Pentecostés | José Antonio Pagola
Abiertos al Espíritu
No hablan mucho. No se hacen notar. Su presencia
es modesta y callada, pero son «sal de la tierra». Mientras haya en el mundo
mujeres y hombres atentos al Espíritu de Dios será posible seguir esperando.
Ellos son el mejor regalo para una Iglesia amenazada por la mediocridad
espiritual.
Su influencia no proviene de lo que hacen ni de lo
que hablan o escriben, sino de una realidad más honda. Se encuentran retirados
en los monasterios o escondidos en medio de la gente. No destacan por su
actividad y, sin embargo, irradian energía interior allí donde están.
No viven de apariencias. Su vida nace de lo más
hondo de su ser. Viven en armonía consigo mismos, atentos a hacer coincidir su
existencia con la llamada del Espíritu que los habita. Sin que ellos mismos se
den cuenta son sobre la tierra reflejo del Misterio de Dios.
Tienen defectos y limitaciones. No están
inmunizados contra el pecado. Pero no se dejan absorber por los problemas y
conflictos de la vida. Vuelven una y otra vez al fondo de su ser. Se esfuerzan
por vivir en presencia de Dios. Él es el centro y la fuente que unifica sus
deseos, palabras y decisiones.
Basta ponerse en contacto con ellos para tomar
conciencia de la dispersión y agitación que hay dentro de nosotros. Junto a
ellos es fácil percibir la falta de unidad interior, el vacío y la
superficialidad de nuestras vidas. Ellos nos hacen intuir dimensiones que
desconocemos.
Estos hombres y mujeres abiertos al Espíritu son
fuente de luz y de vida. Su influencia es oculta y misteriosa. Establecen con
los demás una relación que nace de Dios. Viven en comunión con personas a las
que jamás han visto. Aman con ternura y compasión a gentes que no conocen. Dios
les hace vivir en unión profunda con la creación entera.
En medio de una sociedad materialista y
superficial, que tanto descalifica y maltrata los valores del espíritu, quiero
hacer memoria de estos hombres y mujeres «espirituales». Ellos nos recuerdan el
anhelo más grande del corazón humano y la Fuente última donde se apaga toda
sed.
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