Papa Francisco | Alessandro Di Bussolo
«Nos amó», la encíclica del
Papa sobre el Sagrado Corazón de Jesús
«Dilexit nos»,
la cuarta Encíclica de Francisco, retoma la tradición y actualidad del
pensamiento «sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo»,
invitándonos a renovar su auténtica devoción para no olvidar la ternura de la
fe, la alegría de ponerse al servicio y el fervor de la misión: porque el
Corazón de Jesús nos impulsa a amar y nos envía a los hermanos.
«"Nos
amó", dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Rm 8,37), para hacernos
descubrir que de este amor nada "podrá separarnos" (Rm 8,39)». Así
comienza la cuarta Encíclica del Papa Francisco, titulada a partir del incipit
«Dilexit nos» (TEXTO INTEGRAL) y dedicada al amor humano y
divino del Corazón de Jesucristo: «Su corazón abierto va delante de nosotros y
nos espera sin condiciones, sin exigir ningún requisito previo para amarnos y
ofrecernos su amistad: Él nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10). Gracias a Jesús
'hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene' (1 Jn 4, 16)» (1).
El amor de Cristo representado en su Corazón santo
En una
sociedad -escribe el Papa- que ve multiplicarse «diversas formas de
religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor» (87),
mientras el cristianismo olvida a menudo «la ternura de la fe, la alegría de la
entrega al servicio, el fervor de la misión de persona a persona» (88), el Papa
Francisco propone una nueva profundización en el amor de Cristo representado en
su santo Corazón y nos invita a renovar nuestra auténtica devoción recordando
que en el Corazón de Cristo «podemos encontrar todo el Evangelio» (89): es en
su Corazón donde «finalmente nos reconocemos y aprendemos a amar» (30).
El mundo parece haber perdido su corazón
Francisco
explica que, encontrando el amor de Cristo, «nos hacemos capaces de tejer lazos
fraternos, de reconocer la dignidad de todo ser humano y de cuidar juntos
nuestra casa común», como nos invita a hacer en sus encíclicas sociales Laudato
si ' y Fratelli tutti (217). Y ante el Corazón de
Cristo, pide al Señor «que vuelva a tener compasión de esta tierra herida» y
derrame sobre ella «los tesoros de su luz y de su amor», para que el mundo,
«sobreviviendo entre guerras, desequilibrios socioeconómicos, consumismo y uso
antihumano de la tecnología, recupere lo más importante y necesario: el
corazón» (31). Al anunciar la preparación del documento al final de la
audiencia general del 5 de junio, el Pontífice había dejado claro que ayudaría
a meditar sobre los aspectos «del amor del Señor que pueden iluminar el camino
de la renovación eclesial; pero también que pueden decir algo significativo a
un mundo que parece haber perdido el corazón». Y ello mientras se celebran los
350 años de la primera manifestación del Sagrado Corazón de Jesús a Santa
Margarita María Alacoque en 1673, que se clausurarán el 27 de junio de 2025.
La importancia de volver al corazón
Abierta por
una breve introducción y dividida en cinco capítulos, la Encíclica sobre el
culto al Sagrado Corazón de Jesús recoge, como se anunció en junio, «las
preciosas reflexiones de anteriores textos magisteriales y de una larga
historia que se remonta a las Sagradas Escrituras, para volver a proponer hoy,
a toda la Iglesia, este culto cargado de belleza espiritual».
El primer
capítulo, «La importancia del corazón», explica por qué es
necesario «volver al corazón» en un mundo en el que estamos tentados de
«convertirnos en consumistas insaciables y esclavos de los engranajes de un
mercado» (2). Lo hace analizando lo que entendemos por «corazón»: la Biblia
habla de él como un núcleo «que está detrás de todas las apariencias» (4), un
lugar donde «no importa lo que se muestre por fuera ni lo que se oculte, ahí
estamos nosotros mismos» (6). Al corazón conducen las preguntas que importan:
qué sentido quiero que tengan mi vida, mis opciones o mis acciones, quién soy
yo ante Dios (8). El Papa señala que la actual devaluación del corazón proviene
del «racionalismo griego y precristiano, del idealismo postcristiano y del
materialismo», de modo que en el gran pensamiento filosófico se han preferido
conceptos como «razón, voluntad o libertad». Y al no encontrar lugar para el
corazón, «ni siquiera se ha desarrollado ampliamente la idea de un centro
personal» que pueda unificarlo todo, a saber, el amor (10). En cambio, para el
Pontífice, hay que reconocer que «yo soy mi corazón, porque es lo que me
distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con
los demás» (14).
El mundo puede cambiar a partir del corazón
Es el corazón
«el que une los fragmentos» y hace posible «cualquier vínculo auténtico, porque
una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la
fragmentación del individualismo» (17). La espiritualidad de santos como
Ignacio de Loyola (aceptar la amistad del Señor es cosa del corazón) y san John
Henry Newman (el Señor nos salva hablándonos al corazón desde su Sagrado
Corazón) nos enseña, escribe el Papa Francisco, que «ante el Corazón de Jesús,
vivo y presente, nuestra mente, iluminada por el Espíritu, comprende las
palabras de Jesús» (27). Y esto tiene consecuencias sociales, porque el mundo
puede cambiar «a partir del corazón» (28).
«Gestos y palabras de amor»
El segundo
capítulo está dedicado a los gestos y palabras de amor de Cristo. Los gestos
con los que nos trata como amigos y muestra que Dios «es cercanía, compasión y
ternura» se ven en sus encuentros con la samaritana, con Nicodemo, con la
prostituta, con la adúltera y con el ciego del camino (35). Su mirada, que
«escruta lo más profundo de tu ser» (39), muestra que Jesús «presta toda su
atención a las personas, a sus preocupaciones, a su sufrimiento» (40). De tal
manera «que admira las cosas buenas que reconoce en nosotros», como en el
centurión, aunque los demás las ignoren (41). Su palabra de amor más elocuente
es estar «clavado en la Cruz», después de llorar por su amigo Lázaro y sufrir
en el Huerto de los Olivos, consciente de su propia muerte violenta «a manos de
aquellos a quienes tanto amaba» (46).
El misterio de un corazón que amó tanto
En el tercer
capítulo, «Este es el Corazón que tanto amó», el Pontífice recuerda cómo
la Iglesia reflexiona y ha reflexionado en el pasado «sobre el santo misterio
del Corazón del Señor». Lo hace refiriéndose a la Encíclica Haurietis
aquas, de Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (1956).
Aclara que «la devoción al Corazón de Cristo no es la adoración de un órgano
separado de la Persona de Jesús», porque adoramos «a Jesucristo entero, el Hijo
de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya en la que destaca su
corazón» (48). La imagen del corazón de carne, subraya el Papa, nos ayuda a
contemplar, en la devoción, que «el amor del Corazón de Jesucristo, no sólo
incluye la caridad divina, sino que se extiende a los sentimientos del afecto
humano» (61) Su Corazón, continúa Francisco citando a Benedicto XVI, contiene
un «triple amor»: el amor sensible de su corazón físico «y su doble amor
espiritual, el humano y el divino» (66), en el que encontramos «lo infinito en
lo finito» (64).
El Sagrado Corazón de Jesús es una síntesis del
Evangelio
Las visiones
de algunos santos particularmente devotos del Corazón de Cristo - precisa
Francisco - «son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien», pero
«no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fueran la
Palabra de Dios». Así, el Papa recuerda a Pío XII que no se puede decir que
este culto «deba su origen a revelaciones privadas». Al contrario, «la devoción
al Corazón de Cristo es esencial a nuestra vida cristiana, en cuanto significa
la plena apertura de la fe y de la adoración al misterio del amor divino y
humano del Señor, hasta el punto de que podemos afirmar una vez más que el
Sagrado Corazón es una síntesis del Evangelio» (83). A continuación, el
Pontífice invita a renovar la devoción al Corazón de Cristo también para
contrarrestar «las nuevas manifestaciones de una “espiritualidad sin carne” que
se multiplican en la sociedad» (87). Es necesario volver a la «síntesis
encarnada del Evangelio» (90) frente a «comunidades y pastores centrados sólo
en actividades externas, reformas estructurales desprovistas de Evangelio,
organizaciones obsesivas, proyectos mundanos, pensamiento secularizado, en
diversas propuestas presentadas como exigencias que a veces se pretende imponer
a todos» (88).
La experiencia de un amor «que da de beber»
En los dos
últimos capítulos, el Papa Francisco destaca los dos aspectos que «la devoción
al Sagrado Corazón debe mantener unidos para seguir alimentándonos y
acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso
comunitario y misionero» (91). En el cuarto, «El amor que da de beber»,
relee las Sagradas Escrituras y, con los primeros cristianos, reconoce a Cristo
y su costado abierto en «aquel a quien traspasaron», al que Dios se refiere a
sí mismo en la profecía del libro de Zacarías. Un manantial abierto para el
pueblo, para saciar su sed del amor de Dios, «para lavar el pecado y la
impureza» (95). Varios Padres de la Iglesia mencionaron «la llaga del
costado de Jesús como fuente del agua del Espíritu», sobre todo san Agustín,
que «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de
encuentro personal con el Señor» (103). Poco a poco, este costado herido,
recuerda el Papa, «llegó a asumir la figura del corazón» (109), y enumera
varias santas mujeres que «contaron experiencias de su encuentro con Cristo,
caracterizadas por el descanso en el Corazón del Señor» (110). Entre los
devotos de los tiempos modernos, la Encíclica habla en primer lugar de san
Francisco de Sales, que representa su propuesta de vida espiritual con «un
corazón atravesado por dos flechas, encerrado en una corona de espinas» (118).
Las apariciones a santa Margarita María Alacoque
Bajo la
influencia de esta espiritualidad, santa Margarita María Alacoque relata las
apariciones de Jesús en Paray-le-Monial, entre finales de diciembre de 1673 y
junio de 1675. El núcleo del mensaje que se nos transmite puede resumirse en
aquellas palabras que oyó santa Margarita: «He aquí aquel Corazón que
tanto amó a los hombres y que no escatimó nada hasta agotarse y consumirse para
darles testimonio de su Amor» (121).
Teresa de Lisieux, Ignacio de Loyola y Faustina
Kowalska
De Santa
Teresa de Lisieux, el documento recuerda haber llamado a Jesús «Aquel cuyo
corazón latía al unísono con el mío» (134) y sus cartas a su hermana Sor María,
que ayudan a no centrar la devoción al Sagrado Corazón «en un aspecto
doloroso», el de quienes entendían la reparación como «primacía de los
sacrificios», sino en la confianza «como la mejor ofrenda, agradable al Corazón
de Cristo» (138). El Pontífice jesuita dedica también algunos pasajes de la
Encíclica al lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús,
subrayando que en sus Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola propone al
ejercitante «entrar en el Corazón de Cristo» en un diálogo de corazón a
corazón. En diciembre de 1871, el padre Beckx consagró la Compañía al
Sagrado Corazón de Jesús, y el padre Arrupe volvió a hacerlo en 1972 (146). Las
experiencias de santa Faustina Kowalska, se recuerda, vuelven a proponer la
devoción «con un fuerte acento en la vida gloriosa del Resucitado y en la
misericordia divina» y, motivado por ellas, san Juan Pablo II también «vinculó
íntimamente su reflexión sobre la misericordia con la devoción al Corazón de
Cristo» (149). Hablando de la «devoción de consolación», la
Encíclica explica que ante los signos de la Pasión conservados por el Corazón
del Resucitado, es inevitable «que el creyente desee responder» también «al
dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor» (151). Y pide «que
nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del pueblo fiel de Dios,
que en su piedad popular busca consolar a Cristo» (160). Para que entonces
«deseosos de consolarlo, salgamos consolados» y «también nosotros podamos
consolar a los que se encuentran en toda clase de aflicciones» (162).
La devoción al Corazón de Cristo nos envía a los
hermanos
El quinto y
último capítulo, «Amar por amor», profundiza en la dimensión
comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de
Cristo, que, al «llevarnos al Padre, nos envía a los hermanos» (163). De hecho,
el amor a los hermanos es el «mayor gesto que podemos ofrecerle a Él a cambio
de amor» (167). Mirando a la historia de la espiritualidad, el Pontífice
recuerda que el compromiso misionero de san Carlos de Foucauld hizo de él un
«hermano universal»: «dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quiso acoger
en su corazón fraterno a toda la humanidad sufriente» (179). Francisco habla
luego de «reparación», como explicaba san Juan Pablo II: «ofreciéndonos juntos
al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia,
se pueda construir la civilización del amor tan anhelada, el reino del Corazón
de Cristo» (182).
La misión de enamorar al mundo
La Encíclica
recuerda de nuevo con san Juan Pablo II que «la consagración al Corazón de
Cristo «debe asimilarse a la acción misionera de la Iglesia misma, porque
responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través de los
miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino». En consecuencia, a través de
los cristianos, «se derramará el amor en el corazón de los hombres, para que se
edifique el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y se construya también una
sociedad de justicia, paz y fraternidad» (206). Para evitar el gran riesgo,
subrayado por san Pablo VI, de que en la misión «se digan muchas cosas y se
hagan muchas cosas, pero no se pueda provocar el feliz encuentro con el amor de
Cristo» (208), necesitamos «misioneros en el amor, que aún se dejen conquistar
por Cristo» (209).
La oración de Francisco
El texto
concluye con esta oración de Francisco: «Pido al Señor Jesús que de su santo
Corazón broten para todos nosotros ríos de agua viva para curar las heridas que
nos infligimos, para fortalecer nuestra capacidad de amar y de servir, para
impulsarnos a aprender a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y
fraterno. Esto hasta que celebremos juntos con alegría el banquete del reino
celestial. Allí estará Cristo resucitado, que armonizará todas nuestras
diferencias con la luz que brota sin cesar de su Corazón abierto. ¡Bendito sea
siempre!» (220).
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