Reflexiones | Juan Zapatero Ballesteros
El Rosario: "Con flores a porfía"
“Con flores
a porfía, con flores a María”. Era el canto que, llegado el mes de mayo,
resonaba cada tarde, siempre al finalizar la jornada laboral, y de qué manera,
en las iglesias de todas ciudades y pueblos y, cómo no, en las capillas de
todos los seminarios, noviciados, centros de formación religiosa y conventos en
general. Era un mes muy especial, vaya, era el mes dedicado por excelencia a
cantar las alabanzas a la Virgen, figura clave en la vida cristiana en general,
pero de manera muy especial en la de los futuros sacerdotes, religiosos y
religiosas. Era el mes en que los campos rebosaban de vida y de belleza de
manera exuberante, con sus flores por doquier y rosas, muchas rosas que
adornaban todos los parques y jardines; unas rosas algunas que parecían hechas
de terciopelo. Vaya, un mes en el que cantar a María resultaba fácil, muy fácil
y tremendamente gratificante a nivel interior.
No se puede
poner en duda el enorme entusiasmo con que en aquellos momentos se cantaba a
María, porque, no en vano, como rezaba la letra del canto “madre nuestra es”.
¡Qué lástima
que toda aquella fuerza, aquella “porfía” a ver quién cantaba más y con más
vehemencia, etc., no dio como resultado un descubrimiento de María como la
mujer a quien imitar como modelo de persona, de ciudadana, de madre y, sobre
todo, de modelo de “confianza” en el proyecto de Jesús: “Hagan lo que Él les
diga”; a “Jesús por María”.
Posiblemente
era debido, entre otras cosas, a que el sentimiento jugaba un papel excesivo. Y
no es que el sentimiento sea malo; tampoco, por supuesto, cuando lo referimos a
la religión y a la vivencia de la fe o a la expresión de lo espiritual. Sí que
puede convertirse en un obstáculo para conseguir los mejores propósitos, cuando
dicho sentimiento deja de ser un medio o un instrumento para quedar convertido
en un fin en sí mismo: el sentimentalismo. Había demasiada sublimación en
aquellos cantos; había que buscar algo, o alguien para ser más exactos, que
justificara tanta afectividad reprimida o, por lo menos, mal enfocada y peor
proyectada. Y qué mejor que la figura de aquella muchacha de Nazaret, en plena
efervescencia de la vida, que se ofrece para ser la madre de Dios “sin conocer
varón” y, por tanto, consiguiendo que su virginidad quedase “intacta”.
Era, sin
embargo, una muchacha demasiado parecida a la mayoría de las que aparecen
pintadas en cuadros y óleos de los mejores pintores de siempre; a las que
abundan en museos, iglesias y lugares de culto. Y muy poco, en cambio, a las
chicas y jóvenes mujeres que la vida nos acostumbra a mostrar por las calles de
nuestros pueblos y ciudades. Y, si se me permite, nada en absoluto a esas otras
jóvenes y mujeres explotadas, abusadas, violadas, maltratadas, asesinadas y una
suma y sigue de ignominias a cuál más grande y peor. Era la chica ideal,
“purísima doncella”, joven y guapa, tierna, que justificaba con creces todas
las renuncias y más respecto no solo al goce y disfrute legítimo del sexo como
parte integrante de la persona, vivido y compartido con amor; sino incluso a la
relación sexual como condición necesaria en todos los seres pertenecientes a la
especie animal para engendrar una nueva creatura.
Creo que lo
que se ponía en juego muchas veces era una especie de urgencia y de necesidad
de destacar por encima de todo la virginidad física, aunque la “virginidad de
corazón” brillase por su ausencia. O, a lo mejor, se pretendía potenciar las
dos, ¿por qué no?, pero con la intención de salvaguardar la primera por encima
de todo. Una virginidad física, por otro lado, que apareciera como tal a la
vista de todos, aunque a nivel privado pudiera estar mancillada por haberla
transgredido en algún momento o estar transgrediéndola de manera habitual; eso
sí, siempre de manera oculta. Era esa virginidad que concedía una especie de
“estatus” superior socialmente; más aún en un país como el nuestro, en el que,
por entonces, el catolicismo, y la Iglesia en concreto, gozaba de privilegios
suculentos y de reconocimientos excelsos.
¡Qué
oportunidad perdida para haber descubierto a María como verdadero modelo de fe,
no precisamente como cúmulo de verdades, sino como actitud confiada en un
proyecto capaz de llenar de sentido la vida “Dichosa tú, que has creído”. Como
modelo de absoluta confianza en Jesús, respecto al que no tuvo el más mínimo
reparo en cuanto al momento de avanzar su manifestación mesiánica! “Haced lo
que Él os diga”.
Para haber
descubierto, también, el valor del servicio humilde, decidido y generoso como
actitud obligada y necesaria de la fe. “María se encaminó con presura hacia la
montaña a visitar a su prima Isabel que estaba embarazada”.
Una María
creyente en todo momento, confiada y servicial desde la actitud de mujer del
pueblo; no desde una actitud de “virgen”, que más bien ha sido sinónimo durante
siglos, para la mayoría de las personas cristianas, de mujer “selecta y
apartada”, a quien venerar sobre todo y pedirla también intercesión para “poder
sobrellevar” la vida en este “valle de lágrimas”.
Con flores a
porfía, con flores a María, pues, además de madre, es, sin ningún tipo de
dudas, para quienes intentamos vivir el proyecto de su hijo, nuestro mejor
modelo de fe y de confianza, desde su manera de vivir como mujer, como
ciudadana, como creyente (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la
difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
Publicado
por: https://eclesalia.wordpress.com/2021/05/10/con-flores-a-porfia/
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