Vida Cristiana |
Redacción Amigo del Hogar
Eucaristía para la vida cristiana
Según la fe de la Iglesia, la celebración
eucarística es “la fuente y cumbre de la vida cristiana”, nadie se extraña
entonces que desde sus orígenes la Iglesia celebre todos los días, alrededor
del mundo, este sacramento de vida. Dice un teólogo contemporáneo que la Iglesia
ha mostrado muchas infidelidades a través de la historia. Pero ha sido fiel en
seguir el mandato de su Señor: “hagan esto en memoria mía”. La Eucaristía ha
movido hombres y mujeres de todos los tiempos, esa “nube de testigos”, cuyas
vidas han ido entretejiéndose del amor y la entrega desinteresada.
Jesús lleva a su máxima expresión el amor con que el Padre ama al mundo, en la entrega de la propia vida. La entrega de la vida por amor no es inútil, es fecunda
Si la comunidad cristiana no se sentara a la mesa
donde Jesús se hace presente animándola, alimentándola y enviándola, no sería
fiel a su finalidad en el mundo. El sacramento de comunión fortalece lo que es
la Iglesia y lo que está llamada a ser mediante su docilidad al Espíritu del
Señor y su conciencia misionera, esa referencialidad a Cristo que nos ayuda a
superar deseos, intereses y proyectos inadecuados.
El dinamismo salvífico de la eucaristía
Nos hemos fijado siempre en esa doble dimensión
que sustenta el sentido eucarístico de vida para la fe cristiana: fuente y
culmen. Podríamos decir, en primer lugar, que al establecer esos dos polos del
misterio eucarístico, se nos indica el dinamismo de la celebración: no es
estática, no está separada de la vida, no es suficiente celebrar o “cumplir”
con el mandamiento de ir a misa. Darle a la eucaristía un poder fuera del
sentido salvífico para la vida por la presencia trinitaria que nos da vida y
nos sostiene para el anuncio y el testimonio, podría hacernos caer, por
ejemplo, en la magia. No es un momento estático entre el ir y venir, entre la
fe y las obras, no.
Afirmar con el Concilio que la celebración
eucarística es fuente y culmen, revela de inmediato que la comunidad cristiana
llega a celebrar porque vive eucaristizada en el mundo y regresa a los afanes
del diario vivir impulsada y vivificada por el don eucarístico. Podemos afirmar
que el “momento” de la celebración concentra lo que hemos asumido de la
Eucaristía y nos fortalece y configura para eucaristizar la vida. La
celebración no es un paréntesis de la vida cristiana, no es un antes y un
después como encuentro que nos convoca.
El contexto de la celebración eucarística en el
Evangelio es bien sabido por nosotros: Jesús lleva a su máxima expresión el
amor con que el Padre ama al mundo, en la entrega de la propia vida. La entrega
de la vida por amor no es inútil, es fecunda, porque Dios es vida y nos envía
el Espíritu: Señor y dador de vida. Jesús bendice, parte y comparte su propia
vida esa noche significando la totalidad de su entrega que culmina en la Cruz.
Como es fuente y culmen, cada celebración
eucarística da vida a la comunidad y, al mismo tiempo, la inspira para seguir
vivificándose en el modo de vivir y convivir al estilo del Señor, asumiendo su
proyecto. No vamos a cada eucaristía a comenzar de nuevo, nuestra vida
cristiana tiene una continuidad en la que nos vamos transformando para alcanzar
la santidad. Como nuestra situación humana no permite vivir la plenitud de
nuestra realidad mientras pasamos por este mundo, es la eucaristía vivida,
celebrada, comprometida y actuando nuestra esperanza, el momento de actualizar
la intensidad del misterio del amor que nos salva en comunidad, y nos
compromete con el mundo.
La eucaristía, tenemos que insistir, marca el ser
y hacer de la comunidad cristiana, marca su oración y acción en realidad
histórica, porque ella contiene en el devenir de los acontecimientos la semilla
de transformación personal y social, cósmica, hasta el fin del mundo. “Quien
participa de ella recibe el impulso y la fuerza necesaria para vivir como
auténtico cristiano”, apunta el papa Francisco. Celebrar la eucaristía no
significa “llenar el tanque” para seguirnos moviendo, significa fuerza para
mantener potenciado el dinamismo de amor generoso y nutriéndonos de la vida del
Señor para seguir sus huellas.
La comunidad cristiana, al participar en la
celebración, reafirma su sentido de comunidad: sin vida comunitaria no podemos
hablar de Iglesia; se siente convocada para hacer visible en el mundo la
presencia del Señor que sigue salvando por amor: una fraternidad hacia afuera;
celebra su vocación y por medio de las oraciones y acciones litúrgica sigue
vinculada con el mundo, al que está llamada a servir. Toda celebración
eucarística nos dice de una comunidad que es profética y escatológica. Su
profecía anuncia y testimonia -con su fragilidad y humildad- cómo Dios ama y
quiere que sea el mundo; y al mismo tiempo, apunta hacia una esperanza que nos
mueve en cada etapa histórica y nos sostiene hasta la realización definitiva
del plan de Dios.
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