Reflexión | Fernando Gómez-Bezares/VN
Desigualdad económica: ¿todos hermanos?
Vivimos
en un mundo muy desigual: hay ricos asombrosamente ricos, y pobres, muchos
pobres. Además, bastantes de esos superricos han hecho ellos mismos su fortuna,
lo que les confiere una cierta legitimidad. Es evidente que nuestro
sistema económico de mercado propicia tales diferencias al premiar al
que trabaja más, al más inteligente, al mejor preparado, al que le acompaña la
suerte… Pero esto se nos está yendo de las manos, incluso desde un punto
de vista puramente capitalista.
Es
bueno que el mercado estimule a los agentes económicos a trabajar más, a
innovar, a invertir; de este modo, se crea riqueza para la sociedad, y eso da
lugar a diferencias económicas. El problema es que esas diferencias son
excesivas actualmente. Echando una ojeada al ‘World Inequality
Report’ (WIR) 2022, el informe anual sobre desigualdades mundiales que elabora
el Laboratorio de Desigualdad Mundial (World Inequality Lab) –centro de
investigación internacional económica y social dependiente de la Escuela de
Economía de París–, accesible en internet, vemos que las diferencias en
renta y en riqueza entre las personas son muy grandes. Además, podemos observar
que “las desigualdades en renta y en riqueza han ido aumentando en casi todos
los países desde los 1980” (resumen ejecutivo del WIR). Ahora bien, ni esa
evolución es igual entre los países ni parece inevitable, y depende mucho de la
voluntad política de los mandatarios de turno.
Estas
crecientes desigualdades debemos denunciarlas por razones de justicia, pero los
psicólogos nos explican también que a los seres humanos las desigualdades
nos reducen el bienestar psicológico. Un español medio del siglo XXI tiene a su
disposición un sistema sanitario, unas alternativas de ocio o unos sistemas de
transporte impensables para la época de Felipe II; pero es que ese español no
se compara con aquel monarca en cuyo imperio no se ponía el sol, sino con sus
conciudadanos coetáneos más ricos. Y si las desigualdades son muy grandes,
eso le irrita.
Asistimos
a una progresiva inestabilidad política en España y en otros países
de nuestro entorno, con la irrupción de populismos de izquierda y de
derecha. Como más de uno ha señalado, a este fenómeno no le es ajeno el
descontento por la creciente desigualdad. Mucha gente hoy día se siente
fuera o en los márgenes del sistema.
La
voz de Francisco
El papa
Francisco viene haciendo oír su voz repetidamente contra esta
situación. Así, por ejemplo, en ‘Fratelli tutti’ critica el dogmatismo del
neoliberalismo: “El neoliberalismo se reproduce a sí mismo sin más, acudiendo
al mágico ‘derrame’ o ‘goteo’ –sin nombrarlo– como único camino para resolver
los problemas sociales. No se advierte que el supuesto derrame no resuelve la
inequidad, que es fuente de nuevas formas de violencia que amenazan el tejido
social” (FT 168).
En
la misma encíclica, el Pontífice argentino también advierte sobre las derivas
del “insano populismo” (FT 159, entre otros). Por otra parte, en ‘Laudato
si’’, plantea la necesidad de “cambiar el modelo de desarrollo global” (LS
194), y denuncia las inmensas desigualdades como opuestas al “ideal de armonía,
de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús” (LS 82).
Denuncia
de siglos
Se
han escuchado y escrito numerosas diatribas contra el papa Francisco por
estas críticas al neoliberalismo y por sus denuncias a la cultura del
descarte, pero la Doctrina Social de la Iglesia ya nos había
explicado hace años principios como la dignidad humana, el destino universal de
los bienes o la solidaridad. Podemos remontarnos mucho más atrás, incluso, al
siglo VIII a.C., y escuchar al profeta Amós denunciando las
desigualdades; o al siglo I d.C., cuando se representa la injusticia
económica como el tercer jinete del Apocalipsis (según la interpretación
del biblista redentorista Alberto de Mingo). Lo único que ha hecho el Papa
es trasladar a nuestro contexto actual la larga tradición cristiana de
preferencia por los pobres y marginados: es especialmente grave que, con
los medios que hoy tenemos a nuestra disposición, haya todavía tanta gente
pobre.
Por
otro lado, la sostenibilidad del planeta exige consumir menos recursos y
cuidar del medio ambiente, lo que nos lleva a limitar el consumo, sobre todo de
bienes materiales. En este sentido, el propio papa Francisco nos dice: “La
sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora” (LS 223). En la
misma línea, el teólogo jesuita José Ignacio González Faus nos
explica que la sobriedad y la moderación nos hacen crecer como
personas.
Civilización
de la pobreza
Y
todo esto nos lleva a la “civilización de la pobreza” que defendía el
mártir jesuita Ignacio Ellacuría: una sociedad donde se cubran las
necesidades básicas de todos, y que bien podríamos denominar civilización de la
sobriedad, de la austeridad o de la frugalidad. Es necesario que seamos más
austeros, pues el planeta no puede soportar tan alto consumo de bienes
materiales de sus ocho mil millones de habitantes. Pero habrán de
restringir su consumo los más ricos, los más pobres tendrán que aumentarlo. Es
otra razón para disminuir las desigualdades.
El
mercado es un buen asignador de los recursos, pero si queremos que nuestra
sociedad le otorgue legitimidad tendrá que funcionar con desigualdades
económicas “soportables” entre las personas. Mucho hay que avanzar en este
campo en el ámbito internacional, hasta el punto de que se hace necesaria
alguna forma de autoridad mundial, tantas veces demandada por la Iglesia
católica. Debemos darnos cuenta entre todos de que las actuales
diferencias no son sostenibles, que esto debe cambiar; solo si la inmensa
mayoría de la sociedad es consciente del problema, seremos capaces de
solucionarlo.
Publicado
por Vida Nueva
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