Reflexión | Alexsander Baccarini Pinto/VN
¡Mirad los lirios del campo!
Las
enfermedades, con su cortejo de sufrimiento, han acompañado la historia de la
humanidad. Con el avance de la medicina muchas fueron derrotadas, pero siempre
hay nuevos flagelos que amenazan la vida humana: pandemias, guerras,
conflictos políticos, injusticias y enfermedades psíquicas. Son inherentes
a la condición humana. Parecen un mal incurable. El peor mal que nos puede
afectar y que, por lo tanto, asusta a todo el mundo.
Las
enfermedades y las heridas parecen contradecir las grandes expectativas creadas
por el progreso científico y por el control de la naturaleza en el siglo XX. Se
creía que la ciencia resolvería todos los problemas de la humanidad, incluida
la enfermedad. Sin embargo, a pesar de los avances médicos, el hombre
sigue siendo presa fácil de muchas heridas, que constantemente nos acechan
y no nos dejan olvidar el dominio de la muerte.
En
una sociedad de bienestar y disfrute ilimitado de la vida, las personas parecen
no esperar ni estar preparadas para la enfermedad, el sufrimiento o la muerte,
especialmente cuando ocurren en edades activas. Abren heridas dolorosas y
provocan profundos dramas que afectan a muchas familias.
Si
Dios es el autor y Señor de la vida humana, ¿qué respuesta da la religión a la
enfermedad, qué remedio presenta contra las heridas de la humanidad? Los
enfermos buscan, por todos los medios y caminos, la cura. La enfermedad
siempre cuestiona la fe.
¿Qué
remedio ofrece la fe cristiana?
Jesús
anuncia el Reino de Dios por la predicación del evangelio y muestra el Reino
presente a través de los signos que realiza, liberando a las personas de las
alienaciones y males que las disminuyen y afligen. No solo realiza curas
físicas, ni apenas milagros visibles que impresionen. No menos importantes, y
quizás más hermosos, son “los milagros sin milagro”, los encuentros
con personas corrientes a quienes Jesús transforma y les confiere una nueva
existencia.
Hay
milagros todos los días. Los milagros no son cosas extraordinarias. El
milagro es lo que puede nacer de nuestras manos. Un milagro es cuando
logramos transformar el dolor en amor, la soledad en presencia, el fallo, el
fracaso y la amargura en un lugar de consuelo para los demás. “Tuve hambre y me
disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”, es decir, es en la medida en
que nos convertimos en cuidadores de la humanidad herida, que percibimos el
milagro de Dios en nuestra vida.
La
verdad es que hay momentos en que no escuchamos a Dios, parece que Él se ha
eclipsado a sí mismo, y que lo que estaba seguro, se deshizo. Sucede que
nuestra humanidad está expuesta a la desnudez, al sufrimiento, a las manos
vacías. Jesús no nos explicó el sufrimiento. Entretanto, vivió el
sufrimiento, y vivió para abrazarnos en las horas de nuestro sufrimiento, vivió
para ser solidario con nosotros. En el dolor de Jesús encontramos nuestro
propio dolor. En las palabras del filósofo francés, André Neher, “Dios se
retira al silencio, no para evitar al hombre, sino, al contrario, para
encontrarlo; es, sin embargo, un encuentro del Silencio con el silencio”.
En
el Evangelio de San Mateo encontramos un pasaje estupendo: “Mirad los
lirios del campo”. ¿Por qué los lirios del campo? Porque ellos pueden
crecer en cualquier lugar y en cualquier momento. En otras palabras, cualquier
situación es una oportunidad para florecer. Lo que pasa es que muchas veces
nuestros ojos están atados a nuestros zapatos.
Al
primer hombre, padre de todos los creyentes, Abraham, Dios le ordenó salir de
su tierra. Y el primer desafío que le planteó fue: “Mira las estrellas y
cuéntalas”. Este puede ser un proceso de transformación de la mirada: “Levanta
los ojos de los zapatos y mira las estrellas”. ¡Levanta tus ojos! Mira la
belleza, las cosas simples que curan, lo que no tiene precio, la sencillez de
lo que es en el ser mismo, sin más, sin por qué…
¡Y
cosecha de ahí una nueva visión, una nueva comprensión para la propia
existencia!
Publicado
por Vida Nueva
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