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    lunes, 5 de abril de 2021

    El cielo: patria de la identidad


    Dios en la VIDA | Luis González - Carvajal





    El cielo: patria de la identidad

     

    Por descontado, el cielo de la fe no es el de los astronautas. El «cielo» no es otra cosa que el Reino de Dios. Ocurre que Mateo (y sólo él), puesto que escribió su Evangelio para los judíos, empleó casi siempre la expresión «Reino de los Cielos»; es decir, una perífrasis para evitar, según el uso rabínico, pronunciar el sacratísimo nombre de Dios.

     

    Eso tuvo importantes consecuencias porque, en los siglos posteriores, olvidado ya el origen de la expresión, se empezó a hablar de «cielo» a secas, polarizándose el esfuerzo de los cristianos en llegar individualmente al «cielo» después de la muerte, amortiguándose la preocupación colectiva por la tierra.

     

    Grave equivocación. En el capítulo titulado «El cristiano en el mundo» vimos ya que los destinos del hombre y del cosmos están ligados para siempre. Ambos deben perfeccionarse poco a poco hasta alcanzar su plenitud, que llegará tras esos momentos de discontinuidad que en el caso del hombre llamamos «muerte» y en el caso del cosmos «fin del mundo».

     

    La eternidad no es, pues, una sucesión infinita de tiempo, sino un permanente ahora

     

    Así, pues, dejemos de hablar del «cielo» y digamos que la bienaventuranza eterna se llama Reino de Dios; la situación de reconciliación definitiva con nosotros mismos, con nuestros hermanos, con el mundo y con Dios. A esa situación accederán todos cuantos ya aquí intentaron vivir así, y se mantuvieron firmes en su propósito, aun con los altibajos de cualquier ser humano. Tras la muerte, sin posibilidad ya de retroceso, permanecerán para siempre en ese estado que eligieron.

     

    Esperamos vivir, pues, en unos «nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia» (2 Pe 3, 13). Esperamos que cuando el mundo llegue a su fin será transformado por Dios, y ese mundo nuevo nos servirá de patria.

     

    Pero -pensará alguno- si la resurrección tuviera lugar en el momento de la muerte, ¿qué será de los que hayan muerto antes del fin del mundo? ¿cuál será su patria hasta entonces? La pregunta se responde fácilmente si caemos en la cuenta de que el tiempo y la sucesión temporal corresponden a este lado de la muerte. Al otro lado quedarán abolidas nuestras categorías de espacio y tiempo. La eternidad no es, pues, una sucesión infinita de tiempo, sino un permanente ahora; un ahora persistente en el que todo es realidad a la vez.

     

    Precisamente porque la eternidad es un permanente ahora viviremos lo que Olivier Clément llama el «milagro de la primera vez: la primera vez que sentiste que ese hombre sería tu amigo; la primera vez que oíste tocar, cuando niño, aquella música que te marcó; la primera vez que tu hijo te sonrió; la primera vez... Después uno se acostumbra. Pero la eternidad es desacostumbrarse». No debemos temer, pues, la monotonía. (Es conocida la anécdota del pintor Lantara: Cuando en su lecho de muerte, en 1778, alguien le dijo que pronto vería a Dios para siempre cara a cara, replicó: «¡Cómo!, ¿y nunca de perfil?»).

     

    Soy consciente de que apenas he dicho nada sobre el cielo. Me he limitado a emplear algunas imágenes, pero es que -como decía San Anselmo- la bienaventuranza es más fácil conseguirla que explicarla. Hoy por hoy, «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).

     

    Yo me contento con saber que en el Reino de Dios veremos la auténtica realización humana. «Cuando llegue allá, entonces seré hombre».

     

    Tomado de: ESTA ES NUESTRA FE. Teología para universitarios, Luis González-Carvajal

     

     

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