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    lunes, 14 de junio de 2021

    Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?

    Nuestra Fe | Luis González Carvajal

     

    La pregunta por el sufrimiento se dirige a Dios




     

    Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?

     

    Las explicaciones de la redención tuvieron como consecuencia una glorificación tal del dolor que a menudo los «consuelos» que no pocas personas piadosas ofrecen al que sufre se convierten en causa de ateísmo y cólera. Recordemos, por ejemplo, aquel desafortunado abate Boumisien de una novela de Flaubert que dice al Dr. Bovary, roto de dolor por la muerte de su mujer: «Uno tiene que someterse a los decretos de Dios sin murmurar, y hasta darle las gracias»; a lo que Charles Bovary no puede evitar responder: «¡Detesto a su Dios!». A esas personas piadosas se les podría aplicar lo que dice Job a sus amigos: que son unos «médicos matasanos» (13, 4); es decir, unas personas que cuando intentan consolar logran precisamente lo contrario.

     

    No es Dios quien produce el sufrimiento

    Para hablar del sufrimiento correctamente lo primero que necesitamos es no confundir el plano en que se sitúan las ciencias y el plano en que se sitúa la teología.

     

    La patogenia, por ejemplo, es una rama de la medicina que estudia cómo se han producido las enfermedades. Su aspiración consiste, pongamos por caso, en aislar el virus que causa una dolencia determinada. Lo logrará o no lo logrará, pero de una cosa podemos estar seguros: Nunca se le pasará por la cabeza afirmar que es Dios quien hace enfermar a nadie. He aquí una primera lección que nunca deberíamos olvidar: Hay muchos creyentes que todavía no saben distinguir el plano de la Causa Primera de todo cuanto existe (Dios) y el plano de las causas segundas que producen cada fenómeno particular. Como resultado de esa confusión piensan que Dios origina las enfermedades igual que si fuera un microbio maligno. El Microbio por excelencia. Y, como tampoco saben hacer esa distinción por lo que al tratamiento de la enfermedad se refiere, convierten a Dios en el más eficaz de los antibióticos. Algo parecido podríamos decir con respecto a los terremotos. En el siglo XX a ningún sismólogo se le ocurrirá afirmar que Dios decidió una mañana sacudir la tierra; pero todavía se atreven a afirmarlo algunos creyentes poco ilustrados provocando en quienes les escuchan agresividad hacia ese Dios sádico. «Semejante "dios" -dice Fourez- sería un verdadero neurótico y lo mejor que podría hacerse por él es recomendarle un bien psicoanalista».

     

    Naturalmente, no negamos que si Dios quisiera podría intervenir en el mundo al margen de las causas segundas, bien para producir un mal, bien para acabar con él. Eso es lo que llamamos un milagro. Pero ya veremos más adelante que Dios no tiene costumbre de actuar así (y, desde luego, mucho menos todavía si en vez de milagros se tratara de «antimilagros», es decir, de originar males). Mucho cuidado, pues, con expresiones del tipo de «Dios hace sufrir a los que ama» o la más popular de «Dios aprieta, pero no ahoga» (siempre me pareció bien que no ahogara, pero nunca pude entender por qué razón tenía que apretar).

     

    Planteando el problema...

    A nosotros no nos interesa ahora saber cómo se producen los diversos males. Esa tarea -una vez que hemos aclarado que Dios no interviene en ella para nada- se la dejamos a los científicos. Nuestra preocupación, como teólogos, es otra: ¿Por qué existe el sufrimiento?; ¿qué sentido tiene? Esta pregunta sí que afecta a Dios. Y, de hecho, haciéndose esa pregunta, muchos se han alejado de Él e incluso han negado su existencia. Recordemos algunos testimonios clásicos:

     

    En «Los Hermanos Karamazov», de Dostoyevski, Iván -después de contar a su hermano Alíoscha una espeluznante escena: Un niño de ocho años devorado por una jauría de perros en presencia de su madre como castigo por haber lesionado, jugando, al lebrel favorito de un general- dice «si el sufrimiento de los inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete. Y cualquier hombre honrado tendría que hacer eso mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha, pero le devuelvo con el mayor respeto ni¡ billete».

     

    Más profundo es el célebre dilema de Epicuro sobre el que tendremos que volver después, cuando estemos en condiciones de darle una respuesta: «O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces es impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como en otro no sería Dios». Recordemos, por último, la boutade de Stendhal que a Nietzsche le parecía suficientemente ingeniosa como para justificar, ella sola, toda la existencia del novelista francés: «La única excusa de Dios es que no existe».

     

    Tomado de: Esta es nuestra Fe, Teología para universitarios, de Luis González-Carvajal Santabárbara.


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