas)
Des-encuentro
Sea en la forma cruel de las guerras, sea en la
polarización alentada por aquellos que en polÃtica buscan justificar lo
injustificable o en la Iglesia no tienen recato ni disimulo en romper la
comunión, sea en el rechazo de los necesitados de acogida, cuidado y
solidaridad, sea en otras formas que el lector puede añadir, la triste verdad
es que el desencuentro marca el signo de nuestro tiempo. Enfrente se alza el
liderazgo religioso y moral de un Papa empeñado en favorecer una cultura que
recupere el sentido de la existencia humana, dando relieve a relaciones
personales donde estén presentes la gratuidad y el diálogo; a un sentido de
trabajo que dignifique la vida; a unas relaciones sociales que construyan
el nosotros del pueblo y respeten la casa común de
todos, y a unos valores que permitan pasar del bien
estar individualista al buen ser comunitario.
Esa categorÃa del encuentro implica el binomio identidad-relación, con la
salida de uno mismo para dejarse afectar por la presencia del otro.
Francisco comparte su convicción de que en el
encuentro personal con Jesucristo nace una persona nueva, como Jesús le dijo a
Nicodemo. El que se encuentra con el Señor siente la autoridad de sus palabras
y obras naciendo de lo profundo de su ser, siempre liberando y ayudando a
crecer. Benedicto XVI lo expresó de maravilla al decir que no se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por «el encuentro con
una persona, que da un nuevo horizonte de vida y, con ello, una orientación
decisiva».
Ese encuentro real y concreto con el Señor no se da en
aquellas formas de mundanidad de
una fe encerrada en el subjetivismo, o en un «neopelagianismo autorreferencial
y prometeico» en el que una aparente seguridad doctrinal da lugar a un elitismo
sin misericordia. En ambas formas no interesan ni Jesucristo ni los demás,
aunque puedan aderezarse con una retórica cristológica y social. Del auténtico
encuentro brota un dinamismo evangelizador y surge una Iglesia pueblo de Dios
que se realiza en la comunión de la mÃstica del vivir juntos y caminar juntos,
y se expresa en la misericordia, que cura las heridas e incluye a todos,
saliendo a las periferias existenciales.
La cultura del encuentro no es compatible con un
colonialismo de talante imperialista y totalitario que aniquila a los otros ni
con un sincretismo conciliador que reduce la particularidad de cada individuo a
la uniformidad anulando la alteridad y la diversidad. El sÃmbolo geométrico que
mejor representa esa cultura es el poliedro, como expresión de una sociedad
donde las diferencias pueden convivir complementándose, enriqueciéndose e
iluminándose unas a otras. Una sociedad donde de todos se puede aprender algo,
donde nadie es inservible, descartable o prescindible.
Claro que el encuentro se da entre personas
fÃsicamente cercanas. Pero también se puede dar a través de canales virtuales.
Eso sÃ, no basta con estar digitalmente interconectados para que acontezca. Se
precisan escucha paciente, libertad y gratuidad. Es engañosa una comunicación
virtual que tiende a exasperar, exacerbar y polarizar (Fratelli tutti, 15) vaciando de sentido palabras
tan valiosas como unidad, fraternidad, libertad o democracia, o manipulándolas
a través de nuevas formas de colonización cultural o de «movimientos digitales
de odio y destrucción» (FT 43). La cultura del encuentro reclama prácticas de
buen uso de los medios tecnológicos junto al cultivo de la comunicación humana.
En la esfera global, al encuentro lo interpelan las
migraciones, la desigualdad creciente o la ausencia de instituciones de
polÃtica internacional mediadoras del bien común global. En ese sentido, vemos
el daño que producen los «nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y
agresivos» (FT 11), al igual que los falsos «universalismos autoritarios y
abstractos», que terminan «quitando al mundo su variado colorido, su belleza y,
en definitiva, su humanidad» (FT 100). La conversación cÃvica, la búsqueda de
consensos o la amabilidad sà favorecen la amistad social, el perdón y la
artesanÃa de un camino de curación de heridas, firmemente opuestos a la guerra
y al frentismo. La lección que creÃmos haber aprendido de la pandemia —«nos
salvamos todos o no se salva nadie»— realmente no ha sido bien asimilada.
La vertiente social del encuentro desemboca también en
la ecologÃa integral. La creación es la gran casa común donde se desarrolla la
vida humana en toda su extensión y profundidad, desde la civilización de los
pueblos hasta la historia de la salvación. La dignidad trascendente del ser
humano, culmen de la creación, halla en la naturaleza el primer lugar para su
trascendencia. La creación es la manifestación de la bondad de Dios y reflejo
de la belleza del Logos; casa común confiada al ser humano para que «la cultive
y la cuide» (Gn 2,15). Es decir, para que responsablemente haga de ella una
fuente de vida digna para las generaciones presentes y futuras. De ahà se
desprenden varias consecuencias éticas de alta densidad. En primer
lugar, el respeto a las leyes de la naturaleza en la utilización del poder
humano. De lo contrario, la acción humana se torna destructiva y produce caos.
Luego, un cambio de mentalidad en los hábitos de consumo: la creación no
es una «cantera» en la cual se sacian los caprichos humanos, sino un hogar en
el que cada uno tiene su lugar y quehacer. También un nuevo ethos que llama a practicar el poder como
servicio. Además, una «sabidurÃa ecológica» que aúne conocimiento y
espiritualidad, para comprender el lugar del ser humano en el mundo y fomentar
el respeto a su dignidad como parte de él. «Antropocentrismo situado», lo
llama Laudate Deum (2023). Y, por último, la
obligación moral de devolver a los jóvenes la esperanza y la motivación para
que se sientan implicados activamente en la construcción de un mundo mejor.
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