Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Al momento aquel hombre quedó sano
Martes de la 4ª semana de Cuaresma / Juan 5, 1-3. 5-16
Evangelio: Juan 5, 1-3. 5-16
Se celebraba una fiesta de los
judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Hay en Jerusalén, junto a la Puerta
de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda. Esta tiene cinco
soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos.
Estaba también allí un hombre que
llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya
llevaba mucho tiempo, le dice:
«¿Quieres quedar sano?». El enfermo
le contestó:
«Señor, no tengo a nadie que me
meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me
ha adelantado». Jesús le dice:
«Levántate, toma tu camilla y echa
a andar».
Y al momento el hombre quedó sano,
tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano:
«Hoy es sábado, y no se puede
llevar la camilla». Él les contestó:
«El que me ha curado es quien me ha
dicho: Toma tu camilla y echa a andar». Ellos le preguntaron:
«¿Quién es el que te ha dicho que
tomes la camilla y eches a andar?».
Pero el que había quedado sano no
sabía quién era, porque Jesús, a causa del gentío que había en aquel sitio, se
había alejado. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice:
«Mira, has quedado sano; no peques
más, no sea que te ocurra algo peor».
Se marchó aquel hombre y dijo a los
judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por esto los judíos perseguían a
Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.
Comentario
«¿Quieres quedar sano?». La
pregunta podía parecer hasta irónica. ¿Cómo no iba a querer quedar sano? ¿Acaso
no estaba allí precisamente para sanarse? Aquel hombre «llevaba treinta y ocho
años enfermo». Media vida en nuestra época. Casi toda una vida adulta en el
tiempo de Jesús. Este hombre no había nacido enfermo. Haber conocido la salud
hacía de aquella enfermedad una afrenta aún mayor. Los años de salud habían sido
los menos de su vida, pero permanecían en su recuerdo y le dolían. Para colmo,
le parecía que su enfermedad incluso le inhabilitaba para el milagro, porque le
hacía más lento que los demás y no tenía a nadie que le ayudase: «Señor, no
tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando
llego yo, otro se me ha adelantado». Pero Jesús es el agua milagrosa que sale
de su cauce y alcanza a todos los que no llegan a la salvación: «Levántate,
toma tu camilla y echa a andar».
Todos podemos tener la sensación de
ese enfermo con aquellas debilidades que nos superen. Podemos llegar a
desesperar de nosotros mismos al experimentar que nuestras fuerzas no nos
llegan para salvarnos. Pero Jesús es el agua viva que desborda todo límite y
llega hasta el lugar donde esté cada uno, posibilitado la salvación de todos:
«Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacia la estepa y
desembocan en el mar de la Sal. Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán
saneadas. Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente,
tendrá vida; y habrá peces en abundancia. Porque apenas estas aguas hayan
llegado hasta allí, habrán saneado el mar y habrá vida allí donde llegue el
torrente» (Ez 47, 8-9; 1ª L).
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