Casa de Luz | Lic. Juan Rafael Pacheco
La pequeña
historia del sermón sin palabras
En una fría región del noroeste
americano vivía un buen señor que domingo por domingo asistía a la Santa Misa
en su parroquia. De buenas a primeras, sin embargo, dejó de hacerlo. Al pasar
varias semanas, el párroco decidió visitarlo.
La
noche estaba helada. El sacerdote encontró al caballero sólo en su casa,
sentado frente a una crujiente chimenea, en la que los leños encendidos
iluminaban todo el hogar. Creyendo adivinar la razón por la que el párroco le
visitaba, el hombre le dio la bienvenida, llevándolo a sentarse en un
confortable sillón cerca de la chimenea, permaneciendo callado.
El
padre se acomodó, pero no dijo nada. En aquel denso silencio estuvo
contemplando la danza de las llamas alrededor de los leños ardientes. Pasados
unos largos minutos, el párroco tomó las pinzas y cuidadosamente eligió un leño
que ardía alegremente colocándolo a un lado de la chimenea, totalmente solo.
Luego se sentó de vuelta en el sillón, sin decir media palabra.
El
anfitrión observó tranquilamente toda la escena, en quieta contemplación. Un corto tiempo después, la llama del leño
solitario comenzó a parpadear y disminuir, reavivándose momentáneamente y ya
luego estaba frío e inerte.
En
todo aquel tiempo no había mediado ni media palabra desde el saludo inicial. El
párroco miró su reloj y se dio cuenta que era tiempo de irse. Lentamente se
paró y tomó en sus manos el leño solitario, colocándolo de vuelta en medio de
la hoguera. Inmediatamente empezó a encenderse gracias a las llamas de los
ardientes leños que lo rodeaban.
Al
irse acercando a la puerta, el anfitrión, lágrimas en los ojos, le dijo
visiblemente conmovido: “Gracias, muchas gracias por su visita y especialmente
por su ardiente y fogoso sermón. Dios
mediante estaré en la iglesia el próximo domingo.”
Dios
nos envía señales todo el tiempo. Es más, yo casi me atrevería a afirmar que
esa es su forma favorita de comunicarse con nosotros. Estamos viviendo en un
mundo que trata de decirnos mucho con bien poco. Sin embargo, no son muchos los
que escuchan, no son muchos los que mantenemos el oído bien abierto y muchas,
muchísimas veces, los mejores sermones son los que se nos dan sin
palabras.
Viene a la
memoria la anécdota aquella del día en que Francisco invitó a su fiel compañero
Fray León a que fueran a evangelizar en Asís. De madrugada partieron hacia el
pueblo, y no más llegar fueron recorriendo sus calles en total silencio. Ya
hacia el mediodía, León, intranquilo, preguntó a Francisco que cuando empezarían
a evangelizar, a lo que Francisco le contestó que desde que entraron en Asís
aquella mañanita habían estado evangelizando todo el tiempo.
“Una
cosa yo he aprendido en mi vida al caminar, no puedo ganarle a Dios, cuando se
trata de dar.
Por
más que yo quiero darle, siempre me gana Él a mí, porque me retorna más de lo
que yo le pedí.
Se
puede dar sin amor, no se puede amar sin dar; si yo doy, no es porque tengo:
más bien tengo porque doy.
Y
cuando mi Dios me pide, es porque me quiere dar; y cuando mi Dios me da, es
porque quiere pedirme.
Si
quieres haz el intento y comienza a darle hoy, y verás que en poco tiempo
podrás decir como yo:
Una
cosa he aprendido, en mi vida al caminar, no puedo ganarle a Dios, cuando se
trata de dar.”
¡Y
es que el Buen Señor nos da de tantas formas diferentes!
Por
eso, precisamente por eso, debemos estar muy atentos a todos esos sermones sin
palabras…
Bendiciones
y paz. ADH 857
Mis cuentos aparecen publicados en Catholic.net
Este cuento aparece publicado en la página 185 de mi libro “¡Descúbrete! Historias y cuentos para ser
feliz”. Disponible en Papelería Villa Olga, teléfono 809 583 4165,
Santiago; Librerías Paulinas, La Sirena y Librería Cuesta.
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