Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Anda, tu hijo vive
Lunes de la 4ª semana de Cuaresma / Juan 4, 43-54
Evangelio: Juan 4, 43-54
En aquel tiempo, salió Jesús de SamarÃa para Galilea.
Jesús mismo habÃa atestiguado: «Un profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron
bien, porque habÃan visto todo lo que habÃa hecho en Jerusalén durante la
fiesta, pues también ellos habÃan ido a la fiesta.
Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde habÃa
convertido el agua en vino.
HabÃa un funcionario real que tenÃa un hijo enfermo en
Cafarnaún. Oyendo que Jesús habÃa llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le
pedÃa que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose.
Jesús le dijo: «Si no veis signos y prodigios, no
creéis».
El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se
muera mi niño».
Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en
camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole
que su hijo vivÃa. Él les preguntó a qué hora habÃa empezado la mejorÃa. Y le
contestaron: «Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre».
El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en
que Jesús le habÃa dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia. Este
segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
Comentario
En Galilea «lo recibieron bien, porque habÃan visto
todo lo que habÃa hecho». Acogen su llegada por sus milagros. Los prodigios son
un arma de doble filo: por un lado, llaman la atención sobre Jesús, que es
quien tiene el poder; pero, por otro lado, esconden a Jesús cuando ponen el
centro de interés sobre la posibilidad de resolver situaciones. Es necesario
dar un paso del signo al significado, del milagro al misterio de Jesús; de lo
contrario el mismo prodigio que inicia el proceso de fe también lo detiene. Por
eso, Jesús se queja: «si no veis signos y prodigios, no creéis», porque la
gente tiende a detenerse en el prodigio.
Pese a la queja, Jesús cede ante la insistencia del
padre que el suplica el milagro: «Señor, baja antes de que se muera mi niño».
Aquella petición le conmueve. Ese padre preocupado por la muerte del hijo se
parece a la tensión que percibe en el Padre del cielo respecto de su propia
muerte en la cruz. En esa pasión entrañable del Padre del cielo se recogen
todos los sufrimientos de todos los hombres por los hijos. Aquel descenso de
Cristo a la muerte se antepone a todos los sufrimientos —«Señor, baja antes de
que se muera mi niño»— y los llena de esperanza, porque es el «primogénito de
entre los muertos» (Col 1, 18) que hace nacer dentro de la muerte la vida
eterna: «Regocijaos, alegraos por siempre por lo que voy a crear: yo creo a
Jerusalén “alegrÃa”, y a su pueblo, “júbilo”. Me alegraré por Jerusalén y me
regocijaré con mi pueblo, ya no se oirá en ella ni llanto ni gemido; ya no
habrá allà niño que dure pocos dÃas» (Is 65, 18-20; 1ª L).
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