Reflexión | Enrique Martínez Lozano
Gracia y comprensión
Cuando se contrasta esta parábola con otra rabínica anterior, salta a la
vista la novedad del mensaje de Jesús, una novedad que puede resumirse en una
palabra: gratuidad.
La parábola anterior –seguramente conocida por el propio Jesús y sus
oyentes– era similar en todo a esta evangélica, salvo en el final. Cuando “los
primeros” protestan, el amo les replica: “Es cierto, vosotros habéis aguantado
toda la jornada, pero estos últimos han trabajado con tanto empeño que en solo
una hora han hecho el mismo trabajo que vosotros en todo el día”.
Esta respuesta “deja las cosas en su sitio” y “salva” nuestro sentido
habitual de la “justicia”: cada uno debe recibir según su esfuerzo o sus
méritos. Porque no es “justo” que “los últimos sean los primeros”.
La idea del mérito colorea todos los ámbitos de la existencia, incluido
el religioso, donde ha dado lugar a una “religión mercantilista”, que conduce
fácilmente al fariseísmo: el creyente no solo presume de sus buenas obras, sino
que se considera “justo” –por encima de los demás, según otra lúcida, elocuente
y conocida parábola (Lc 18,9-14)– y merecedor de los favores divinos (o con
“derechos” ante Dios). Es la “religión del ego”.
El ego se entiende a sí mismo como “hacedor” y actúa en función del
beneficio que piensa obtener. No solo se percibe, de manera insensata, como
separado de la vida –de la realidad–, sino que se adjudica la autoría de todo
lo que hace y se apropia del resultado.
Mientras persiste la identificación con el yo no pueden verse las cosas
de otro modo. Más aún, se juzgará como indebido o incluso “injusto” el hecho de
que todos perciban el mismo “premio”.
La sabiduría, sin embargo, muestra una perspectiva radicalmente
diferente, que tal vez pueda resumirse en estos puntos:
· cada persona hace todo lo que sabe y puede en cada momento, de acuerdo
a su nivel de consciencia y a su “mapa” mental; a partir de aquí, ¿cómo juzgar
y compararme con los otros, cuyos condicionamientos de todo tipo desconozco por
completo?;
· todo lo que soy y tengo, en último término, lo he recibido; todo ha
sido y es gracia; como se lee en una de las cartas de Pablo, “¿qué tienes que
no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo
hubieras recibido?” (1 Cor 4,7). El hecho mismo de “ir a la viña en la primera
hora” –por volver a la parábola–, ¿no es ya un regalo?;
· lo que llamamos “yo” es solo una “identidad pensada” –la “identidad”
que nace de la mente–, pero no lo que realmente somos; el yo se percibe a sí
mismo como carencia, en busca de “denarios” con los que conseguir seguridad;
pero realmente somos plenitud: ¿por qué pelearnos por “un denario”? (o por “un
cabrito”, como hace el hermano mayor de la parábola del “hijo pródigo”,
mientras el padre le está asegurando que “todo lo mío es tuyo”: Lc 15,29.31);
· el yo se considera a sí mismo el “hacedor”, porque la mente se apropia
de la acción y considera el resultado un mérito propio; sin embargo, hablando
desde el nivel profundo, el único sujeto real de toda acción es la misma y
única vida; visto desde ese plano, no soy el hacedor, sino el “canal” a través
del cual la acción ha pasado o está pasando; y si no soy el hacedor en el plano
profundo –aunque en el nivel relativo o de las formas “funcionemos” con esa
creencia–, ¿por qué me apropio del resultado, como si realmente fuera obra mía?
Cuando comprendemos la verdad de lo que somos –plenitud de vida
experimentándose en una forma o persona concreta–:
·
dejamos de apropiarnos de los resultados;
·
actuamos sin apetencia de fruto;
·
nuestras acciones nacen y fluyen desde la comprensión
de lo que somos;
·
cesan el orgullo en el éxito y la culpa en el fracaso;
·
acaba la comparación, el juicio y la descalificación
de los otros.
·
¿Vivo más en la apropiación o en la gratuidad? ¿A qué
se debe?
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