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    lunes, 16 de enero de 2017

    La alimaña de la corrupción

    Las razones del corazón |  Manuel Soler Palá, mssc





    La alimaña de la corrupción  
    Explota algún sonado escándalo relativo a la corrupción en el entorno ciudadano. Los transgresores son denostados y la indignación sube de nivel. El hecho se convierte en la comidilla de los residentes del lugar. Los lamentos y los insultos brotan a granel. De buena gana, alega más de uno, empuñaría un arma para acabar con el delincuente, con quien se burla y aprovecha de sus conciudadanos. Porque el dinero es de todos y ya está bien de tanto ladrón suelto. Las palabras suenan con dureza.
    Si las sociedades gozan de un mínimo de transparencia, y a los periodistas no se les ha cerrado la boca con halagos o amenazas, llega un momento en que la gente se entera de las fechorías cometidas. En los grupos humanos atrapados por la dictadura o el miedo resulta más difícil tomarle el pulso al diario acontecer. Aunque entonces se sospecha —y con razón— al menor indicio. Se piensa que quienes encubren la verdad e imponen recortes a la información algún motivo tendrán.

    La corrupción erosiona la convivencia
    Los problemas de corrupción erosionan lenta e inexorablemente la convivencia democrática. Y refuerzan el refrán aquel tan asimilado por el pueblo, a saber, que la ocasión hace al ladrón. En efecto, basta con aprovechar algunas ventajas que ofrecen determinados cargos privilegiados para atizar el fuego del progreso personal. Las informaciones reservadas, las amistades con los de arriba y las influencias larvadas dan sus frutos. En ocasiones no se requiere hablar ni escribir. Es suficiente con un guiño e incluso con el silencio cómplice
    El hombre público, aparte de sus eventuales valores, diplomas y atractivos, es —al menos— tan débil, como cualquier otro ciudadano. En ocasiones, mucho más, si ha trepado hasta el lugar con mal intencionados objetivos. Aguarda la circunstancia favorable para meter mano al erario público con premeditación y alevosía.
    ¿Tiene remedio esta epidemia que es más bien pandemia? Cabría aplicar curas parciales. Todas juntas acaso atajarían de modo sustancial la gangrena de la corrupción. Urge, pues, obstaculizar los desmanes de los inescrupulosos a base de alentar las plumas de los periodistas, fortalecer la opinión pública y exigir estricta declaración del patrimonio previa la asunción de cualquier cargo que implique poder.   
    Sí, es preciso manifestar a todos los niveles una gran desconfianza hacia el poder. Así como suena. Una sana desconfianza que, por otra parte, no tiene porqué resultar ofensiva.  En efecto, a los gobernantes honrados les tendrán sin cuidado las minuciosas investigaciones sobre sus cuentas corrientes. Más bien les reforzarán la voluntad de no ceder ante la tentación. A los gobernantes dispuestos a pescar en río revuelto sí debe preocuparles que otros pongan las narices en sus asuntos (que no son solo suyos). Pues bien, que se dediquen a trabajar con honradez y rechacen la tentación de apropiarse de lo que él sólo administra.

    Precauciones ante el poder
    Un modo de desconfiar del poder consiste en evitar al máximo la acumulación del mismo. Habría que huir de la acumulación de poder como de una peste, de un virus altamente contagioso. El poder debe ser troceado, limitado y vinculado a otros poderes vecinos a fin de que mutuamente se vigilen.
    Puesto que nadie es capaz de asegurar la honradez de un candidato, preciso es optimizar el control institucional. Lo que un gobernante no haría por honradez ni responsabilidad, oblíguese a hacerlo por temor. Por temor a la cárcel o por temor a la exposición pública de sus vergüenzas corrientes. De sus cuentas corrientes, quiero decir.
    Existen demasiados resquicios por los que las olas de la corrupción pueden llevar al naufragio al político. Por ejemplo, la financiación de los partidos, la tendencia del que manda hacia el favoritismo y el nepotismo, el impulso irrefrenable y libidinoso de mantener el poder al precio que sea, las amistades peligrosas etc. etc.
    Cuando los gestores de la cosa pública olvidan su papel —coordinar los intereses de una sociedad—- se transforman en tenderos de la política. Lo malo del caso es que no se trata sólo de la degeneración de unos individuos con nombre y apellidos. Estos pueden variar, pero lamentablemente el diagnóstico suele mantenerse tozudamente. El mal es más amplio. Muchos componentes de la sociedad se han contaminado ya, han sido mordidos por la alimaña de la corrupción.  
    Sucede que el ciudadano anda escaso de conciencia en cuanto a sus obligaciones. No cuida los vehículos de transporte, ensucia las calles, parquea el carro en el primer lugar que se le ocurre, pone el radio a toda potencia, evade los impuestos, abusa de la seguridad social si le es dado... ¿Qué se puede esperar si a un individuo de tales características asciende un día a subjefe de cualquier departamento?
    El núcleo de la cuestión es que, con mayor frecuencia de la deseable, el individuo se siente más súbdito que ciudadano. Ciudadano es quien comparte responsabilidades. El súbdito se resigna a la irrelevancia, pero a cambio aprovecha todas las ocasiones que se le ponen a tiro para ejercer el fraude en propio beneficio. E incluso se ufana de una tal actitud. Adh 808.

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