Reflexión | Miguel Ángel Munárriz/FA
La casa del Padre
Mt
28, 16-20
«Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
La
muerte es lo más seguro de nuestra vida. Día tras día se nos van muriendo
amigos, conocidos, parientes, desconocidos. La muerte es lo normal, pero la
sentimos como lo más inesperado, lo más terrible, lo más absurdo. Y tenemos
razón, porque no nos hizo Dios para morir sino para vivir. No existe la muerte;
existe este modo de vivir al que llamamos vida, y la VIDA, con mayúsculas y sin
muerte; la casa del Padre donde se nos espera a todos.
A
todos. Porque el que nos ha puesto en la vida no puede fracasar. Si dependiera
de nuestro amor, no se nos morirían los seres queridos. Al Amor todopoderoso no
se le muere ningún hijo. Al Buen Pastor todopoderoso no se le pierde ninguna
oveja. Creados para la vida, en manos del amor todopoderoso, en buenas manos.
Cuando
Jesús muere rodeado de tinieblas, sus discípulos no se lo pueden creer. Ellos
esperaban el triunfo terreno del Mesías, y esperaban mal, y fue la muerte de
Jesús la que les hizo esperar otras cosas, esperar mejor. Y les nació otra fe y
otra esperanza. Como la de Jesús. Jesús no murió gritando «Dios mío ¿por qué me
has abandonado?». Jesús murió gritando «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu». Y tras ese acto de confianza, saltó al vacío, seguro de que allí
estaban esperándole los brazos de su Padre.
Misión
cumplida.
Nosotros
esperamos quizá disfrutar aquí y ahora sin disgustos, sin enfermedades, sin
contrariedades, esperamos que no se nos mueran los seres queridos, esperamos
que el consumo nos dé felicidad, esperamos tantas cosas... y esperamos mal, y
la presencia de la muerte nos invita a esperar mejor. No se puede ser feliz en
esta vida que tenemos. El caminante es del todo feliz solamente cuando llega.
Se pueden pasar buenos ratos en el camino, pero la felicidad está sólo al
final.
Y
así, paradójicamente, de la muerte, precisamente de la muerte, nace la fe en la
VIDA, en la vida tal como nosotros nunca podremos imaginar, porque está
pensada, planeada por Dios mismo, por el mismo Amor Todopoderoso, y como dijo
Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni inteligencia humana puede siquiera concebir
lo que Dios tiene preparado para sus hijos».
En
las manos de Dios dejamos a los seres queridos que se nos van, en buenas manos.
Damos gracias al Padre porque nos los regaló y por la vida que nos regala. En
las manos de Dios nos sentimos nosotros, los que todavía somos caminantes y le
pedimos, todos por todos, para que nos enseñe a caminar y devuelva a nuestros
corazones la fe y la paz. Una paz que no nace de la resignación ni de los
razonamientos, sino de la confianza en que el Padre sigue estando ahí, aunque a
veces nos resulte tan difícil de entender.
Publicado
por Feadulta.com
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