Espiritualidad | Jesús Martínez Gordo/Atrio
Por qué me importa si Dios existe, 2
Por qué me importa, como deísta, la existencia de Dios
Ahora me corresponde argumentar por qué he
convertido el hecho de haber nacido católico en un “deísmo racionalmente
consistente”.
Lo he convertido porque entiendo que lo que digo
cuando digo “Dios” es la unidad de regularidad y sorpresa o permanente novedad
que se transparenta y es perceptible a partir de las pruebas o evidencias científicas
que se vienen alcanzando en la astrofísica contemporánea estos últimos tiempos
[1]. Y con la astrofísica, también en la protobiología o biología moderna, así
como en la antropología ocupada en fijar las diferencias existentes entre el
ser humano por comparación con el animal. Pero no me es posible hablar de estos
dos últimos saberes científico-positivos sin pasarme de las páginas asignadas.
Por tanto, me limito a reseñar dos constataciones,
referidas a la astrofísica, en las que es perceptible esta conjunción de
permanente sorpresa o novedad y, a la vez, de regularidad o legiformidad; por
cierto, unión o conjunción a la que los deístas también nos referimos cuando
decimos “misterio” o “Dios” o, si se prefiere, el “misterio de Dios”; por más
que el concepto de misterio, en cuanto tal, no gustara nada a Baruch Spinoza
(1632-1677), el padre del deísmo moderno. Supongo que porque, en aquel tiempo,
era el refugio de la irracionalidad, de la vagancia intelectual y de muchos
fundamentalismos, no el concepto que permitía reconocer la existencia,
racionalmente consistente, de una sorprendente conjunción de novedad y
regularidad.
Son muchas las pruebas astrofísicas que se hacen
cargo, en primer lugar, de la existencia de una permanente novedad y sorpresa,
perceptible en un cosmos que se encuentra, desde el Big Bang, en constante e
imparable expansión.
Pero tampoco faltan, en segundo lugar, las que
comprueban la existencia de regularidad o legiformidad. Por ejemplo, los
espectroscopios permiten detectar fotones emitidos por átomos de hierro
provenientes de una galaxia lejana. A éstos, los podemos llamar fotones
“viejos”. Son perceptibles en nuestros días porque llevan viajando, por decirlo
de alguna manera, desde hace 15.000 millones de años, es decir, desde el
momento en que se produjo el Big Bang. Pero, por otro lado, en un laboratorio
podemos comprobar las propiedades de los fotones que emite un arco eléctrico
con electrodos de hierro. A estos los podemos llamar “jóvenes”. Pues bien,
comparando las propiedades de los fotones “viejos” y las de los “jóvenes” se
constata que su fuerza electromagnética no ha cambiado en el tiempo que media
entre la aparición de ambas clases de partículas. Además, analizando sus
núcleos, se comprueba igualmente que “la fuerza de gravedad y la fuerza débil
no han sufrido modificación alguna desde el período en que el universo estaba a
diez mil millones de grados, es decir, hace quince mil millones de años”.
Cuando, como deísta que soy, digo “Dios” me
refiero a la existencia de lo que se transparenta en esta conjunción de
permanente sorpresa y regularidad; una unidad, cuya existencia constato en las
pruebas o evidencias de la astrofísica y, a la vez, cuya racionalidad se me
escapa (porque no soy capaz de verterla en discurso lógico-matemático con
comprobación empírica). Pero está ahí, existiendo como “Algo” o como “Alguien”.
Pero no solo eso. Cuando digo “Dios” también me
refiero a lo que, según diferentes hipótesis, explicaría la existencia misma
del cosmos a partir del Big Bang (y, por tanto, su no eternidad o su no
autocontención o su no infinitud). En concreto, a lo que explica la existencia,
según diferentes hipótesis, de “un caldo de materia informe” a una temperatura
de miles de millones de grados que, una vez explotado (o, mejor, explosionado),
comenzó a expandirse en todas las direcciones, alejándose sus puntos, unos de
otros, de manera uniforme. O, de una “crema espesa de partículas elementales”
o, quizá, de una “espuma caótica de espacio-tiempo” con “una densidad
energéticamente alta” u otras caracterizaciones. Eso que está en el origen de estas
hipótesis es lo que, con un lenguaje, más racional y filosófico, se explica
como la existencia de una Causa incausada y eficiente, esto es, lo que, como
deísta, digo cuando digo Dios.
Con la astrofísica pasa algo parecido a lo que
sucede entre el artista y su obra: que en esta última se transparenta la
existencia de su autor, sin llegar a confundirse con ella, y, por tanto,
sabiendo algo del creador, aunque no todo. Nosotros conocemos la existencia de
A. Gaudí gracias a la Sagrada familia o de la de W. Shakespeare en Hamlet
porque entre el autor y la obra existe una unidad que, en el caso, de la
astrofísica, se transparenta y constata como conjunción de novedad, sorpresa,
salto cualitativo y, a la vez, de regularidad, universalidad o legiformidad.
A esto me refiero cuando digo “Dios existe”: ese
“Algo” o “Alguien” que, transparentándose en la realidad cósmica, biológica,
antropológica e histórica, es perceptible como Unidad, Inteligencia, Poder,
Orden o Amor sin confundirse ni reducirse a materia o aleatoriedad. Y se hace
perceptible como existente por sí mismo, independientemente de su obra. Esto es
lo que digo cuando digo “Dios”. Conocemos su existencia, pero nunca podríamos
demostrarla como si fuera un objeto más, como si fuera una fruta, una barra de
pan, un animal, una isla, un continente o un fotón. La obra no es el autor.
Y a esto también me refiero cuando hablo -como he
indicado- de la existencia de Dios como un misterio: constatación,
desmarcándome de B. Spinoza, de la existencia de tales conjunciones y
articulaciones, tan sorprendentes como provocadoras; no como el refugio de los
intelectuales vagos y ociosos.
A mí, esto no me deja indiferente: puedo percibir,
de manera racionalmente consistente, la existencia de lo que digo cuando digo
“Dios” como sorprendente Unidad en sus transparencias, señales, murmullos o
anticipaciones, en este caso, astrofísicas. Y disfrutar de ellas.
Pero, como he adelantado, otro tanto se puede
decir de la protobiología cuando constata la existencia de “saltos
cualitativos” de la materia a la vida y de la vida elemental a la vegetal y
animal y de ésta a la humana, en términos de vida teleológica, autoconsciente y
reproductiva. Y lo mismo de una antropología atenta, entre otros datos, a la
singularidad “ex -céntrica” del ser humano por relación a la condición
instintual de los animales.
Publicado por Atrio
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