Fe y Vida | Consuelo Vélez/RD
De cargos casi vitalicios a
la descentralización
del poder y el relevo generacional
La iglesia,
como toda institución humana, tiene que regirse por leyes para
garantizar su funcionamiento. Por eso el Código de Derecho Canónico y
los reglamentos particulares de cada asociación son necesarios. A propósito de
esto, quiero hacer referencia al último cambio que ha promulgado el
“Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida” sobre el
periodo de duración de los órganos máximos de gobierno de las “Asociaciones de
Fieles” que no debe exceder dos períodos de cinco años cada uno. Se
recomienda lo mismo para los/as fundadores/as aunque para ellos/as puede darse
alguna excepción, en vistas a garantizar el desarrollo del carisma.
No voy a hacer
una reflexión desde el punto de vista legal (que excede mi competencia) sino
sobre esos períodos “casi vitalicios” que ejercen algunas de las
autoridades de los grupos, bien porque dichas autoridades se
asientan en el poder y no lo sueltan fácilmente o porque los
miembros del grupo crean a su alrededor una cierta “aureola” que
parece irremplazable o porque es difícil confiar en otro que parece
“demasiado igual a nosotros” o porque los grupos van teniendo menos
personas y no hay tantas opciones o por otras muchas razones que se podrían
formular. Lo cierto es que ciencias, como la psicología, alertan sobre
ese deseo o necesidad de tener “padres”, “superiores”, “reyes”, líderes”,
“jerarcas”, “madres”, ídolos, etc., y proyectar en ellos lo que tal vez no logramos
nosotros mismos. Ser personas autónomas, libres, maduras, es tarea de toda
la vida y siempre hay que correr tras de ello. Pero es fácil dejar la carrera y
resguardarse tras alguna figura superior.
El Decreto
afirma que reduce esos períodos tan largos del ejercicio del poder porque
es necesaria la “sana rotación y para evitar las apropiaciones que degeneran
en violaciones y abusos”. Además, porque se ve lo positivo de un “relevo
generacional” y de que todos los miembros de un grupo -de manera
directa o indirecta- participen en la elección de tales autoridades.
¿Por qué se
tienen que decretar algunas normas que deberían ser obvias en instituciones que
tienen como objetivo la vivencia del evangelio, el servicio, la fraternidad, la
humildad, el desprendimiento y tantos otros valores que decimos caracterizan
nuestra fe? Además,
textos como el del evangelista Marcos: “si alguno quiere ser el primero,
será el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35) o el de Mateo:
“Ustedes saben que a los que gobiernan entre las naciones les gusta mostrar su
poder. A sus principales dirigentes les gusta ejercer su autoridad sobre la
gente. Pero entre ustedes no debe ser así. Más bien, el que quiera
ser más importante entre ustedes debe hacerse su siervo. (Mt 20, 25-26),
deberían ser el horizonte de cualquier ejercicio de gobierno ejercido en la
iglesia.
Pero tal vez,
la iglesia como toda organización humana se acomoda continuamente al contexto
en el que vive y nuestro mundo está lleno de “honores”, “vanagloria”,
“apegos” y, sobre todo, deseo “de poder y de prestigio”. Ahora bien, el
Decreto dice que los nuevos movimientos eclesiales, surgidos después de
Vaticano II, han traído “una época de gran florecimiento, aportando a la
Iglesia y al mundo contemporáneo una abundancia de gracia y de frutos
apostólicos”. Seguro es verdad, pero no se puede olvidar que algunos de
estos movimientos han producido mucho dolor a la iglesia por los abusos
cometidos por sus fundadores/as u otros miembros y por su manera de ejercer el
poder con autoritarismo y coacción de conciencia de sus miembros. ¿Será que
esto ha llevado a decretar estas nomas? Sería bueno explicitarlo porque solo
aceptando los errores y buscando enmendarlos, se pueden ver otros horizontes.
El Decreto también dice que estas normas no aplican “a los cargos de gobierno
que están vinculados a la aplicación de las normas de las asociaciones
clericales, institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica”.
Supongo que cada decreto debe darse para cada tipo de grupo, pero me parece que
debería ser válido para todos y más para los institutos clericales donde me
parece que, todavía hoy, aunque entre sus miembros haya religiosos (no
clérigos) los superiores generales, siempre han de ser clérigos.
En
verdad, en tiempos en que la iglesia apuesta por un modelo más sinodal,
conviene revisar muchas cosas. Es urgente un ejercicio más
compartido del poder y, por supuesto, purificando este poder
para entenderlo como servicio y no como superioridad. De la mano iría
el cuidado del lenguaje: títulos como superior/a, padre/madre,
excelencia, eminencia, reverendo/a, director/a, etc., desdicen mucho de lo que
las personas de gobierno deberían significar para un grupo que quiere vivir la
fraternidad/sororidad en su seno. La descentralización del poder sería algo
que ayudaría mucho a quitar tanto “unipersonalismo”. Algunos grupos
laicales tienen toda una estructura organizativa, pero en la práctica, las
decisiones quedan en manos de la persona que ejerce el cargo central, haciendo
que los que ejercen otros cargos (consejeros, administradores, secretarias,
etc.) sean ayudas funcionales, pero no decisorias.
Las leyes
formuladas no cambian automáticamente la realidad, pero presionan para hacerlo.
La práctica concreta ayuda para cambiar las leyes. Es decir, los dos
movimientos van de la mano y se retroalimentan. Ojalá que
este Decreto haga replantear bien a fondo el ejercicio del poder para
despojarlo de tantos accesorios y recuperar lo único importante -el servicio- y
que una nueva práctica -realmente sinodal (caminar juntos)- florezca
una iglesia -testimonio creíble- de un estilo de comunidad que puede vivir sin
prestigio, ni poder, sin superiores ni inferiores, sin gente excepcional y
gente insignificante, sino donde todos son hermanos y hermanas, hijos e hijas,
del Dios del Reino que es padre y madre, pero que sobre todo, en su Hijo nos
mostró que “no vino para ser servido sino para servir y dar su vida por
muchos” (Mt 20, 28).
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Religión Digital:
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