Evangelización | José Antúnez Cid*
No tomar en vano ni a Dios… ni al
hermano
Quizá sea un pecado hoy olvidado; incluso cuando lo
recordamos lo reducimos a evitar expresiones que, aunque importan, tocan solo
la superficie. El pueblo judío, para evitar tomar en vano el Nombre de Dios,
cambió las vocales de Yahvé por las de Adonai, pronunciando «Jehová». Como
quizá nos pase, parte del pueblo lo normativizó en una casuística sin corazón.
Su luz para el camino degeneraba en restricción al perder su sentido original.
En esa cultura el nombre designa la persona y tomar el nombre en vano es
tomarla en vano a ella. Dar el propio nombre es ponerse a disposición de quien
lo recibe. Y Dios nos lo reveló. El segundo precepto de la Alianza tiene un
hondo sentido: tras el amor incondicional al único Dios que expresa el primero,
este desarrolla su condición de posibilidad: mantener abierta la distancia con
el respeto santo posibilita un diálogo amoroso que no intenta controlar a Dios.
Tomarle en vano sería usarlo como un ídolo destruyendo esa distancia (Marion),
como recurso mágico, un instrumento manipulable. No cabría reciprocidad
amorosa, Dios no sería un Tú, sino una fuerza que controlo con su nombre.
No tomamos su Nombre en vano principalmente cuando se
nos escapa una blasfemia. Hay multitud de blasfemias de acción y actitud.
Ocurre siempre que para lograr mis fines uso su autoridad para justificar una
guerra, un crimen, una injusticia, una ideología, una decisión… revistiéndolos
de Su voluntad cuando es la mía. Es el caso menor de la mamá que, para lograr
que el niño haga lo que ella quiere, dice que es voluntad de Dios. Puedo usar
el Evangelio, al Papa, para salirme con la mía,
en vez de dejarme interpelar en la distancia del respeto. Convierto a Dios en
mi pretexto. He aquí una raíz del abuso de poder, dentro y fuera del
cristianismo.
Jesús fue condenado por blasfemo al igualarse a Dios.
Pero lo es y nos divinizó, mostró la presencia de Dios en cada uno. Desde la
experiencia cristiana ya no podemos reducir al hermano a aliud (otra cosa) pues es alter (otro). El totalmente Otro se identifica con
cada otro (Girard). De ahí que el pecado sea más que la amartía: no es fallo o error. «Lo que hiciste a uno de
estos…». Levinas descubrió la presencia absoluta del Otro en el encuentro con
el pobre, el huérfano y la viuda; experiencia ética fundante que abre una
salida al individualismo totalizador de la modernidad que culminó en el
Holocausto. Antes Kant sostuvo que el sentimiento de respeto, una afectividad
básica que abre el espacio al reconocimiento del otro, es condición de
posibilidad del imperativo categórico: no tratar al otro como mero medio. ¿No
llega en rigor el segundo mandamiento aquí?
Usando una pensée du dehors (Blanchot),
una mirada de periferia que sabe tomar distancia para captar la profundidad y
mostrar lo que parecía que no estaba, se descubre la blasfemia contra Dios en
el hermano. Tomamos a Dios en vano cada vez que no nos tomamos en serio al
otro, especialmente al vulnerable. Tomarlo en vano es abusar de él y de lo
sagrado que hay en él, de Dios. La dignidad ontológica de la persona,
perceptible vía naturaleza compartida, refleja su relación originaria con Dios,
que nos impulsa a vivir conforme a nuestro ser (dignidad moral) y expresarlo en
la sociedad posibilitando una vida digna. Violar esa dignidad, banalizarla en
cualquier campo es también blasfemia. No podemos jugar con los derechos humanos
actuando en nombre de una pretendida dignidad contra la dignidad real. El Papa
Francisco pidió un desarrollo de Dignitas infinita que incluyera las actuales
violaciones de la dignidad, muchas cometidas en nombre de esa dignidad.
Tomamos al hermano en vano en un pequeño abuso de
confianza o en grandes manipulaciones. Lo tomo en vano en su cuerpo —y me tomo
a mí mismo en vano— al banalizar la sexualidad. Cuando sin preocupación por las
personas reales, las fuerzas políticas reducen a propaganda electoral
migrantes, aborto, eutanasia, género, pobreza, víctimas (abusos, violencia
contra la mujer, terrorismo)… toman a Dios y al hermano en vano, sin respeto
los reducen a producto de comercio político. Nadie está exento de esta tentación.
También un cristiano lo hace si en vez de atender a una persona sin hogar por
su dignidad infinita, por el Dios que la habita, busca su lucimiento o acallar
la conciencia.
Este pecado prolifera en un tiempo que no respeta
diferencias y todo lo quiere dominar. Todo se convierte en vano, lo sagrado se
diluye y el amor resulta imposible (Guardini). Podemos blasfemar sin emitir un
solo sonido, ¿nos confesaremos más de ello? Pero sobre todo se trata de seguir
esa luz que abre el espacio de respeto que posibilita la donación, el encuentro
personal con Dios y una fraternidad que Le reconoce en el hermano.
*Universidad Eclesiástica San Dámaso
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