Nuestra Fe | Luis González Carvajal
La pregunta por el sufrimiento se dirige a
Dios
Oye, Dios, ¿por qué sufrimos?
Las explicaciones de la redención tuvieron como
consecuencia una glorificación tal del dolor que a menudo los «consuelos» que
no pocas personas piadosas ofrecen al que sufre se convierten en causa de
ateísmo y cólera. Recordemos, por ejemplo, aquel desafortunado abate Boumisien
de una novela de Flaubert que dice al Dr. Bovary, roto de dolor por la muerte
de su mujer: «Uno tiene que someterse a los decretos de Dios sin murmurar, y
hasta darle las gracias»; a lo que Charles Bovary no puede evitar responder: «¡Detesto
a su Dios!». A esas personas piadosas se les podría aplicar lo que dice Job a
sus amigos: que son unos «médicos matasanos» (13, 4); es decir, unas personas
que cuando intentan consolar logran precisamente lo contrario.
No es Dios quien produce el sufrimiento
Para hablar del sufrimiento correctamente lo
primero que necesitamos es no confundir el plano en que se sitúan las ciencias
y el plano en que se sitúa la teología.
La patogenia, por ejemplo, es una rama de la
medicina que estudia cómo se han producido las enfermedades. Su aspiración
consiste, pongamos por caso, en aislar el virus que causa una dolencia
determinada. Lo logrará o no lo logrará, pero de una cosa podemos estar
seguros: Nunca se le pasará por la cabeza afirmar que es Dios quien hace
enfermar a nadie. He aquí una primera lección que nunca deberíamos olvidar: Hay
muchos creyentes que todavía no saben distinguir el plano de la Causa Primera
de todo cuanto existe (Dios) y el plano de las causas segundas que producen
cada fenómeno particular. Como resultado de esa confusión piensan que Dios
origina las enfermedades igual que si fuera un microbio maligno. El Microbio
por excelencia. Y, como tampoco saben hacer esa distinción por lo que al
tratamiento de la enfermedad se refiere, convierten a Dios en el más eficaz de
los antibióticos. Algo parecido podríamos decir con respecto a los terremotos.
En el siglo XX a ningún sismólogo se le ocurrirá afirmar que Dios decidió una
mañana sacudir la tierra; pero todavía se atreven a afirmarlo algunos creyentes
poco ilustrados provocando en quienes les escuchan agresividad hacia ese Dios
sádico. «Semejante "dios" -dice Fourez- sería un verdadero neurótico
y lo mejor que podría hacerse por él es recomendarle un bien psicoanalista».
Naturalmente, no negamos que si Dios quisiera
podría intervenir en el mundo al margen de las causas segundas, bien para
producir un mal, bien para acabar con él. Eso es lo que llamamos un milagro.
Pero ya veremos más adelante que Dios no tiene costumbre de actuar así (y, desde
luego, mucho menos todavía si en vez de milagros se tratara de «antimilagros»,
es decir, de originar males). Mucho cuidado, pues, con expresiones del tipo de
«Dios hace sufrir a los que ama» o la más popular de «Dios aprieta, pero no
ahoga» (siempre me pareció bien que no ahogara, pero nunca pude entender por
qué razón tenía que apretar).
Planteando el problema...
A nosotros no nos interesa ahora saber cómo se
producen los diversos males. Esa tarea -una vez que hemos aclarado que Dios no
interviene en ella para nada- se la dejamos a los científicos. Nuestra
preocupación, como teólogos, es otra: ¿Por qué existe el sufrimiento?; ¿qué
sentido tiene? Esta pregunta sí que afecta a Dios. Y, de hecho, haciéndose esa
pregunta, muchos se han alejado de Él e incluso han negado su existencia.
Recordemos algunos testimonios clásicos:
En «Los Hermanos Karamazov», de Dostoyevski, Iván
-después de contar a su hermano Alíoscha una espeluznante escena: Un niño de
ocho años devorado por una jauría de perros en presencia de su madre como
castigo por haber lesionado, jugando, al lebrel favorito de un general- dice
«si el sufrimiento de los inocentes es necesario para alcanzar la eterna
armonía, demasiado cara han tasado esa armonía; no tenemos dinero bastante en
el bolsillo para pagar la entrada. Así que me apresuro a devolver mi billete. Y
cualquier hombre honrado tendría que hacer eso mismo cuanto antes. No es que no
acepte a Dios, Alíoscha, pero le devuelvo con el mayor respeto ni¡ billete».
Más profundo es el célebre dilema de Epicuro sobre
el que tendremos que volver después, cuando estemos en condiciones de darle una
respuesta: «O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y entonces es
impotente; o puede y no quiere, y entonces es malo; pero tanto en un caso como
en otro no sería Dios». Recordemos, por último, la boutade de Stendhal que a
Nietzsche le parecía suficientemente ingeniosa como para justificar, ella sola,
toda la existencia del novelista francés: «La única excusa de Dios es que no
existe».
Tomado de: Esta es nuestra Fe, Teología para
universitarios, de Luis González-Carvajal Santabárbara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...