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    lunes, 1 de junio de 2020

    Dos males: individualismo e indiferencia

    Vocacionales | P. Osiris Núñez, msc



    Dos males: individualismo e indiferencia

    Cuesta mucho comprender cómo en pleno siglo XXI la individualidad está tan arraigada en la realidad en que vivimos. Y es llamativa esta realidad, pues si tomamos en cuenta el rol que desempeñan los medios de comunicación, donde cada persona es prácticamente un transmisor de eventos en vivo, se supone que debe haber una mayor conciencia del colectivo que formamos todos. En artículos anteriores hemos hablado de la burbuja digital que absorbe a la persona y la hace ajena a los acontecimientos de su entorno.

    Esta individualidad nos lleva a desarrollar una indiferencia feroz ante lo que nos rodea; y solo somos capaces de superar momentáneamente dicha indiferencia cuando alguna realidad se comparte en el mundo de la burbuja digital. A esto le llamamos los famosos episodios que se hacen virales en la web.

    Esto nos lleva a una frialdad en la vivencia de nuestra relación con Dios. Pues la dificultad de descubrir la imagen y presencia de Dios en los más humildes se debe en parte al fuerte individualismo e indiferencia que domina nuestro pensamiento y nuestra manera de interactuar en el mundo. Nuestra percepción de Dios va unida al individuo. El individuo es aquel distinto, en especial el que tiene una diferencia empobrecedora a nuestro juicio; a ese se nos impide, desde nuestra conciencia, considerarlo como lugar de la presencia de Dios y manifestación de su naturaleza y gloria. Y, peor aún, cuando los desposeídos, aquellos marginados que viven en las periferias de la sociedad, son institucionalizados la exclusión es más fácil y efectiva. Es una realidad que está ahí, pero no me conmueve; más bien la acepto como parte de la realidad ordinaria de la sociedad. Y el hecho de que un enfermo no pueda comprar los medicamentos, lo veo como ordinario en la sociedad, porque aquellos no tienen nada y la realidad es así, hasta que un día toca mi realidad.

    Para superar este individualismo e indiferencia no basta simplemente preocuparse por los demás. Se necesita un cambio profundo de conciencia para que cada cual deje de decir “yo” y “los otros”, o “nosotros” en sentido exclusivo y “ellos”, y hablemos de “nosotros” en sentido inclusivo. Cuando somos capaces de pensar, sentir y actuar con la mirada puesta en la unidad de la humanidad, nos resulta evidente el lugar efectivo de Dios entre nosotros.

    La noción de Iglesia como sacramento de unidad de la humanidad, refleja una verdad fundamental del cristianismo: toda forma de concebir a Dios y las correspondientes implicaciones morales son inseparables de la concepción y mediación global que constituyen el origen y criterio de la dignidad e indignidad humanas. La dignidad de los que carecen de ella no es una magnitud separable sin que afecte a la dignidad del resto. Apartar los ojos, los oídos y el pensamiento de los que son más vulnerables no evita la repercusión de todo esto sobre sobre propia dignidad. Simplemente empobrece el sentido y la fuerza de esa dignidad.

    Por eso el mandato de Jesús: “todo lo que desean que los demás hagan con ustedes, háganlo ustedes con ellos” (Mt 7,12). La realización de la justicia y equidad en la persona no se realiza en cuando este alcanza dichas metas, sino cuando la persona se involucra y compromete para que todos puedan alcanzarla juntos. Explicando con un ejemplo sencillo, diríamos: dos personas viven muy cercas, una muy rica y la otra vive en la miseria. Si la persona rica no es capaz de compartir, ayudar a ese pobre que está a su lado, esa persona rica es tan pobre y tiene tan poca dignidad como el que está a su lado, porque no ha sido capaz de superar la barrera del individualismo y la indiferencia que está justo frente a sus ojos. Por eso, el compromiso del cristiano con la realización de los valores del reino, no es personal, sino comunitario. He ahí nuestro compromiso. ADH 844

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