Comentario | José Luis Sicre
¿Quién es este? ¿Quiénes
somos nosotros?
Si en la liturgia se leyera el evangelio de Marcos tal
como lo escribió su autor, no a saltos, trompicones y omisiones, habríamos
advertido que la popularidad creciente de Jesús suscita tres reacciones muy
distintas: desconfianza por parte de su familia, rechazo por parte de los
escribas, aceptación por parte de su nueva familia («estos son mis hermanos,
mis hermanas y mi madre»). A esa nueva familia, Jesús la instruye en el
capítulo de las parábolas (de las que sólo leímos dos el domingo pasado) e,
inmediatamente después, la salva.
El episodio de hoy supone un gran paso adelante en la
revelación de Jesús. Al principio, cuando la gente lo oye hablar y actuar en la
sinagoga de Cafarnaúm, se pregunta asombrada: «¿Qué es esto?» (Mc 1,27). Más
tarde, cuando cura al paralítico, exclama: «Nunca hemos visto nada igual» (Mc
2,12). Ahora, tras manifestar su poder sobre la naturaleza, calmando la
tempestad, los discípulos se preguntan: «¿Quién es este?»
El mar como símbolo de las fuerzas caóticas (Job
38,1.8-11)
En el mito mesopotámico de la creación (Enuma elish)
el dios Marduk debe luchar contra la diosa Tiamat, que representa el mar, para
poder crear el universo. El mar simboliza el peligro, la amenaza a la vida. (En
términos modernos, el tsunami que devora y destruye la tierra firme.)
La primera lectura, tomada del libro de Job, recoge
este tema, despojándolo de sus connotaciones politeístas. El mar no es una
diosa, es una fuerza caótica que amenaza con cubrirlo todo. El Señor no le
machaca el cráneo ni la descuartiza, como hace Marduk con Tiamat; se limita a
encerrarlo con doble puerta, a fijarle un confín en el que «se romperá el
orgullo de tus olas».
El peligro del mar (Salmo 106)
El mar no es sólo una amenaza para la tierra firme, lo
es también cuando se intenta cruzarlo en una pequeña nave como las antiguas. En
el momento más inesperado se oscurece el cielo, estalla la tormenta, la nave
sube y baja al ritmo frenético del oleaje. Sólo cabe la posibilidad de
encomendarse a Dios. Esta es la experiencia que recoge el fragmento del Salmo
106, al que quizá mucha gente no preste atención, pero esencial para entender
el evangelio de hoy.
Jesús, los discípulos y el mar (Mc 4,35-41)
El pasaje del evangelio podemos dividirlo en cinco
partes: 1) introducción: Jesús y los discípulos se embarcan hacia la otra
orilla; 2) la tormenta: reacción opuesta de Jesús, que duerme, y de los
discípulos, que lo despiertan asustados; 3) Jesús calma la tormenta; 4)
Palabras de Jesús a los discípulos; 5) reacción final de éstos.
Tres de estas partes tienen especial relación con los textos de Job y el Salmo.
La segunda (la tormenta) recuerda la situación de
grave peligro descrita en el Salmo. Pero, en este caso, los discípulos no se
encomiendan a Dios, acuden a Jesús; no creen que pueda resolver el problema,
simplemente les asombra que duerma tan tranquilo mientras están a punto de
hundirse.
La tercera, en cambio, recuerda la lectura de Job, no
por el tono poético, sino por el poder y la autoridad suprema que Jesús
manifiesta sobre el mar, semejante a la de Dios en el Antiguo Testamento.
La quinta, que habla de la reacción de los discípulos,
recuerda la reacción de los navegantes en el Salmo, pero con un cambio
fundamental: los marineros del salmo se llenan de alegría y dan gracias a Dios,
los discípulos sienten gran miedo y se preguntan quién es Jesús. Curiosamente,
Marcos no ha dicho que los discípulos tuvieran miedo durante la tormenta, pero
ahora sí lo tienen; es el miedo que provoca el contacto con el misterio.
Prescindiendo de la introducción, la parte que queda
sin paralelo es la cuarta, las palabras de Jesús a los discípulos, que les
interroga sobre su miedo y su fe. Estas dos preguntas son esenciales en el
relato. De hecho, el pasaje dice al lector dos cosas: 1) el poder de Jesús es
semejante al que se atribuye a Dios en el Antiguo Testamento; poder para
dominar el mar y poder para salvar. 2) Al escuchar la lectura, el cristiano
debe reconocer que sus miedos son muchos y su fe poca. Conocer a Jesús no es
saberse de memoria unas fórmulas de antiguos concilios. El evangelio debe
sorprendernos día a día y hacer que nos preguntemos quién es Jesús.
Desde antiguo se valoró el aspecto simbólico del relato:
la nave de la iglesia, sometida a todo tipo de tormentas, es salvada por Jesús.
Un aspecto que también podemos valorar a nivel individual.
¿Quiénes somos nosotros? (2 Corintios 5,14-17)
Aunque, en el Tiempo Ordinario, la segunda lectura
carece generalmente de relación con las otras, el fragmento de hoy podemos
verlo como un complemento al evangelio de Marcos.
«¿Quién es este?», se preguntan los discípulos,
sorprendidos por su poder sobre el viento y el mar. La respuesta de Pablo sobre
quién es Jesús no se basa en el poder sino en la debilidad: «el que murió por
nosotros». Pero esta aparente debilidad tiene un enorme poder transformador:
convierte a los cristianos en criaturas nuevas. Ya no deben vivir para ellos
mismos, «sino para quien murió y resucitó por ellos.»
Vivir para Cristo es la mejor síntesis de lo que fue
la vida de Pablo después de su conversión. Viajes continuos, peligros de
muerte, fundación de comunidades, persecuciones de todo tipo, prisiones,
redacción de cartas… todo estaba motivado por el deseo de servir a Cristo y
vivir para él. Un buen espejo en el que mirarnos.
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