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Una aventura en la reciprocidad
La
“emergencia educativa” que señaló Benedicto XVI y el Pacto Educativo Global
impulsado por el Papa Francisco revelan, sin lugar a dudas, que
nos encontramos frente a un gran problema. Que podamos afrontarlo sin
cuestionar el marco en el que nos movemos, es quizás una de las razones que nos
han llevado hasta aquí.
La
crisis educativa es una forma de pobreza que puede hacernos ver las cosas de
otra manera, abandonar la inercia y el “siempre se ha hecho así”, y cambiar una
idea mal entendida de la tradición como cenizas que venerar más que como fuente
de inspiración vital. Tenemos que leer los signos de los tiempos, en lugar de
maldecirlos o clasificarlos como errores que, por otro lado, son nuestros en
gran medida.
Formar
no es modelar de acuerdo a un ideal que uniforme las individualidades, del
mismo modo que educar no es difundir de forma unidireccional un contenido por
parte de un “emisor” cualificado. Para educar, no se puede confiar en un saber
consolidado que se cree poseer. Nos recuerda el Papa Francisco que el primer
movimiento en materia de educación es de salida: ex-ducere. No solo se trata
de hacer salir a otros, sino a uno mismo.
Supone
salir de fórmulas tranquilizadoras, de un lenguaje autorreferencial, de un
consenso edulcorado que se convierte en un refugio consolador más que en una
apuesta radical por convertirse en levadura. Supone salir de la “egolatría”
individual e identitaria y de un conocimiento asegurado dejándose así provocar
por nuevas preguntas.
No
es una cuota rosa
No
se sale con un acto de voluntad, sino a través del encuentro o desencuentro con
los demás. Sobre todo, con quien está en las periferias, con quien nos provoca
y nos convoca más allá de nuestros saberes. El encuentro es siempre “un
comienzo vivo”, como escribía Romano Guardini. Sergio de Giacinto definía la
educación como “una procreación continua”. Hanna Arendt sostenía que
“la esencia de la educación es la natalidad, el hecho de que los seres
humanos vengan al mundo. Por eso, no puede haber una educación sin la relación
y sin la reciprocidad. La primera está entre lo masculino y lo femenino”.
No
una complementariedad basada en la división de los deberes. No es una
cuestión de cuota rosa. La reciprocidad es un recíproco fecundarse en esa
tensión imprescindible entre los dos términos que no existen fuera de su
relación: Adán se convierte en Ish, hombre, en el momento en que ve a Ishà, la
mujer.
El
reconocimiento de una co-esencialidad no puede dejar de tener consecuencias
sobre la formación en la Iglesia, la de los sacerdotes en primer lugar, pero no
solo. Si Dios es Padre, María es madre y maestra. La forma en que esta
riqueza puede traducirse en la aventura de la formación está todavía por
imaginarse y materializarse.
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