Fe y Vida | Ramón Hernández
Jirones de realidad tirados
a la basura
Tesoros
en las cunetas
Si aceptamos acrÃticamente que todo
acontece conforme a un plan divino, es decir, que existe una predestinación que
se cumplirá a rajatabla, hagamos lo que hagamos, entonces estaremos más que
perdidos, porque jamás lograremos dar razón de nuestra propia existencia,
siendo como somos seres racionales que no pueden menos de preguntarse por una
razón para seguir viviendo. Nos parecerÃa entonces que somos parásitos
que brotan de la nada y vuelven a ella sin dejar rastro de su tránsito por un
camino que, partiendo de la nada, desemboca en la nada y, a la postre, se hunde
él mismo en la nada. Ni siquiera nos vale la intuición poética de “se hace
camino al andar” de Machado, porque la senda hacia la perdición (la nada)
estarÃa muy trillada. En otras palabras, si la providencia lo hubiera arreglado
y planificado todo meticulosamente, no nos quedarÃa ficha que mover y, para
eso, mejor no jugar. ¿Hay algo más absurdo que pasar por la vida como un
pánfilo? ¿No la convertirÃamos en un juego absurdo de preguntas sin respuesta?
No hay duda de que la providencia y la predestinación divinas cuentan como
agente de su quehacer con nuestra voluntad y nuestra libertad. Somos parte
activa del juego.
No podemos tener la más mÃnima duda,
salvo que nos enfrentemos a un choque de trenes aniquilador, de que cuanto
existe tiene su razón de ser. Dicho a la inversa, sin razón para existir nada
existe. De ahà la gran importancia que tiene para comportarse con sentido
común no sustraer a la realidad ninguna porción de su propio ser. De hacerlo,
la desnaturalizamos, la deformamos. Sin cada uno de nosotros este mundo nuestro
no serÃa el mismo. La importancia de cada cual proviene de la eficiente razón
por la que existe. Si el ser y el no ser es la gran cuestión, obviamente, todo
el peso de la verdad y del acierto, de la bondad y del progreso, cae de lleno
en la parte del ser. Existir, aunque haya desesperados que llegan a maldecir el
dÃa en que nacieron, deberÃa ser una fuente inagotable de autocomplacencia,
cualesquiera que sean las circunstancias adversas en las que transcurra la propia
vida. Para un cristiano es evidente que su existencia es signo inequÃvoco e
irrefutable del amor que le regala el ser. Somos hijos solo del amor.
Aunque a la sombra del amor surja el odio, el perdón hace frente a toda quiebra
para recorrer un camino de cruz que culmina indefectiblemente en una esperanza
radical anclada en el hecho de existir. Existo, luego Dios me ama.
Todo esto nos lleva a la conclusión de
que la Iglesia de Jesús, pero no la real, la comunidad hondamente fraterna, la
que vive el cristiano que ama sin condiciones a sus hermanos y los sirve
cualquiera que sea su situación, sino la estereotipada como “institución
clerical”, deberÃa mirar la “realidad de los hombres” con una fina lupa para no
perderse detalle de sus vidas. Pero, lamentablemente, observamos con gran
decepción que esa Iglesia, en vez de llevar a todos la “salvación” de que es
portadora, hace trizas la realidad de sus destinatarios y llena las cunetas de
la vida con jirones de carne ensangrentada. De hecho, la Iglesia
estereotipada se parece mucho más a un “pueblo de Israel indómito”, cuya ley de
salvación va llenando de cadáveres los rincones de su propia historia, que a
una comunidad de hermanos en la que se viven y se anuncian sin cesar las
bondades del reino de Dios que es Jesús mismo, su forma de vida. Como los
jirones de realidad tirados en las cunetas de la Iglesia son muchos, trataré de
poner de relieve solo algunos de los más escandalosos.
Si apuntamos a una de nuestras más ricas
y hermosas realidades, la de la sexualidad humana, nos topamos con tremendas
heridas causadas por el proceder eclesiástico. Admitiendo incluso que el
matrimonio es “unión eterna de los cónyuges bendecida por Dios”, nos sorprende
ver una Iglesia que se las ingenia para solventar las situaciones más
chirriantes con una alambicada “nulidad” por defecto de forma, escape que, en
vez de resolver el problema, lo agranda. Lo palmario es que el amor entre
esposos, incluso el que ha sido juramentado, a veces falla estrepitosamente
hasta el punto de convertir en infierno una convivencia forzada. Tengo
muy claro que, aunque haya hijos de por medio y un patrimonio común de relieve,
lo cierto es que el matrimonio es amor y, cuando el amor desaparece, se esfuma
también el vÃnculo por muy juramentado que haya sido. Obligar a
convivir a personas de cuya vida ha desaparecido el amor es una tremenda
aberración que, desgraciadamente, comete con mucha frecuencia la Iglesia
institucional. ¿A cuántos divorciados les ha negado los sacramentos y ha
terminado echándolos fuera de sus muros? ¿A cuántas parejas les ha impuesto
como salida vivir en abstinencia, como hermanos, como si voluntariamente
hubieran hecho un voto solemne de castidad? Mientras que la “nulidad” es una
mascarada que juega con un “sà pero no” divino (Dios habrÃa bendecido una unión
irreal), el divorcio social se reviste de sentido común al reconocer que a nada
conduce obligar a dos seres humanos a convivir sin ningún tipo de lubricante o
argamasa que aúne y funda sus vidas.
Por otro lado, ¿dónde situar en esa
Iglesia a cuantos nacen conforme a un esquema que no se atiene a la
funcionalidad natural (¡!) de los órganos sexuales que reciben? Hablo del
colectivo LGBTI, cualquiera que sea la especificidad sexual concreta de cada
uno de sus miembros. Si la “identidad de género” hace referencia a la percepción
personal, la “orientación sexual” lo hace a la atracción afectiva y sexual
hacia terceras personas, incluso con la misma supuesta identidad de género.
Acostumbrados como estamos a vivir realidades compartimentadas, en las que cada
cosa ocupa un sitio preciso, nos desconcierta el aparente caos sexual en el que
da lo mismo so que arre, cuando en realidad sus comportamientos siguen el mismo
patrón de orden y concierto naturales. Favorecer una cultura diversa,
igualitaria, inclusiva y respetuosa, tanto en el ámbito personal como en el
social y profesional, también en el religioso, es tarea harto difÃcil, pero no
insalvable para una sociedad de derechos tan avanzada como la nuestra. ¿Podrá
la Iglesia institucional llegar a entender que la aparente mezcolanza de
atractivos sexuales existente, de la que cuando menos hoy podemos hablar
abiertamente, no es el castigo de conductas permisivas fomentadas por el
diablo, sino producto de la naturaleza?
Pero es preciso ir todavÃa más lejos: si
la sexualidad humana es dádiva divina en su misma especificidad concreta,
¿podrá la Iglesia aceptar algún dÃa su normal funcionamiento dentro del caos en
que parecen encerrarla los órganos sexuales? Lo digo porque ya no cabe la
trampa, tan recurrida, de que, estando uno en situación supuestamente irregular
de pareja, insisto en que parece irrisoria la propuesta de vivir juntos “como
hermanos”, privando el sexo de sus funcionalidades primarias, la reproductiva y
la orgánica. ¡Cuánto camino le queda por recorrer a la teologÃa
católica sobre una sexualidad, ciertamente valorada como órgano de transmisión
de vida, pero nunca aceptada como constitutiva de la personalidad humana, y
cuánto “mea culpa” le queda por entonar todavÃa a la Iglesia institucional por
causar tantos dramas al haberla manipulado a su antojo y conveniencia!
Las cunetas del camino que ha seguido la
Iglesia a lo largo de su historia están llenas de otros muchos girones de
realidades aherrojadas por haberlas valorado, a conveniencia, como obstáculos
que el Maligno ha ido poniendo a su paso. Lo dogmático y lo jurisdiccional, y
también el poder y la riqueza, han sido terrenos de mucho desbroce y
desecho. ¡Cuántos seres humanos han sido segregados y anatematizados,
incluso condenados a las penas del Infierno, por no haberse plegado dócilmente
a los caprichos y conveniencias de los mandamases de turno de una Iglesia en la
que, paradójicamente, solo deberÃa haber cabida para los servidores! Hablo
de un camino jalonado de herejes, de piras con olor a carne quemada, de mojones
en forma de cruz que indican el camino del calvario cristiano. Millones de
mujeres siguen siendo infravaloradas y consideradas ineptas para ejercer su
misión vocacional y miles de sacerdotes siguen alejados de su quehacer
ministerial por algo tan digno y laudable como formar una familia. Clamo por
realidades hermosas, por dádivas divinas desechadas como basura, con las que Dios
enriquece dÃa a dÃa a su Iglesia, pero que esta, convertida hoy en vÃctima de
sus propias impotencias, sigue rechazando olÃmpicamente. Lo dicho nada tiene
que ver ni con diletantes ególatras, que se predican a sà mismos, ni con la
explotación en beneficio propio de las virtualidades del ministerio evangélico,
ni tampoco con el “folclore feminista” reivindicativo, que solo sirve para
caricaturizar derechos muy legÃtimos, ni con un “orgullo” que convierte en
esperpento grotesco una realidad hermosa como la funcionalidad sexual de cada
cual.
Si el lema cristiano aconseja que el que
quiera ser primero ha de ser el más fiel y sacrificado “servidor”, en el
cristianismo no hay lugar para armazones de “poder” de ningún tipo y,
consiguientemente, para que nadie se abrogue la facultad de hacer jirones la
realidad para desechar fácilmente cuanto no le convenga. No deberÃamos preocuparnos
en absoluto de quién se salva y quién no porque eso es algo que incumbe
afortunadamente en exclusiva a Dios, que es infinitamente más generoso que
nosotros y perdona con muchÃsima más facilidad. Nuestra tarea
consiste únicamente en ir recogiendo por el camino a los heridos por la vida, a
los desechados de la sociedad, a los excluidos por su sexo, etnia, status
social, raza o religión, pues a todos ellos les debemos por mandato evangélico
un amor incondicional, el mismo que nuestro Dios nos profesa y que Jesús
rubricó con su vida.
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