Jueces, capítulo 5 es uno de los poemas más antiguos en la literatura del Primer Testamento. Se presenta como una memoria femenina sistematizada, nacida en los bebederos (v.11), donde las mujeres festejaban la justicia de Dios. El texto es un canto de victoria, después del conflicto bélico entre sectores citadinos y segmentos campesinos. Débora surge en el corazón de las aldeas como mujer, jueza y profetiza (Jc 4,4). Denuncia la explotación que constata: nuestros campos están vacíos (v.7). O sea, el pueblo del campo sufre despojo de los productos de la tierra, controlado por la ciudad. Sin dejar de cuestionar su pueblo por los hechos idolátricos (v.8) que, según la teología de la época, causaron la calamidad, ella canaliza sus fuerzas para dar respuestas al embate del presente: una manifestación bélica es necesaria, pero las tribus, sin “escudo” ni “lanza”, enfrentarán reyes, dispuestos a vencer, con sus poderosos armamentos (cf.: v.8.19.28).
¡La profetisa despierta y contagia con su esperanza! (v.12). Por la pasión a su pueblo, por su manera de argumentar y querer realizar sus sueños, Débora recibe el título de “madre de Israel” (v.7). La madre posee autoridad para congregar. Pero, de las tribus convocadas, 4 estuvieron ausentes (v.15b-16). Hay, pues, divisiones internas. Algunas de ellas estaban en mejores condiciones económicas y no asumieron el compromiso.
Recordemos que de las tierras ocupadas, no todas tenían las mismas condiciones. Las tribus pobres se ofrecen para el combate (v.2.9). Se desatan, así, las cabelleras en Israel. Coraje no falta. Débora comanda (v.21), cantando valientemente, desafiando los príncipes poderosos (v.3). ¿Por qué intimidarse si con ellos/as está el Dios de Israel? A su paso la tierra tiembla, los cielos caen como gotas, las nubes se fundieron en agua (v.4), los montes se licuaron (v.5), las estrellas combatieron (v.20), la torrente de Quison arrastró los adversarios (v.21). Y los que antes eran considerados débiles, ahora son reconocidos como los héroes y las heroínas de Israel (v.13). Se observa que en el episodio de este Dios guerrero no existían armas, son los enemigos que salen corriendo, espantados y perecen. Toda la naturaleza, de forma extraordinaria, conspira con la justicia.
¿Dónde están los valientes? Sólo uno escapó, el jefe, llamado Sísara (v.26). Fue justamente a esconderse en la casa de Jael, una extranjera solidaria, también sometida por los citadinos a la cobranza de absurdos impuestos. Él pide agua, ella ofreció leche; le sirvió nata en taza noble (v.25). Él tomó confianza. Y los v.25-27 narran la caída de un hombre guerrero por las manos de una mujer. Jael comparte el espacio teológico con Débora confirmando que la justicia de Dios, en el texto, tiene rostro femenino.
Las “Déboras” actuales son las mujeres constructoras de justicia. No quedan estáticas, aguardando que las señales de vida “bajen del cielo”. Salen en procura de sus sueños e invierten en pequeñas conquistas. Conocen la realidad que las circunda. Analizan y reflexionan ejecutando sus pensamientos a favor de la comunidad. No son mujeres haraganas. Siempre están a camino e inventando nuevas acciones libertadoras sin dejarse intimidar por prejuicios. Ellas están revestidas de auto-confianza. Hablan poco y consistente. Para ellas las amigas son aliadas en el proyecto y no competidoras que disputan el espacio. Saben dialogar y trabajar con hombres solidarios, aquellos que crían, como Jesús, una nueva masculinidad.
Ellas también saben llorar, porque no son de piedra. Mucha es la ternura que soporta una mujer de opción y pasión. Sienten el cansancio del camino, pero una curiosa fuerza interior las hace resistir. Saben de la soledad del árido desierto y su consecuente sed de equidad.
Cuando una mujer confía en otra mujer se renueva el abrazo santo de Jael y Débora, de María e Isabel, convirtiéndose, solidariamente, cómplices de Dios y su justicia.
Rincón de la Palabra / Ángela Cabrera, op
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