Ecología Integral
| José Arregi
¿En
camino hacia la paz?
Inmóvil y
silencioso en la rama desnuda, un mirlo contempla el paisaje nevado de Aizarna.
Todo emana quietud y armonía. Todo respira en paz.
Pero en
cuanto me asomo a la primera noticia, a la primera página, al primer
pensamiento, se hacen presentes la enorme incertidumbre planetaria del momento,
las amenazas de esta pandemia y de otras peores presentes ya o venideras. Surge
la zozobra, se resquebraja la paz. Y vuelvo a preguntarme sobre el enigma y la
contradicción de nuestra especie humana: ¿Somos capaces de la paz que emana del
fondo de esta mañana de invierno, de la paz que anhela el corazón de cuanto es
y nuestro propio corazón? ¿Será posible la paz en la Tierra dominada por el
Homo Sapiens?
No la paz
sumisa o conformista de la “tranquilidad en el orden” que dice San Agustín en
La ciudad de Dios (libro XXII, cap. 30), si bien hay que decir que por “orden”
entendía Agustín “que cada uno ocupe el lugar justo que le corresponde”. Pero
él amaba el orden del Imperio y su paz, y lamentó su caída, de la que fue
testigo.
Jesús no
amó el Imperio romano ni ningún Imperio. He venido a traer fuego a la tierra, y
¡cómo desearía que ya estuviese ardiendo! ¿Creéis que he venido a traer paz a
la tierra? Pues no, sino división (Lucas 12,49-51). No la paz del Imperio, no
la paz del Pretorio, ni la paz del Templo, ni la paz de la Bolsa: ¿hay algo más
estresado que la Bolsa? ¿Hay algo más estresante y enemigo de la paz que la
especulación financiera, que derroca gobiernos, hunde pueblos, arruina
empresas, desahucia familias? ¡Ojalá ardiera!
La paz que
anhelamos
Anhelamos
la paz del reconocimiento mutuo, del respeto profundo, del cuidado universal.
La paz de la igualdad y de la justicia. No una paz perfecta y sin tensiones ni
sombras, sino una paz en camino, una paz que mira hacia la meta sin pretender
alcanzarla, una paz que yerra y cae –errar y caer es humano– y cada vez tiende
la mano y se deja tomar de la mano, y se levanta y camina de nuevo
humildemente, humanamente, sin desesperar de sí ni condenar al prójimo.
¿Pero es
capaz de esta paz nuestra especie Sapiens? ¿Nuestro cerebro de 1.400 cm3 y
nuestro ADN nos lo permiten? No, no aspiro a la paz del mirlo, por mucho que la
admire. Tal vez su cerebro no le permite ser consciente de su paz y disfrutarla
con la intensidad con que nosotros podemos hacerlo. Pero nuestra ventaja se
trueca en desventaja, la mayor capacidad se vuelve en mayor amenaza.
Tal vez
podemos sentirnos más felices y en paz que un mirlo, pero seguro que un mirlo
nunca se sentirá tan infeliz y angustiado como los humanos ni jamás infligirán
a sus semejantes y al planeta el sufrimiento y el daño que infligimos nosotros
a los demás, al planeta, a nosotros mismos. El pesar por el pasado y la
inquietud del futuro, la insatisfacción con lo que somos y tenemos, el miedo a
perder lo que amamos y el impulso de destruir lo que odiamos, la ambición de
ser más que los otros y la angustia de ser menos, la ira, la envidia… nos
atormentan con un tormento que no parecen experimentar ninguna de las demás
especies animales conocidas. Y miles y miles de años de historia demuestran que
la historia humana no avanza hacia la paz de la especie y de los individuos,
tal vez al contrario… Y no por maldad, sino por error e impotencia.
¿Y entonces
qué? ¿Será que somos una especie tan depredadora que a la larga resulta
inviable en un macro-organismo vivo como es la Tierra, una especie condenada a
la extinción por su propio poder ilimitado en un planeta limitado, una especie
biológicamente malograda, incapaz para gestionar su extremada complejidad en
armonía colectiva e individual? ¿Seremos un ensayo errado de la evolución de la
vida en la Tierra? ¿Cabrá todavía alguna solución que la pueda rescatar del
abismo en que se hunde a un ritmo cada vez más acelerado? ¿Cabrá alguna
solución que no pase por intervenir con suficiente garantía algunos de los
mecanismos fundamentales (desajustes neuronales, desarreglos genéticos…) y
recrear esta especie o crear una nueva?
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