Evangelización | Carlos Pérez Laporta
Lo mismo que el Padre resucita a los
muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere
Miércoles de la 4ª semana de Cuaresma / Juan 5,
17-30
Evangelio: Juan 5, 17-30
En aquel tiempo, dijo Jesús a los
judíos:
«Mi Padre sigue actuando, y yo
también actúo».
Por eso los judíos tenían más ganas
de matarlo: porque no sólo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios
Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: el
Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que
hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le
muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro
asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así
también el Hijo da vida a los que quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie,
sino que ha confiado al Hijo todo el juicio, para que todos honren al Hijo como
honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. En
verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió
posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte
a la vida.
En verdad, en verdad os digo: llega
la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y
los que hayan oído vivirán.
Porque, igual que el Padre tiene
vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo. Y le ha
dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No os sorprenda, porque viene la
hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el
bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una
resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo,
juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del
que me envió».
Comentario
Es curioso que la razón por la que
«los judíos tenían más ganas de matarlo» era porque «llamaba a Dios Padre suyo,
haciéndose igual a Dios». En la comunidad judía de ese momento eso se explica
por la relevancia social de todo lo religioso: la diferencia religiosa
constituía un peligro social, un desorden. Desde esa perspectiva sociológica,
nosotros sencillamente habríamos tenido la de Jesús por una nueva revelación a
añadir al mercado de las religiones.
Pero desde la perspectiva personal
sucede algo más. Esa intimidad de Jesús con el Padre genera cuanto menos
asombro: «Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo […] el Hijo no puede
hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. […] Yo no puedo
hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no
busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».
No hay más alternativas: o Jesús es
un loco o es realmente es el Hijo de Dios. Pero la locura no genera esa
serenidad en medio del peligro de muerte. Le acosan, le persiguen, quieren
matarle. Pero Jesús sabe que no hay nada que pueda separarle del Padre. El amor
que se tienen es el Amor Eterno que son. Semejante paz es la que Dios lleva
tratando de transmitir a su pueblo desde el inicio de la historia: «Sion decía:
“Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. ¿Puede una madre olvidar
al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque
ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49, 14-15; 1ª L). Esa es la profunda
novedad de Cristo: en su amor por nosotros derramado con su sangre en la cruz
conocemos que somos suyos, que nada puede separarnos del Amor. Ni tan siquiera la muerte.
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