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    miércoles, 3 de febrero de 2010

    ¿Dónde estás, Señor, en el dolor?

    ¿Dónde estás, Señor, en el dolor?
    La confusión que crea en el alma de muchos creyentes la desgracia producida por el terremoto de Haití, puede llevar a conclusiones religiosas equivocadas. El dolor, la angustia, el destrozo, la muerte aparecen en los medios de comunicación en tantos rostros desfigurados. Gritos, oraciones y llantos llegan a nosotros y suben hasta el cielo: ¿cuál es el sentido de todo esto? “¿Por qué lo has permitido, Señor?”, se preguntan muchas personas cristianas.
    Algunos dan una respuesta fácil, demasiado fácil y nos hablan de castigo de Dios. Un día los discípulos mirando a un ciego de nacimiento preguntaron a Jesús: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?» La respuesta de Jesús es categórica: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios.» (Juan 9,2s)
    Es cierto que somos pecadores, pero también es cierto que el terremoto no es un castigo de Dios. Entonces sigue la pregunta: ¿dónde has estado, Señor, en este terremoto? “¿Dónde estás ahora, Señor?”. Parece ser un momento de profundo abandono de la presencia de Dios para los creyentes. Pero de repente miramos otra vez, nos fijamos en otro rostro angustiado, herido, lleno de dolor que nos mira desde debajo de los escombros y en los pasillos de los hospitales. Las personas cristianas están invitadas a contemplar que desde estos ojos nos está mirando el Señor, aquel que fue clavado en una cruz y que estuvo “tan desfigurado que no tenía ni aspecto de hombre, varón de dolores, lleno de llagas” (cf. Isaías 52,14-53,6).
    Los obispos de América Latina reunidos en la V. Conferencia del CELAM en Aparecida nos dicen: “Los cristianos como discípulos y misioneros estamos llamados a contemplar en los rostros sufrientes de nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos: ‘Los rostros sufrientes de los pobres son rostros sufrientes de Cristo’ (Documento de Aparecida 393).
    Las personas que creemos en Jesús debemos mirar ahora en los rostros sufrientes de nuestros hermanos y hermanas de la vecina Haití el rostro de Cristo. No tenemos explicación del sufrimiento, no tenemos excusa o racionalización. Pero tenemos fe. Una fe que nos dice: “Dios está con nosotros”. Y él está ahora y siempre con los que sufren, con los desamparados, con los que gritan al cielo y a la tierra para que les ayuden, más allá de las fronteras. Desde que Dios mismo se ha hecho hombre, ha bajado al último lugar y ha muerto en una cruz, le reconocemos presente en el sufrimiento y el dolor, especialmente en los pobres. Muchos se han escandalizado frente a Cristo crucificado y han dicho con los fariseos que “Dios lo castigó”. Y añadieron: “¡Qué se salve a sí mismo!” (Mt 27,40). Y no fue así, Dios no lo castigó. Los hombres sí lo abandonaron. Es un crimen terrible abandonar al necesitado y decirle que se salve a sí mismo. ¿Cuántas veces los hombres han abandonado a sus prójimos y vecinos? Ahora bien, la historia de Jesús no termina con la muerte. La muerte no pudo vencer al amor y la resurrección confirmó la verdad de Cristo. Y hoy, en presencia del dolor más grande, también confesamos nuestra fe en la resurrección.
    El documento de Aparecida nos invita a contemplar en los rostros sufrientes el rostro de “Cristo que nos llama a servirlo en ellos”. Esto es lo que el Señor nos dice hoy. No hay que pensar en otros argumentos en este momento. Es sencillamente una llamada a servir. A poner todos los medios, toda la fuerza y todo el afán en ayudar a aquellos que sufren, que han perdido en muchos casos todo, y a quienes podemos ayudar para que puedan seguir viviendo. Sólo mirando con amor y actuando con amor podemos encontrar a Jesucristo, que dice de sí mismo que “no ha venido a juzgar, sino a salvar al mundo”. (Juan 12,47). Mirándolo con amor lo encontramos en este momento ya que él es el “rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. (Aparecida 107). Dispongamos nuestras personas y los medios de los cuales disponemos al servicio generoso, pero organizado. Colaboremos para construir un mundo con más fraternidad y solidaridad, porque esto siempre tiene sentido, y donde hay amor, hay esperanza y habrá también vida nueva.

    Martin Lenk, sj y Pablo Mella, sj. Sacerdotes jesuitas. Profesores del Instituto Filosófico Pedro F. Bonó

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