A Debate | Anna Seguí ocd/RD
"No
reconocer y aceptar la llamada vocacional de las mujeres al sacerdocio es un
pecado contra el Espíritu Santo"
"Las rejas
no fueron iniciativa de las monjas, sino una imposición de la jerarquía
eclesiástica"
Introducción
Hermanos y
hermanas: En primer lugar, deciros un amplio gracias, por vuestra invitación y
confianza puesta en mí. Creedme, he aceptado porque yo, esta confianza, la
tengo también puesta en vosotros, me siento parte integrante del grupo, en
comunión, comunicación y oración plena con todos.
El tema que se me ha pedido, Mujer y Evangelio, me ha sido de mucho agrado, porque vivo de lleno una vida para el Evangelio, como el mejor modo de vivir y de ser mujer. Como puedo, y puedo poco, intento hacer de Jesús el centro de mi vida y todo lo vivo referido a Él. Su humanidad alienta la mía, su modo de “pasar haciendo el bien” (Hch 10,38) da sentido a mi hacer y proceder, su libertad, mi libertad, su amor, mi amor, su perdón, mi reconciliación y fiesta. Al fin, como dice Juan de la Cruz. “Amada en el Amado transformada”. Dios nos lleva en un proceso transformador hasta el fin.
No podré dejar
de reflejar que, como mujer adherida a Jesús y de Iglesia, muchas cosas las
vivo en conflicto. El sí a Jesús, ser y hacer Iglesia, son realidades
claras en mí, pero la controversia con el sistema eclesial también es patente y
no pocas veces disidente, no soy una ortodoxa. Pero miro a Jesús y me descansa
ver que Él tampoco fue un ortodoxo, también mantuvo una actitud controvertida
ante el poder del sanedrín y las autoridades judías, chocó frontalmente con lo
establecido y le valió la muerte en cruz. Sigo a Jesús porque su vida me
convence, porque abrió un camino de libertad, amor y confianza que me pone
seguridad. Porque me ha sostenido en mis muertes y me ha resucitado. Por esto y
mucho más, yo quiero ser testigo de Jesús, viviendo con Él y con los hermanos
una vida para el Evangelio. Y con este preámbulo comienzo el tema.
Mujer y
Evangelio
Creo que estas
dos realidades – Mujer y Evangelio – están profundamente conectadas, porque, si
hay alguien que no abandonó nunca a Jesús fueron las mujeres. Ellas, desde el nacimiento hasta la
cruz y resurrección, son las que intuyeron con más agudeza la novedad de vida
que Él ofrecía. Junto a Jesús se sintieron acogidas, curadas, perdonadas,
amadas, interpeladas, hasta hacerse seguidoras incondicionales de un hombre que
no las condenaba ni las discriminaba, a su lado se hallaron amadas, respetadas
y favorecidas por Él.
Pero no quiero
incidir mucho en lo de “la mujer”, prefiero englobar el término humanidad,
junto con seguidores y seguidoras de Jesús, como inclusión de todos y todas,
porque en Jesús, todos y todas, recibimos la plena justicia del Reino. La
exclusión no viene por Él, sino de los varones del sistema patriarcal que, más
que atender al Evangelio, comienzan a mirar más los intereses de poder, dominio
y control, que la posibilidad de expansión del Reino por medio de las mujeres.
Cuando
comienza la institucionalización de la Iglesia, para los hombres pronto se hace
intolerable que la mujer tenga la misma posibilidad de palabra, puesto y acción
que ellos. Así, durante
el siglo segundo, se inicia una nueva discriminación y exclusión. Hay una frase
concreta en 1Co 14,34 que dice: “Las mujeres deben guardar silencio en las
reuniones de la iglesia, porque no les está permitido hablar. Deben estar
sometidas a sus esposos, como manda la ley de Dios. Si quieren saber algo,
que se lo pregunten a ellos en casa, porque no está bien que una mujer hable en
las reuniones de la iglesia”. Esto es determinante para ver lo pronto que la
mujer queda excluida del sistema que se iba formando. Aunque los expertos dicen
que esta frase no es de Pablo, sino una interpolación tardía de los
“paulinistas”, para reforzar sus teorías patriarcales con la autoridad del
apóstol. Pablo se valió de las mujeres para crear comunidades, lo hacía con
amplia libertad, no las excluye. Aunque también fue cediendo a causa de los conflictos
que empezaba a causar el protagonismo femenino.
Añado también
que no debemos medir el seguimiento y los servicios en la comunidad
eclesial desde el sexo, hombre o mujer, sino desde la disponibilidad a ejercer
los diferentes carismas que el Espíritu Santo inspira en las personas, sea
hombre o mujer, para el servicio. Lo importante es la atención a las gentes
e implantar la verdad, bondad y belleza de una vida para el Evangelio. Lo
decisivo es que todos puedan conocer a Jesús y la vida que nos ofrece. “Ya no
tiene importancia el ser judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer;
porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno solo” (Gal 3,28). Hombre y mujer
somos humanidad de Cristo. Y llevamos siglos y milenios, sometidas las mujeres
a esta discriminación mantenida por las leyes y jerarquía eclesiástica. Esto no
es de Jesús, no del Evangelio, no es de Dios. Ser humanidad nueva, es fomentar
la integración de todos, no ser excluyentes. La vida del Reino que Jesús ha
venido a implantar es misericordia y justicia Dios.
Hemos de tener
la valentía de eliminar toda forma de dominación sobre las demás personas. Sobre
las mujeres en la Iglesia, esto es una tarea que la jerarquía eclesiástica debe
afrontar con inmediatez. Y ya no lo vamos a callar. Es un pecado que todavía no
han reconocido. Las mujeres deben, como los hombres, no solo ocupar
puestos de responsabilidad, sino también acceder a la posibilidad de diaconado
y presbiterado, ya que se ha demostrado que no hay razones teológicas para no
ejercer este servicio, como uno más dentro de la Iglesia.
En la sociedad
del tiempo de Jesús, la mujer era
un ser relegado a la custodia de los padres y, una vez casada, quedaba sometida
al marido. La vida pública no les estaba permitida y su sometimiento estaba
reglado hasta en la forma de vestir. Era obligatorio el velo en la cabeza y la
cara cubierta para no ser vista. A los doce años era considerada mayor y
casadera. El marido podía tener otras mujeres y pedir el divorcio, ella era
mujer de un solo marido y sin derecho a pedir divorcio. Si no tenía hijos, el
marido podía divorciarse y tomar otra mujer. Según la Ley, todo judío tenía que
subir a Jerusalén, para las mujeres no era necesario. Los evangelios relatan
que Jesús subió a Jerusalén acompañado por las mujeres y discípulos varones
juntos. Los niños aprendían a leer la Torá, las niñas no.
En el Templo
había un lugar reservado solo para las mujeres y solo escuchaban la liturgia
sin participación. Y para colmo, estaban etiquetadas de chismosas y mentirosas.
Sin embargo, Jesús no hizo caso de estas normas y se dejó acompañar por las
mujeres. Su relación con ellas fue de abierta naturalidad, dialogaba con ellas,
las curaba, las perdonaba, entraba en sus casas a hospedarse. Recriminó a los
hombres su actitud sobre al divorcio y dejó claro que el peor adulterio es la
perversión del corazón. Todas estas cosas ponían a las autoridades judías y
hombres de la ley en guardia contra Jesús por su atrevimiento y por cuestionar
las tradiciones y leyes.
Es muy
significativa la amistad de Jesús con María Magdalena. Su relación con ella refleja un
particular afecto, delicadeza y finura de trato. Ella será la que inicie la
vida nueva del Jesús resucitado. Mientras los discípulos huyeron tras el
arresto por miedo a los judíos, las mujeres siguieron los acontecimientos de
cerca, no le dejaron solo. El amor hace capaz a las mujeres de permanecer al
pie de la cruz. El amor las tiene en vilo para ir temprano al sepulcro y
hallarlo vacío. Surge el espanto, ¿qué han hecho con el cuerpo?, ¿dónde lo han
puesto? A la entrada del sepulcro hay oscuridad, vacío y desconcierto. María
llora, busca y espera. Cuando cree ver al hortelano le pregunta si se lo ha
llevado él. Jesús la llama: “¡María!”, ella se llena de asombro, le reconoce y
exclama: “¡Rabboni!, Maestro”.
A los pies del
Resucitado lo quiere apresar, pero Jesús le dice: “Suéltame”, para poder ser el
amor humano-divino, para que el amor dilate lo poco que has alcanzado y
vislumbrado de mí. Las migajas que has saboreado quieren ser pan que abastece
la necesidad. “Suéltame”, para que puedas contemplar a Dios y puedas así
transformar el mundo conmigo. No huyas del mundo, no le temas, no me busques
fuera de él. Yo vivo inmerso en él, yo amo este mundo, yo he venido por amor a
redimirlo, hállame en él, lo harás cuando me halles en ti y en los hermanos,
cuando aprendas a hallarme en todo.
Llamar Jesús
por su nombre a una mujer es darle identidad, dignidad, reconocimiento. Y en la
pronunciación del nombre, la humanidad entera queda llamada a reconocer a su
Señor, cada uno adivina y oye su nombre porque, en el nombre de “María” está
inscrito nuestro nombre, los nombres de toda la humanidad. Los hijos e hijas de
Dios hemos sido llamados a hacer expansivo el mensaje de la salvación hasta los
confines de la tierra. Ha nacido la misión. Hemos visto al Resucitado y hemos
creído en Él. No se trata de un tocar y palpar físicamente. La vida de fe tiene
ojos interiores, otra mirada, otra luz, otra manera de ver y entender. El
Resucitado es la vida nueva que todo lo ilumina. Todo va a ser diferente, la
humanidad irá de liberación en liberación, una libertad imparable que a todos
pone alas.
La fe de la
Iglesia nace del Jesús resucitado que se ha aparecido a sus discípulos. La fe en el Resucitado es afirmación
de nuestra propia resurrección. Hemos resucitado con Él, la fosa ha quedado
vacía para siempre, Jesús nos ha sacado de nuestros sepulcros de muerte, por
delante es la luz del Resucitado. Ya nadie va a morir. Somos los hijos e hijas
de la Luz y la vida, y Jesús nos ha sentado con Él junto al Padre, toso está
cumplido. Estas verdades de fe son ya realidad aquí y ahora. El cielo ha
comenzado en este suelo. Somos los libertados, nadie está por encima de nadie.
Todos recibimos el hálito del Espíritu Santo, que nos llena de Dios mismo. Ha
comenzado el tiempo de la comunidad y la fraternidad que nos iguala a
todos.
Las mujeres a
lo largo de la historia de la Iglesia
A vista de
pájaro vemos que Jesús, además del grupo de los Doce, se deja acompañar por las
mujeres. Tras la resurrección, comienza la misión y con los apóstoles, las
mujeres son testigo principal del anuncio. En Hechos de los apóstoles vemos la
presencia de mujeres como Prisca y Áquila, Lidia Trifena, Trifosa,
Pérside. Febe y Junia, como diaconisas, al frente de comunidades. Se reunían en
sus casas, rezaban y comían la cena del Señor. Pablo cita también a Lidia,
Ninfa Evodia y Síntique. Consta que hubo entre ellas diaconisas y profetas.
A lo largo de
la historia, las mujeres serán presencia principal en la transmisión de la fe a
las generaciones nuevas, en el hogar con los hijos, amigos y vecinos. Practican las obras de caridad
asistiendo a los necesitados. Sin embargo, dentro de la Iglesia, tanto las
mujeres como el pueblo de Dios, quedaron relegados a una simple asistencia de
cumplimientos sacramentales, ritos, catequesis, sin implicación en puestos de
gobierno, porque todo fue pasando a manos del clero que, entre religiosos,
curas y monjes, lo clerical creció como un gran ejército, quedando las mujeres
y el laicado al margen de todo. Bajo un imperio cada vez más poderoso y
controlador.
Durante la
Edad Media fue impresionante la gran obra de las beguinas. Estas mujeres seglares fueron capaces
de organizarse y adquirir una autonomía propia que se expandió por toda Europa,
llegando a ser más de un millón. Esa autonomía era un reclamo para las jóvenes
de su tiempo, porque les permitía una libertad de la que no gozaban en sus
casas ni en la sociedad. Tanto los edificios como la labor humanitaria
emprendida, fue todo iniciativa de ellas. Asistían a enfermos y a los pobres,
enseñaban a leer y escribir a los niños. Su actividad era una auténtica caridad
cristiana. Era también lugar de encuentro de algunos clérigos que se acogían a
su formación intelectual y a la comunicación y acompañamiento de almas.
Trabajaban para mantenerse, cultivaban la formación y la vida de oración. Las
hubo muy cultas. Admirable fue la obra de Margarita Porete, con su libro El
espejo de las almas simples, un auténtico libro de mística, que le valió ser
llevada a la hoguera, condenada por las autoridades eclesiásticas.
Y como siempre
ha sucedido a lo largo de la historia con toda obra emprendida por mujeres,
pronto fue controlada por la jerarquía eclesial, que no miraba con buenos ojos
aquella propagación y autonomía que tenían y que iba en aumento. Finalmente
fueron sometidas por las autoridades que las dispersaron encerrándolas en
conventos. En la vida monástica y contemplativa, muchas fueron las que
destacaron en la promoción de las mujeres cultivando lo intelectual, lo
artístico, la vida común, el trabajo. Gran ejemplo fue Hildegarda de
Bigen, escritora de libros de medicina y de mística. Clara de Asís,
destaca por ser la primera mujer que escribió una Regla para conservar la obra
de su hermano y amigo Francisco de Asís. Los escritos de Santa Teresa
de Jesús, primera mujer que fundó una orden de religiosos.
Para muestra
de la fuerza de imposición y dominio por parte de la jerarquía sobre las
mujeres, es la clausura de las monjas de vida monástica-contemplativa. Las
rejas no fue iniciativa de las monjas, fue imposición de la jerarquía
eclesiástica. Las rejas,
digámoslo claro, no forman parte del carisma que el Espíritu Santo ha inspirado
a los fundadores-as. Fue un proteccionismo a las mujeres, siempre tratadas y
miradas con recelo, como carne de pecado. Que a decir de santa Teresa: “No lo
creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia que sois justo juez y no como los
jueces del mundo, que –como son hijos de Adán, y en fin todos varones- no hay
virtud de mujer que no tengan por sospechosa.
Y añade la
Santa en este mismo párrafo: veo los tiempos de manera que no es razón desechar
ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Todo esto de las rejas en
la clausura, surgió ya en tiempos de Bonifacio VIII, en la Edad Media, que
abonó el terreno para llevarla, con el paso del tiempo, a rigores extremos, sin
contar nunca con las mujeres que la iban a vivir. A nosotras se nos ha
impuesto acatar y callar, subordinación pasiva. Bien se ha dicho y reconocido
que tales normas, jamás habrían logrado imponerlas a los varones monjes.
Las rejas y el
velo son dos realidades impuestas. Sobre el velo dice R. Aguirre: “El velo es lo que
esconde, protege, oculta, hace públicamente invisible. Se ha asociado siempre
en las antiguas culturas orientales con el silencio, anonimato y modestia, que
corresponden a las mujeres. En la cultura cristiana han sido sobre todo las
monjas quienes han personificado esta imagen de la mujer. Aun hoy “tomar el
velo” sirve para expresar la entrada en la vida religiosa. En tiempos muy
diferentes, movimientos de mujeres han visto en el velo el símbolo de lo que se
opone a su desarrollo como persona. Las religiosas que han llevado tanto tiempo
el velo de forma silenciosa y sumisa, cuestionan ahora el hábito y la forma de
vestir. Y cuentan con la oposición, bien patriarcal por cierto, de superiores
eclesiásticos varones. No son pequeñeces, pues tienen gran valor simbólico y,
en el fondo -entre otras cosas-, plantean el derecho de la mujer a su
autodeterminación y emancipación”.
Queda claro
que, a lo largo de la historia, las mujeres, por difícil que se lo pusieron,
insistieron y persistieron en promocionarse, pero fue privilegio de muy
pocas. Hoy, en el siglo XXI, la exclusión de la mujer en la Iglesia no
queda atenuada por los puestos de responsabilidad que el Papa Francisco ha ido
otorgándonos. Solo el pleno reconocimiento de igualdad entre varón y mujer
como hijos e hijas de Dios, hará justicia a dos mil años de silencio impuesto y
exclusión injustificada hacia las mujeres. No reconocer y aceptar la llamada
vocacional de las mujeres al sacerdocio en favor de las gentes, es un pecado
contra las inspiraciones del Espíritu Santo, que es quien llama y envía. Esto
ya no tiene justificación ni espera.
Una
desobediencia responsable -por parte de las mujeres- puede ser tomar el “robo”
que nos ha sido “robado” por milenios, que es nuestra realidad sacerdotal, y
comenzar en pequeños grupos a ser celebradoras de eucaristía compartida. Lo que es propio de todo bautizado
tiene que aplicarse ampliamente y no ser reducido a una élite privilegiada y
aparte de solo varones. Ya no. Ahora, cuando parece que la jerarquía quiere
negociar con nosotras el puesto de la mujer en la Iglesia, es importante “no dejarnos
vender por un plato de lentejas”. Vamos por el todo en el reconocimiento de la
igualdad. Ya no es tiempo de medianías.
Atrevernos a
desafiar el sistema es saber decir: NO ES NO. No se trata de hacer una Iglesia
gueto, es abrir una posibilidad nueva, que lleva siglos encarcelada. Abrir las puertas a Cristo es hoy
abrir las puertas a las mujeres con rostro del Jesús
terreno-crucificado-resucitado. Abrir este camino nuevo, caminarlo ejerciendo
nuestras convicciones interiores, iluminadas por el Espíritu Santo es profecía,
reto y tarea. Y no temer a nadie, no renunciar a nosotras mismas en el Dios que
nos vive: “No les tengas miedo que si no, yo te meteré miedo de ellos” (Jr
1,17). Frente a los poderes totalitarios, la justicia de Dios acaba imponiéndose
con carácter libertador, salvador y humanizador. Dios ya ha escuchado nuestro
gemido y sale a libertarnos. Es tiempo de esperanza. Todo poder faraónico
sucumbirá. Y asumir también que, toda liberación, lleva un recorrido: atravesar
el desierto. La desolación se tornará alegría y fiesta. Salir de Egipto, Moisés
y el pueblo, fue un recorrido que duró años. Pero no volvieron atrás. ¡No
volveros atrás!
Evangelios y
cristianismo
Jesús fue un
ciudadano de pueblo y un simple laico, no fue un intelectual ni un profesional
de la Ley, Jesús fue un maestro en la dinámica del amor, la misericordia y el
perdón. No conoció los evangelios, no escribió nada sobre sí mismo, ni sobre su
predicación. Pero Él es el Evangelio, la Buena Nueva del Reino de Dios. Es más,
Jesús es todo el Reino de Dios vivido en plenitud humana. Jesús es la humanidad
de Dios entre nosotros y el modelo de ser humano, de vivir humanamente en este
mundo, habitado por la humanidad. Jesús no vino a implantar una doctrina. Él, a
la intemperie de la vida, abrió un camino de vida libertadora para todos, una
fraternidad y solidaridad que supera toda dominación de unos sobre los otros. Y
un camino que también lleva a la cruz: “El que quiera venir conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24).
El mejor
regalo que Dios ha hecho a la humanidad es Jesús. En Él, Dios se ha dado a sí mismo, se
ha rebajado a la condición humana para que los humanos integremos nuestra
humanidad al modo de la humanidad de Cristo. Su humanidad diviniza la nuestra.
En Jesús, Dios se revela encarnado, palpable, frágil, menesteroso, humilde y
pobre, se ha metido de lleno en nuestro barro para curar nuestras heridas. Todo
lo que podemos saber de Dios lo hallamos en la vida, palabras, acciones, muerte
y resurrección de Jesús. De Dios solo podemos saber y conocer por lo que Jesús nos
revela de sí mismo, Él nos lo da y presenta como: “Abba, padre”. Pero Dios,
siempre y en todos los tiempos de la historia será el indecible, jamás lo
podremos captar en nuestros esquemas de conocimiento y comprensión. Dios nos
excede. Solo Jesús es quien lo hace asequible y conocible, al alcance de
nuestra comprensión.
Los evangelios
son la fuente más fiable que tenemos para conocer al Jesús histórico. Son
cuatro, y cada uno de ellos recoge la tradición oral del Jesús terreno. Los
tres primeros, Marcos, Mateo y Lucas, son llamados sinópticos, por el parecido
y copiarse entre ellos. Juan es el más tardío y diferente en estilo y lenguaje.
El conjunto de los cuatro evangelios, presenta la visión que las diferentes
comunidades tienen de Jesús, cómo lo ven, cómo captan y viven su mensaje. Es
decir, la figura de Jesús no es uniforme, es tan plural como comunidades se van
formando y diciendo de Él. De alguna manera, cada Evangelio es la respuesta que
Jesús formuló a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos
decir que, también hoy, esta pregunta sigue siendo esencial para cada creyente
y para toda la Iglesia.
De la relación
personal que cada uno de nosotros establecemos con Jesús, surge la respuesta
personalizada del Tú a tú con Él. Lo relacional es vital para aprender a vivir con
libertad, dejándonos guiar por el Espíritu y por la Palabra de Dios. Del
conjunto de lo personal, surge lo comunitario. Jesús es más rico desde la
comunidad que desde lo particular de cada uno. El conjunto de la comunidad lo
engrandece. Ambas realidades son complementarias, nada somos sin los otros.
Jesús quiere que todos seamos uno: “que todos sean uno, como tú padre en mí y
yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú
me has enviado” (Jn 17,21). Hoy, ¿qué decimos nosotros sobre quién es Jesús?
Volviendo a
los evangelios, hay que tener claro que, tal y como los tenemos hoy, son el
resultado de un largo proceso que no acabaría hasta el siglo IV. Primero fueron
escritos sueltos que circulaban entre las comunidades y no eran los únicos.
Según el profesor Antonio Piñero, llegaron a circular 80 evangelios, como los
evangelios apócrifos que surgieron en los primeros siglos, pero no fueron
incluidos como canónicos. Estos escritos fueron sometidos a discernimiento
hasta quedar constituidos como canónicos los cuatro que la Iglesia aprobó. Esto
también fue una lucha de poder entre las diferentes corrientes cristianas que
se habían formado durante los primeros siglos.
Jesús no fundó
el cristianismo tal como se ha instituido. El cristianismo es obra posterior a Jesús, e
incluso posterior a los apóstoles, porque cuando se escriben los evangelios, la
mayoría de ellos ya habían muerto. Es más, los apóstoles reciben el impacto
resurreccional y, aquellas primeras comunidades, todas judías, creyeron que la
vuelta del Mesías glorificado sería inmediata, y para nada se molestaron en
recoger la tradición de sus enseñanzas. Hasta el mismo Pablo lo creyó y esperó.
Solo a medida que pasaba el tiempo y Jesús no volvía con la inmediatez con que
lo esperaban, empezaron a preocuparse por ir recogiendo los testimonios orales
de quienes le conocieron mientras vivía.
Hoy se afirma
que el Evangelio más primigenio fue el de Marcos, junto con otro escrito
conocido como la Fuente Q. De alguna manera estas dos corrientes fueron las
inspiradoras de los evangelios de Mateo y Lucas, posteriores a Marcos. Se puede
decir que Mateo y Lucas son una copia de Marcos con algunos añadidos propios.
El Evangelio de Juan data de finales del siglo I y fue una obra controvertida
que, tras muchos debates, finalmente entró a formar parte del canon. En
definitiva, los evangelios y todo lo que fue y es Jesús, su vida, pasión,
muerte y resurrección, es ejemplaridad y signo de lo que hemos de ser, vivir y
hacer. Jesús ha venido a sacar a la luz nuestra verdad de hijos e hijas de
Dios. Todo lo que nos ata negativamente, Jesús lo quiere liberar. La libertad
es fundamental para cada ser humano y toda la humanidad. Todo pasa por Jesús,
Él es toda nuestra verdad, hemos de vivir espejados en Él. Nuestra conciencia
ha de ir confrontada con Jesús y su Evangelio. Jesús es todo lo que hay que
creer, y el Evangelio todo lo que hay que vivir, es nuestra manera de ser
humanos. Dice Jesús: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis en verdad
discípulos míos/ Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn
8,31-32).
Los cuatro
evangelios son el corazón de Dios vividos humanamente por Jesús. En una palabra, Jesús es el Evangelio,
y su preocupación fue establecer el Reino de Dios que con Él había llegado al
mundo. A todos ha sido ofrecido, todos estamos invitados a esta fiesta de Dios
que comienza en medio de la humanidad. En Jesús, Dios ha venido a decirnos que
nos ama, que somos libres y que nos quiere felices. Los evangelios forman parte
de la Escritura y son Palabra de Dios para nosotros, son Jesús mismo. El
Evangelio de Juan se inicia afirmando que “En el principio ya existía la
palabra, la palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios” (Jn 11,18).
Jesús es la Palabra existente junto a Dios y el Evangelio el proyecto de
plenitud que Jesús ofrece a todos. Nadie queda excluido en el plan salvador de
Dios. La humanidad es mirada a placer por Dios porque nos ama. En el corazón de
Dios está acogida la humanidad entera.
La vivencia
que los discípulos de Jesús -hombres y mujeres-, tuvieron con Él, fue
determinante para cambiar sus vidas. El Jesús terreno-crucificado-resucitado,
marca en el grupo de seguidores un modo de ser humano en este mundo, de
entender y vivir la vida, una manera de relacionarse con los demás y con la
misma naturaleza, aquí todo va de amor. Afirma Pablo: “El que es de cristo es
una nueva criatura” (2Co 5,17). El amor será por siempre lo distintivo del
seguidor de Cristo. Ser cristiano significa amar y decirlo con la vida y vida
compartida. “Conocerán que sois discípulos míos si os amáis unos a otros” (Jn
13,35). Y nosotros somos seguidores de Jesús porque “Hemos conocido el amor que
Dios nos tiene y hemos creído en Él” (1Jn 4,16). La palabra de Jesús es todo lo
que el seguidor debe escuchar, creer y vivir. Nuestra vocación es el amor y el
perdón. No podemos ser personas resentidas ante las situaciones de la vida.
“Porque la ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la
ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2). Lo nuestro es “estad siempre alegres
en el Señor” (Flp 4,4).
Hans Küng,
define con precisión y belleza lo que es ser cristiano, dice: “No es cristiano el hombre que
nada más procura vivir humanamente, o socialmente, o hasta religiosamente.
Cristiano es, ante todo, y solamente, el que procura vivir su humanidad,
socialidad y religiosidad a partir de Cristo”. Y añade: “Lo distintivo del
cristiano es Cristo mismo”. Y vivir referidos a Cristo significa seguirle,
imitarle en todas las cosas y dejarnos configurar con Él. El camino a seguir es
Cristo: “yo soy el camino la verdad y la vida” (Jn 14,6). El cristianismo es
más una realidad carismática-profética, que una Institución eclesiástica que carga
la vida de la Iglesia de normas, preceptos, leyes, decretos, prohibiciones. Una
estrechez que ahoga el aire del Espíritu Santo y asfixia lo carismático. Gracia
y libertad van unidas, es lo que libera, no las leyes humanas. El cristiano ha
de vivir confrontado con Jesús y su Evangelio ¡nada más! En la Iglesia debe
brillar lo carismático y la frescura del Resucitado. Desafiar el sistema es una
responsabilidad profética de todos.
La vida de fe
de la Iglesia debe encender un fuego sobre la tierra que haga sentir el gusto
por Cristo y su Evangelio. Gusto por la libertad de hijos e hijas de Dios, por
la unidad en una gran pluralidad de toda la cristiandad, no solo lo católico,
sino todos los que confiesan que Jesús es el Señor, un cristianismo que vive de
Cristo y su Evangelio. Y en nuestra mesa de la cena, guardar siempre un puesto
para los hombres y mujeres que quieran sentarse con nosotros a degustar, ni que
sea por un momento, nuestro pan y vino de la fraternidad. Saber estar en
comunión con todos los seres humanos, sea cual sea su credo. Lo determinante de
ser cristiano es el amor que crea la reconciliación y comunión con toda la
humanidad, con toda la creación. Hombre y mujer formamos el ser y personalidad
de Cristo, sin distinción de género.
Del seguimiento
al encuentro
A medida que
seguimos a Jesús y experimentamos que se nos da a conocer, de alguna manera,
percibimos que también nosotros somos carne de su carne. Es decir, la relación
vinculante nos pone semejanza, nos encarna con la encarnación de Jesús y como
Pablo podemos afirmar: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”
(Gl 2,20). Y si Jesús ha dado la vida por todos, nosotros tenemos también la
osadía de querer dar la vida por los hermanos. Esto es una actitud de confianza
en Dios, que nos afianza en la fe y en la caridad. Dar la vida, ¿queremos darla
de verdad?, ¿en qué consiste nuestro “darnos” a los demás?, ¿Cómo lo hacemos
efectivo?
La comunidad
cristiana nos reunimos en torno a la mesa para celebrar el pan y la Palabra.
Del seguimiento, pasamos a celebrar el encuentro con Cristo en medio de
nosotros. Celebrar,
¡ser celebradores! Jesús nos convoca en torno a la mesa de la fiesta. No en un
templo. Lo que Jesús inicia es algo nuevo. Ya no son sacrificios de animales
sobre altares. Es la mesa para una cena, una celebración para todos, en la que
Jesús mismo es la comida y bebida servida. Jesús se significa y nos significa
con Él: “este es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”; “haced esto en memoria mía”.
Quienes nos hacemos seguidores de Jesús recibimos su misma vida, pasamos a ser
carne y sangre de Cristo. El pan y el vino son signo que significa nuestra
carne y sangre unida a la de Jesús ofreciéndose para que el mundo crea y viva.
Somos continuadores de este ofrecimiento a la humanidad. Como Jesús, somos el
pan que alimenta la vida y vino que celebra la fiesta del Reino de Dios. Somos
los hijos e hijas de la fiesta del Reino y somos eucarísticos. La Eucaristía es
fundamentalmente identidad con Cristo. De esta conciencia de identidad
eucarística ha de brotar la novedad. Cristo y la humanidad pasan a ser una sola
carne y sangre. Somos pan y vino como esperanza de fe y vida.
Quiero decir
con esto que somos eucaristía, porque el Cristo que nos vive dentro, nos hace
lo que Él es: pan de vida. Sí, lo afirmo, somos eucaristía, pan de vida que, al
igual que hizo Jesús, nos partimos y repartimos dando lo más y mejor de
nosotros mismos para los demás. La comunidad que se reúne para celebrar en
torno a la mesa el pan y la palabra, es toda ella sacerdocio de Cristo ofrecido
a Dios y a la humanidad. Todos somos celebradores, porque todos somos pan de
Dios. Esto no es solo un derecho, ¡es identidad!
El Dios en
quien creemos, no necesita intercesores entre Él y nosotros, como sucedía con
los sacerdotes de la del Antigua Alianza, sacrificando animales ofrecidos a
Dios. Aquí y ahora
somos sacerdocio de Cristo, Él es el único sacerdote y nosotros lo somos por
participación y gracia suya: “De esta manera, Dios hará de vosotros, como de
piedras vivas, un templo espiritual, un sacerdocio santo que por medio de
Jesucristo ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios” (1Pdr 2,5). Si
Jesús se ha significado diciendo que Él es nuestro pan y nuestra sangre y dice
a sus discípulos que hagan esto en memoria suya, estamos ante una realidad que
es de todo el discipulado, y no privacidad de una élite distintiva.
Si Cristo me
vive, y por la fe sé que me vive, yo soy eucaristía y celebradora de
eucaristía. Y lo es cada seguidor, cada discípulo, no depende de sacerdotes
oficiales, es gracia ofrecida a todos. Esto lo podemos entender si realmente
nos sentimos identificados con Cristo. La reunión de unos pocos para
celebrar esta verdad, es eucaristía cristiana. Dar la vida a los hermanos
con nuestro servicio, amor, perdón y compañía, es ser pan de vida que los
alimenta y da vida. Lo que somos y tenemos lo partimos y repartimos como pan de
vida, cada uno tome la ración que de mí -de nosotros- necesita. Comernos unos a
otros tal cual se dio a comer Jesús: “Tomad y comed, esta es mi carne”. Toda la
humanidad debe contemplar el cristianismo como el hogar de la fraternidad y la
solidaridad compartida. Sea esta nuestra oferta a los hermanos.
Reservar esto
para unos “oficiales del templo”, es simplemente estrechez de mente, falta de
caridad y no andar en verdad, porque la verdad es que todos somos sacerdotes de
Cristo. Por eso
las mujeres reivindicamos poder ofrecer este servicio. Lo que Jesús hizo por
nosotros, hay que hacerlo por toda la humanidad sin distinción. Y no digo que
quien lo entienda solo de manera “oficial”, así lo viva y lo realice, cada uno
ha de ser coherente con lo que cree. Pero quien tiene esta libertad interior,
sabe que el Espíritu es quien se lo inspira. El pan y el vino, junto con Jesús,
somos nosotros en este ahora de la historia ofreciendo amor y perdón a toda la
humanidad. Significados con Él, somos lo que Él es y nos hace, se hace en
nosotros, para que seamos su imagen y semejanza, y realicemos todo lo que Él
obró: amó, perdonó, enseñó, liberó. Somos totalidad de Jesús y cuando hay
identidad con Él ya no se tiene miedo, se es capaz de romper todo límite y toda
imposición.
Adheridos a
Jesús y celebradores con Él, hagámoslo también con el pan nuestro de cada día,
ganado con el sudor de nuestra frente, y con el vino de nuestra alegría y
fiesta. Que no hace falta purezas raras de pan sin levadura o vino solo de uva,
porque Jesús no repara en alimentos puros e impuros, Él todo lo hace bueno y
bello, nuevo y sencillo. Jesús ha trascendido estas cosas antiguas, se ha
situado en la normalidad de la vida de los hombres y mujeres de cada momento
histórico. El Jesús terreno rompió todos los esquemas, no quiso amos ni
dominadores, sino que hizo un discipulado de fraternidad, queriéndonos a todos
como servidores de los demás. Y dio ejemplo lavando los pies como quien sirve,
y lo dice llanamente: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc
22,27). Y añade: “Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis lo mismo
que yo os he hecho” (Jn 13,15). En el evangelio de Juan no hay fracción del
pan, el ejemplo que deja este evangelista es el lavatorio de los pies, como
signo de amor hecho servicio. Somos servidores, el poder y los mandos son
antievangélicos. La fraternidad es servicio ofrecido entre iguales. Si Dios se
ha situado a los pies de la humanidad. Nosotros también.
La oración
como encuentro relacional
Como mujer y
monja de vida contemplativa, no puedo dejar decir una palabra sobre la
importancia de la oración personal y comunitaria. Ella, la oración,
surge de la necesidad de la vida en relación. Jesús mismo nos invita a ser
orantes, a relacionarnos con Dios: “Tú, cuando ores, entra en tu cuarto,
cierra la puerta y ora en secreto a tu Padre” (Mt 6,6). Él mismo se retiraba al
campo o a la montaña para orar a solas. Y en los momentos cruciales de su vida,
la oración será el fuerte donde agarrarse. En la oración, Jesús vuelca toda su
confianza al Padre, se fía de Él y se abandona: “Que no se haga mi voluntad
sino la tuya” (Lc 22,42).
Me parece que
en la Iglesia hemos fomentado poco dos cosas vitales para alimentar la fe, me
refiero a la oración y el gusto por la Escritura. Nos ha faltado sentido orante, por una
parte, y por otra, la Escritura ha sido la gran ausente por siglos y siglos,
aunque bien es verdad que, a partir del Concilio Vaticano II, se realizó un
gran trabajo para reparar esta carencia. La oración se había dejado en manos de
los religiosos y la Biblia en manos de los curas. Así, la ausencia de este
alimento en los laicos, nos dejó debilitados y sin contenido. Hoy ya sabemos la
importancia de ambas cosas y hay un verdadero interés por la formación y
lectura asidua de la Palabra. Actualmente estamos más sensibilizados a buscar
espacios de vida interior orante contemplativo. Estar a solas con Dios solo.
¿Por qué la
necesidad de la oración, por qué regalar a Dios momentos de nuestra persona y
tiempo? Porque ella (la oración), es iluminadora de nuestras verdades más
recónditas. La oración ilumina nuestra verdad, nos la pone de frente, nos hace
de espejo donde mirarnos y ver cómo estamos. Al querer encontrarnos con Dios
por medio de la oración, inevitablemente nos encontramos con nosotros mismos,
somos nuestra propia piedra de tropiezo. Este encuentro con Dios, pasa por el
encuentro personal con nuestra propia historia, hecha de aciertos y conflictos,
de afectos y rupturas, de bondad y agresividad. Pasamos situaciones en que nos
hallamos ante el pavor de tener que asumir que la reconciliación y la armonía
en nosotros están por hacer, la paz por establecer, el perdón por realizar. Es
ir asumiendo la purificación interior como camino que nos lleva a la
reconciliación e iluminación del ser redimido por Jesús. La oración ilumina el
camino de la verdad en la libertad y para la libertad.
Al fin, ser
seguidores de Cristo nos ha de llevar a un exigente encuentro personal con Él,
desde la realidad orante-contemplativa. Con Jesús hay que relacionarse, tratarse, conocerse
e igualarse, dejar que nos haga carne de su carne y sangre de su sangre. Santa
Teresa de Jesús define así la oración personal: “que no es otra cosa oración
mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a
solas con quien sabemos nos ama”. Si no conocemos a Jesús desde el Tú a tú, no
entraremos en la dinámica del enamoramiento. Es de vital importancia pasar del
seguimiento al encuentro y enamoramiento. Cuando hay encuentro enamorante,
entra en escena la belleza del Cantar de los Cantares, los amantes se desean,
se buscan, se encuentran y se dicen el amor, viven de amor, orar es andar en
enamoramiento. “Que me bese con los besos de su boca/ Más dulces que el vino
son tus caricias y deliciosos al olfato tus perfumes. Llévame en pos de ti:
¡Corramos!”. “¡Qué gratas son tus caricias, hermanita, novia mía! ¡Son tus
caricias más dulces que el vino, y más deliciosos tus perfumes que toda especia
aromática!”. Este libro del Antiguo Testamento ya pone de manifiesto que la
relación de Dios con la humanidad es amorosa.
Ser orantes es
vocación cristiana de todos,
porque este Dios nuestro, a decir de Santa Teresa “no está deseando otra cosa
sino tener a quien dar” (6M 4,12). Orar es disponernos a recibirle y tener
“afición de estar más tiempo con El” (V 9,9). Y hoy, más que nunca, estamos
llamados a ser orantes con todas las religiones de la humanidad. La esperanza
de nuestro mundo nos viene dada por la oración de todos los credos unidos,
hombres y mujeres de buena voluntad que lo esperan todo y solo de Dios. Dice
Hans Küng: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; ni
habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; ni habrá
diálogo entre estas sin el estudio de sus fundamentos”. Hay que ir más allá del
ecumenismo cristiano, hay que englobar y abrazar a todos los creyentes de todas
las religiones que oran el amor y la esperanza para un mundo en la paz, la
justicia y la libertad. Y todo esto, sin perder nuestra identidad cristiana,
sino con la seguridad de que Jesús nos acompaña en este camino reconciliador
con todos.
También quiero
dejar claro que, en la oración, no hemos de ir buscando y esperando
sensiblerías gustosas, levantamientos del espíritu, sensaciones placenteras,
todo esto son infantilismos. Santa Teresa dirá sobre ello: “Sí, que no
está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos ni ternuras, sino en
servir con justicia y con fortaleza de ánima y humildad”. Dios nos puede
regalar con estos gustos, claro que sí, a veces lo hace si nos ve con la
necesidad. Sin embargo, la persona de fe no se detiene en ello, ni le da
importancia, porque la fe se funda en la confianza, es un: “sé de quién me he
fiado”. Lo determinante es ir a la oración desnudos de falsedad, abiertos
a vernos sin miedo, para que ella vaya iluminando los oscuros recovecos, verlos
y asumirlos con una mirada serena, benévola, limpia, penetrante y auténtica.
La oración nos
ayuda a situarnos ante la vida y sus conflictos, con actitudes nuevas,
transformadas y transformadoras, más evangélicas y bondadosas. Así, poco a poco, casi
imperceptiblemente, irá naciendo la iluminación interior, que no es sino andar
en verdad, en justicia, paz y libertad, en amor hacia nosotros mismos y los
demás. La oración obra gracia configuradora con Cristo, nos va fortaleciendo en
la fe, nos abre a una mayor caridad en acogida amorosa hacia la creación y los
hermanos, nos hace sencillos y humildes, nos abaja de toda posible altivez, nos
humaniza a modo de la humanidad de Cristo. Nos hace andar en amor y perdón.
Y quiero
destacar también la oración hecha con la ayuda de la Palabra. Esta
es una tradición muy antigua, pero poco fomentada en las parroquias. Se toma un
texto de la Escritura, se lee, se reposa, se piensa, se escucha, se contempla
en silencio y, poco a poco, el Espíritu va obrando la gracia iluminadora de la
palabra en el corazón que la acoge amorosamente. Se abre una claridad en la
mente que deviene comprensión, y nos ayuda a aplicarlo en la vida misma. La
palabra orada deviene libertadora de vida, ensanchadora del ser.
Y bien, con
todo lo dicho, quisiera haber despertado en vosotros la pasión por Cristo. Que
vuestra espiritualidad busque abrevar la sed de Dios en Jesús y su Evangelio. Y
para finalizar, quiero dedicaros una cita del profeta Oseas: “Yo la voy a
enamorar, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. Dios pide de
nosotros atención interior, para hablarnos amorosamente al corazón. Y concluyo
con otra frase de Santa Teresa que viene bien al grupo: “Ahora
comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor”. Sois
semilla para las nuevas generaciones que están por venir. Coraje y adelante.
Publicado
por Religión Digital
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