Discernir una fe
desbordada por el terror
No todo el que me diga “Señor, Señor”, entrará en el
Reino de los Cielos (Jesús de Nazaret, Mt 7, 21)
San Ignacio de Loyola, maestro espiritual reconocido
de la Iglesia católica, hizo uno de los más grandes aportes a la encarnación de
la espiritualidad cristiana para nuestros dÃas. Su pedagogÃa espiritual se
centró en enseñar a orar con «modo y orden», algo que aprendió de los estudios
tomistas que realizó en la Universidad de ParÃs. En buena medida, esta
pedagogÃa consistió en diseñar protocolos de oración para hacer más razonable
la fe, no dejándose llevar por fáciles sentimentalismos. A esos protocolos para
organizar la oración y la práctica de fe llamó «ejercicios espirituales». Estos
vienen tejidos con una variedad de «reglas de discernimiento» que permiten
distinguir experiencias religiosas engañosas de experiencias religiosas
auténticas. La expresión «ejercicios espirituales» ya habÃa sido utilizada en
la filosofÃa griega, pero ahora adquirÃa un significado novedoso.
Por qué hacer «ejercicios espirituales»
La idea subyacente a la propuesta de hacer ejercicios
espirituales puede explicitarse con una analogÃa bien simple. Asà como el
cuerpo necesita ejercicios fÃsicos para estar en forma, la vida espiritual
necesita determinadas «calistenias» o rutinas reflexivas para responder
coherentemente a la voluntad de Dios revelada en la vida y enseñanzas de Jesús
de Nazaret. Otra analogÃa que puede ayudarnos a entender el propósito de tales
ejercicios espirituales: solo escribe bonito quien ha hecho mucha caligrafÃa. La
caligrafÃa es un medio para mejorar la letra, no un fin. Lo importante es
llegar a escribir bonito (kallós (bello) –graphia (escritura);
pero para ello hace falta ejercitarse una y otra vez, comparando los resultados
del producto con la calidad del trazo alcanzado. AsÃ, en los ejercicios
espirituales se repiten imaginativamente diversas escenas en las que uno se ve
envuelto, se reconocen los sentimientos que estas escenas producen, se
identifican las reacciones que nos provocan y se comparan estas reacciones con
la manera en que Jesús actuó. Ha de concluirse que una persona cristiana debe
de estar persuadida que no toda expresión religiosa canaliza o expresa convenientemente
la voluntad de Dios; dependerá de las motivaciones a las que responda nuestra
conducta y del resultado final que se obtenga con ella.
Los ejercicios espirituales de san Ignacio se
inscriben en la corriente espiritual denominada Devotio Moderna. Esta
corriente espiritual de la Baja Edad Media se caracterizaba por su objetivo
general: poner algo de racionalidad en la propia experiencia de fe y hacer de
la vida ordinaria un espacio de encuentro con Dios. Dios ha de buscarse «en
todas las cosas», en el dÃa a dÃa. Una de sus estrategias fundamentales de este
movimiento de renovación eclesial fue conectar con las nuevas preguntas
teológicas que traÃa la irrupción de la ciencia moderna y cuestionar el
sacramentalismo litúrgico que habÃa marcado la fe católica desde el siglo XIII,
sobre todo en torno a la adoración del Cuerpo de Cristo en la hostia
consagrada. Un devocionismo litúrgico exagerado o irracional amenaza en su raÃz
la responsabilidad moral de los cristianos, la santa libertad responsable
querida por Dios. Un Cristo mágico nos hace buscar en un cielo espectacular a
quien nos invita a encontrarlo en el hermano solo y desamparado (Mt 25, 31-46).
Se conoce como «fideÃsmo» la doctrina filosófica y
teológica según la cual se llega a Dios renunciando al uso de la razón. Esto
tiene que ver tanto con el dominio teórico como con el dominio práctico o ético,
pues la razón es tanto teórica como práctica. El fideÃsmo ha sido declarado
como doctrina no válida por la Iglesia católica (Denzinger, Enchiridion, 10ma. ed., núms. 553-570; Conc. Vat. I, Const.
Apostólica Dei Filius, cap. IV). La Iglesia, siguiendo a Tomás de
Aquino, ha entendido que razón y fe son las dos alas con las que debe volar
todo creyente cristiano (Ver Juan Pablo II, Fides et ratio, introito). Con
otro vocabulario, el mismo Jesús de Nazaret condenó el fideÃsmo cuando expresó
que no todo el que le llame machaconamente «Señor, Señor…» entra inmediatamente
en la dinámica de lo querido por el Dios vivo y verdadero.
De la Devotio Moderna se derivó una
espiritualidad que bien puede denominarse «fraternidad de la vida común», como
se llamaron las comunidades que se fundaron en aquellos siglos al calor del
movimiento de renovación espiritual nacido en los PaÃses Bajos. Más que buscar
grandes signos en el cielo (Hch 1, 11), actitud ya denunciada como falso
cristianismo en los mismos evangelios (Mt 24, 23-24), se trata de encontrar la
voluntad divina en la vida ordinaria. La vida de todos los dÃas está repleta de
signos portentosos que nos llevan a preguntar qué debemos hacer, tomando en
cuenta los lÃmites de nuestras capacidades y las grandes potencialidades de
nuestra inteligencia.
Como tarea espiritual queda entonces recorrer un
camino parecido al que recorrió Jesús en las tentaciones del desierto (Mt 4,
1-11; Lc 4, 1-13). Según el testimonio de Jesús, Dios no nos mandará ángeles
del cielo para que nos tropecemos con la dureza de la vida terrenal. Dios nos
manda más bien a asumir nuestras vidas esperanzados, preguntándonos de todo
corazón ¿dónde está tu hermano, quién es tu prójimo?
El Dios de Jesús no es sádico
La primera tentación que tenemos en estos tiempos de
pandemia que nos aterroriza es considerar a Dios como un ser sádico. Este es el
archiconocido Dios castigador, el que esperaba Juan el Bautista (Lc 3, 7) y al
que Jesús se opuso. Según esta concepción muy extendida, que podrÃa encontrar
eco en muchos pasajes del Antiguo Testamento, Dios ha mandado el coronavirus
para castigar a la humanidad por sus pecados. Suponiendo las imágenes dantescas
del juicio final, su objetivo serÃa humillar al ser humano para que vuelva su
corazón hacia Dios.
Esta imagen de Dios castigador tiene como trasfondo un
ser celoso, egocéntrico y distante. Desde su trono celestial este dios envÃa
«avispas que te piquen» para mostrar a la humanidad que es él quien tiene el
poder absoluto y que lo ejerce como le viene en gana, sin rendir cuentas a
nadie. Este dios no dialoga, escarmienta maquiavélicamente y ejecuta
justicieramente sin parpadear.
A este Dios sádico solo se le puede rezar «pidiendo
cacao», como decimos los dominicanos. Hay que repetirle machaconamente que
tenga piedad, porque de no hacerlo se corre el riesgo de padecer una nueva versión
de las plagas de Egipto a escala planetaria. Este ser frÃo y resentido no mira
con cariño ni compasión a una humanidad perdida.
Podemos emprender en dirección inversa el camino
recorrido hasta ahora y hacer un ejercicio espiritual de revisión de vida. Traigamos
a la memoria la manera en que estamos rezando durante la pandemia. Si nuestra
oración o actos litúrgicos están llenos de miedo al castigo eterno y se
multiplican en nuestros labios frases condenatorias, es signo de que estamos
presos de semejante imagen sádica de Dios. PodrÃamos reescribir el conocido
refrán y decir: «Dime cómo oras y te diré qué imagen de Dios tienes».
Si comparamos esta imagen sádica con la que prevalece
en Jesús de Nazaret veremos que no coinciden. El Abbá de Jesús está
lleno de misericordia y «hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos» (Mt 5, 45). Más que un sátrapa que manda a degollar
arbitrariamente para gobernar con terror a quien se le oponga (Adonai Sebaot,
“Dios de los ejércitos”) o un justiciero (Goel), el Dios Padre de
Jesús sale todos los dÃas de su casa al encuentro de sus hijos perdidos para
acogerlos con un abrazo reconciliador y compartir el banquete familiar (Lc 15,
11-24).
El Dios de Jesús no es milagrero: el pan «bajado del
cielo»
Una vez superada la imagen veterotestamentaria del
Dios justiciero por el don del EspÃritu en el bautismo (Lc 3, 21-22), las
tentaciones de Jesús fueron sobre su «ser hijo». En un momento mÃstico, Jesús
habÃa sentido profundamente que Dios es Padre y que todos los seres humanos
somos sus hijos y por tanto hermanos. De eso él no tenÃa ninguna duda. Pero se
dio cuenta de que esta intuición profunda no le quitaba la responsabilidad de
discernir cómo debÃa ser hijo de Dios. Dicho de otra manera, ser hijo de
Dios no es un estatus adquirido sino un modo de caminar en la vida a la luz de
la palabra que Dios nos dirige.
La primera de las tentaciones que Jesús enfrentó era
la del milagro fácil. El demonio le pide a Jesús que sencillamente use su poder
divino para multiplicar el pan y saciar el hambre (Lc 4, 2-4). Hay aquà un tema
que se repetirá a lo largo de la vida de Jesús narrada en los evangelios. Mientras
fuera reconocido como un mago multiplicador de panes tendrÃa asegurado muchos
seguidores; cuando por el contrario interpelara con la palabra profética para que
cada uno asumiera la propia vida comenzarÃa a perder popularidad.
Quien magistralmente desarrolla esta tensión entre pan
milagrero y palabra profética es san Juan en el capÃtulo 6 de su evangelio (Jn
6, 26-50). Jesús se da cuenta de improviso que la repartidera de pan lo ha
hecho popular y que por su poder mágico lo querÃan «candidatear» para rey (Jn
6, 14-15). Jesús se escapa de esta avalancha populista del poder polÃtico y
«vuelve al monte solo», como hizo Moisés en su momento. Cuando se enfrenta con
la necesidad del hambre del pueblo manipulada para fines polÃticos, Jesús retoma
el arduo camino de la palabra profética dejando de repartir el ambiguo pan
seductor bajo las motivaciones del espÃritu maligno. Ante la crisis producida
en su misión evangelizadora, Jesús interpela con fuerza a los discÃpulos que
aún seguÃan con él: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6, 67). Pedro,
como siempre, es quien toma la palabra en nombre de la comunidad, primus
inter pares: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»
(Jn 6, 68).
Si en nuestra oración pedimos un «pan del cielo» que
nos bendiga milagrosamente desde lo alto y no nos disponemos a comulgar «el pan
que es la carne de Jesús» (Jn 6, 51), hemos tomado una decisión distinta a la
de Pedro y la primera comunidad de la Iglesia. San Juan nos enseña que el pan
«bajado del cielo», el nuevo maná, es la carne de Jesús, es decir, el pan
encarnado, el «pan nuestro de cada dÃa» que nos acompaña al caminar.
El camino del discernimiento en la pandemia
En este momento de pandemia cualquier persona de buena
voluntad puede ser vÃctima fácil de una religiosidad desbordada. Podemos caer
de rodillas ante las imágenes del Dios castigador y del Dios milagrero. Podemos
pregonar con mucha irresponsabilidad, desde el sadismo espiritual, que «quien
se contagió es porque Dios lo castigó» o desde el milagrerismo, que «a quien
tiene fe en Jesucristo no se le pega el coronavirus». Bajo el mismo impulso
podemos salir a contagiar o contagiarnos siguiendo fideÃstamente a peregrinos
de dudosas trayectorias que dicen ser enviados por Dios (Lc 21, 8). Ante esto,
tenemos el camino emprendido por Jesús contra toda tentación: el camino de la
vida común y de la responsabilidad compartida. Jesús no sale como superman
volando del alero del templo, sostenido por ángeles guerreros que no permiten
que su pie tropiece (Lc 4, 9-11). Muy por el contrario, tropezar con la dureza
de la vida es el modo misterioso de integrarse en el plan divino. Es lo que la Devotio
Moderna llamó «la vida común» y que inspiró la vida de san Ignacio de
Loyola.
En buena medida, lo que he querido expresar en estas
lÃneas comparte su inspiración con la exhortación apostólica Gaudete et
exsultate del papa Francisco. Bellamente dice el Papa: «Me gusta ver la
santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crÃan con tanto amor a
sus hijos, en estos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a casa,
en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo» (Gaudete
et exsultate, n. 7). No por
casualidad esta exhortación a la santidad de la vida cotidiana concluye con una
invitación al discernimiento (nn. 166-175). En este mundo de distracciones de
internet, nos dice el Papa, debemos de estar más alerta que nunca porque
«podrÃa ocurrir que en la misma oración evitemos dejarnos confrontar por la
libertad del EspÃritu, que actúa como quiere. Hay que recordar que el
discernimiento orante requiere partir de una disposición de escuchar: al Señor,
a los demás, a la realidad misma que siempre nos desafÃa de maneras nuevas» (n.
172).
En este mismo tenor ignaciano que subyace en las
enseñanzas del papa Francisco, BenjamÃn González-Buelta, nuestro maestro espiritual,
nos ha regalado un bello salmo para estos dÃas de pandemia. Hagamos oración
auténtica con estas palabras, para que la fe desbordada por el terror no nos
aleje de la santidad de cada dÃa:
Dios en la pandemia
“Pidan y se les dará,
busquen y encontrarán”.
Pedir y buscar unidos
como el inspirar y el expirar.
Pedir nos abre el corazón
al don de Dios, en su surgir,
en su crecer y en su sazón.
Buscar nos activa enteros
para salir y encontrar el don
que ya crece entre nosotros
al ritmo y forma de lo humano.
Dios sabe lo que necesitamos
y ya ha empezado a dárnoslo
antes que se lo pidamos
y es mayor que nuestros sueños.
En los trabajadores enmascarados,
los laboratorios en silencio,
las rutinas de servidores anónimos,
la soledad intubada y muda,
el vacÃo respetuoso de las calles,
los templos llenos de ausencias,
las cuatro paredes familiares,
los muertos al sanar a los heridos,
los entierros sin funeral ni llanto,
el cálido aplauso de las ocho
y las insomnes redes digitales,
ya está creciendo un don impredecible
desbordando nuestras oraciones
y las previsiones de los sabios.
¿Qué nueva humanidad se está gestando
en esta tierra que gime su embarazo?
No le pidamos a Dios impacientes
que presione el vientre de la historia
y acelere el parto. Es tiempo
de silencio servicial y expectante.
BenjamÃn González Buelta S.J.
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