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    lunes, 11 de julio de 2022

    Jirones de realidad tirados a la basura


    Fe y Vida | Ramón Hernández

     



    Jirones de realidad tirados a la basura

    Tesoros en las cunetas

     

    Si aceptamos acríticamente que todo acontece conforme a un plan divino, es decir, que existe una predestinación que se cumplirá a rajatabla, hagamos lo que hagamos, entonces estaremos más que perdidos, porque jamás lograremos dar razón de nuestra propia existencia, siendo como somos seres racionales que no pueden menos de preguntarse por una razón para seguir viviendo. Nos parecería entonces que somos parásitos que brotan de la nada y vuelven a ella sin dejar rastro de su tránsito por un camino que, partiendo de la nada, desemboca en la nada y, a la postre, se hunde él mismo en la nada. Ni siquiera nos vale la intuición poética de “se hace camino al andar” de Machado, porque la senda hacia la perdición (la nada) estaría muy trillada. En otras palabras, si la providencia lo hubiera arreglado y planificado todo meticulosamente, no nos quedaría ficha que mover y, para eso, mejor no jugar. ¿Hay algo más absurdo que pasar por la vida como un pánfilo? ¿No la convertiríamos en un juego absurdo de preguntas sin respuesta? No hay duda de que la providencia y la predestinación divinas cuentan como agente de su quehacer con nuestra voluntad y nuestra libertad. Somos parte activa del juego.

     

    No podemos tener la más mínima duda, salvo que nos enfrentemos a un choque de trenes aniquilador, de que cuanto existe tiene su razón de ser. Dicho a la inversa, sin razón para existir nada existe.  De ahí la gran importancia que tiene para comportarse con sentido común no sustraer a la realidad ninguna porción de su propio ser. De hacerlo, la desnaturalizamos, la deformamos. Sin cada uno de nosotros este mundo nuestro no sería el mismo. La importancia de cada cual proviene de la eficiente razón por la que existe. Si el ser y el no ser es la gran cuestión, obviamente, todo el peso de la verdad y del acierto, de la bondad y del progreso, cae de lleno en la parte del ser. Existir, aunque haya desesperados que llegan a maldecir el día en que nacieron, debería ser una fuente inagotable de autocomplacencia, cualesquiera que sean las circunstancias adversas en las que transcurra la propia vida. Para un cristiano es evidente que su existencia es signo inequívoco e irrefutable del amor que le regala el ser. Somos hijos solo del amor. Aunque a la sombra del amor surja el odio, el perdón hace frente a toda quiebra para recorrer un camino de cruz que culmina indefectiblemente en una esperanza radical anclada en el hecho de existir. Existo, luego Dios me ama.

     

    Todo esto nos lleva a la conclusión de que la Iglesia de Jesús, pero no la real, la comunidad hondamente fraterna, la que vive el cristiano que ama sin condiciones a sus hermanos y los sirve cualquiera que sea su situación, sino la estereotipada como “institución clerical”, debería mirar la “realidad de los hombres” con una fina lupa para no perderse detalle de sus vidas. Pero, lamentablemente, observamos con gran decepción que esa Iglesia, en vez de llevar a todos la “salvación” de que es portadora, hace trizas la realidad de sus destinatarios y llena las cunetas de la vida con jirones de carne ensangrentada. De hecho, la Iglesia estereotipada se parece mucho más a un “pueblo de Israel indómito”, cuya ley de salvación va llenando de cadáveres los rincones de su propia historia, que a una comunidad de hermanos en la que se viven y se anuncian sin cesar las bondades del reino de Dios que es Jesús mismo, su forma de vida. Como los jirones de realidad tirados en las cunetas de la Iglesia son muchos, trataré de poner de relieve solo algunos de los más escandalosos.

     

    Si apuntamos a una de nuestras más ricas y hermosas realidades, la de la sexualidad humana, nos topamos con tremendas heridas causadas por el proceder eclesiástico. Admitiendo incluso que el matrimonio es “unión eterna de los cónyuges bendecida por Dios”, nos sorprende ver una Iglesia que se las ingenia para solventar las situaciones más chirriantes con una alambicada “nulidad” por defecto de forma, escape que, en vez de resolver el problema, lo agranda. Lo palmario es que el amor entre esposos, incluso el que ha sido juramentado, a veces falla estrepitosamente hasta el punto de convertir en infierno una convivencia forzada. Tengo muy claro que, aunque haya hijos de por medio y un patrimonio común de relieve, lo cierto es que el matrimonio es amor y, cuando el amor desaparece, se esfuma también el vínculo por muy juramentado que haya sido. Obligar a convivir a personas de cuya vida ha desaparecido el amor es una tremenda aberración que, desgraciadamente, comete con mucha frecuencia la Iglesia institucional. ¿A cuántos divorciados les ha negado los sacramentos y ha terminado echándolos fuera de sus muros? ¿A cuántas parejas les ha impuesto como salida vivir en abstinencia, como hermanos, como si voluntariamente hubieran hecho un voto solemne de castidad? Mientras que la “nulidad” es una mascarada que juega con un “sí pero no” divino (Dios habría bendecido una unión irreal), el divorcio social se reviste de sentido común al reconocer que a nada conduce obligar a dos seres humanos a convivir sin ningún tipo de lubricante o argamasa que aúne y funda sus vidas.

     

    Por otro lado, ¿dónde situar en esa Iglesia a cuantos nacen conforme a un esquema que no se atiene a la funcionalidad natural (¡!) de los órganos sexuales que reciben? Hablo del colectivo LGBTI, cualquiera que sea la especificidad sexual concreta de cada uno de sus miembros. Si la “identidad de género” hace referencia a la percepción personal, la “orientación sexual” lo hace a la atracción afectiva y sexual hacia terceras personas, incluso con la misma supuesta identidad de género. Acostumbrados como estamos a vivir realidades compartimentadas, en las que cada cosa ocupa un sitio preciso, nos desconcierta el aparente caos sexual en el que da lo mismo so que arre, cuando en realidad sus comportamientos siguen el mismo patrón de orden y concierto naturales. Favorecer una cultura diversa, igualitaria, inclusiva y respetuosa, tanto en el ámbito personal como en el social y profesional, también en el religioso, es tarea harto difícil, pero no insalvable para una sociedad de derechos tan avanzada como la nuestra. ¿Podrá la Iglesia institucional llegar a entender que la aparente mezcolanza de atractivos sexuales existente, de la que cuando menos hoy podemos hablar abiertamente, no es el castigo de conductas permisivas fomentadas por el diablo, sino producto de la naturaleza?

     

    Pero es preciso ir todavía más lejos: si la sexualidad humana es dádiva divina en su misma especificidad concreta, ¿podrá la Iglesia aceptar algún día su normal funcionamiento dentro del caos en que parecen encerrarla los órganos sexuales? Lo digo porque ya no cabe la trampa, tan recurrida, de que, estando uno en situación supuestamente irregular de pareja, insisto en que parece irrisoria la propuesta de vivir juntos “como hermanos”, privando el sexo de sus funcionalidades primarias, la reproductiva y la orgánica. ¡Cuánto camino le queda por recorrer a la teología católica sobre una sexualidad, ciertamente valorada como órgano de transmisión de vida, pero nunca aceptada como constitutiva de la personalidad humana, y cuánto “mea culpa” le queda por entonar todavía a la Iglesia institucional por causar tantos dramas al haberla manipulado a su antojo y conveniencia!

     

    Las cunetas del camino que ha seguido la Iglesia a lo largo de su historia están llenas de otros muchos girones de realidades aherrojadas por haberlas valorado, a conveniencia, como obstáculos que el Maligno ha ido poniendo a su paso. Lo dogmático y lo jurisdiccional, y también el poder y la riqueza, han sido terrenos de mucho desbroce y desecho. ¡Cuántos seres humanos han sido segregados y anatematizados, incluso condenados a las penas del Infierno, por no haberse plegado dócilmente a los caprichos y conveniencias de los mandamases de turno de una Iglesia en la que, paradójicamente, solo debería haber cabida para los servidores! Hablo de un camino jalonado de herejes, de piras con olor a carne quemada, de mojones en forma de cruz que indican el camino del calvario cristiano. Millones de mujeres siguen siendo infravaloradas y consideradas ineptas para ejercer su misión vocacional y miles de sacerdotes siguen alejados de su quehacer ministerial por algo tan digno y laudable como formar una familia. Clamo por realidades hermosas, por dádivas divinas desechadas como basura, con las que Dios enriquece día a día a su Iglesia, pero que esta, convertida hoy en víctima de sus propias impotencias, sigue rechazando olímpicamente. Lo dicho nada tiene que ver ni con diletantes ególatras, que se predican a sí mismos, ni con la explotación en beneficio propio de las virtualidades del ministerio evangélico, ni tampoco con el “folclore feminista” reivindicativo, que solo sirve para caricaturizar derechos muy legítimos, ni con un “orgullo” que convierte en esperpento grotesco una realidad hermosa como la funcionalidad sexual de cada cual.

     

    Si el lema cristiano aconseja que el que quiera ser primero ha de ser el más fiel y sacrificado “servidor”, en el cristianismo no hay lugar para armazones de “poder” de ningún tipo y, consiguientemente, para que nadie se abrogue la facultad de hacer jirones la realidad para desechar fácilmente cuanto no le convenga. No deberíamos preocuparnos en absoluto de quién se salva y quién no porque eso es algo que incumbe afortunadamente en exclusiva a Dios, que es infinitamente más generoso que nosotros y perdona con muchísima más facilidad.   Nuestra tarea consiste únicamente en ir recogiendo por el camino a los heridos por la vida, a los desechados de la sociedad, a los excluidos por su sexo, etnia, status social, raza o religión, pues a todos ellos les debemos por mandato evangélico un amor incondicional, el mismo que nuestro Dios nos profesa y que Jesús rubricó con su vida.

     

    Religiondigital.org 




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