Espiritualidad | Jesús Martínez Gordo
Entre
el Tabor y el Calvario. Una Espiritualidad ‘con carne’
La
espiritualidad tiene que ver con cómo nos relacionamos con la trascendencia. Es
una relación, hay una alteridad. Y en función de cómo sea ese vínculo nos
relacionamos con nuestra realidad y con nosotros mismos ¿Se puede hablar de una
espiritualidad sin carne?
La
espiritualidad tiene que ver con el Espíritu del que en el credo
nicenoconstantinopolitano se dice que es “Señor y dador de vida”. Por eso, la
entiendo como participación de la Vida en plenitud de la que nuestra existencia
es una anticipación. Así experimentada y formulada, tiene que ver con la vida
personal y social y, por supuesto, con el mundo en el que existimos, es decir,
con lo que me atrevo a llamar la “carne”.
Además, como
“jesu-cristiano”, no me parece aceptable erigir la distinción conceptual entre
“carne” y Espíritu, Jesús y Cristo, inmanencia y trascendencia o yo y lo otro
como si reflejaran una separación real. La vida es una. Por eso, entiendo que
es un error tratar de experimentar y entender lo que es fruto de distinciones
conceptuales como realidades no interrelacionadas, es decir, separadas.
A diferencia
de estos dualismos, una espiritualidad “jesu-cristiana” es la que nos ayuda a
vivir y dar razón de la unidad en la que vivimos, nos movemos y existimos;
imposible “sin carne”.
¿Las espiritualidades
ateas, si es que existen, pueden aportar algún punto de encuentro hoy para los
cristianos en el diálogo con nuestra sociedad, con esta cultura?
Existen las
espiritualidades (también llamadas “místicas”) ateas o “sin Dios”, profanas,
agnósticas y nihilistas. Es más. Se están poniendo de moda estos últimos años
en algunos círculos; sobre todo, europeos.
Lo cierto es
que las ha habido desde siempre, por más que haya increyentes -y también
creyentes- que las nieguen o miren con recelo, desprecien e, incluso, combatan
de manera beligerante. Supongo que porque parecen cuartear ciertas convicciones
-o, quizá, prejuicios- obligándoles a reajustarlos. Y uno de ellos es la
imposibilidad de una experiencia de relación con lo que se transparenta en la realidad
y es denominado, entre otras expresiones, como el “todo”, el “absoluto”, “el sí
eterno”, el “vacío”, “la nada”, la oscuridad o el silencio.
Pues bien, a
pesar de lo que sostienen estas personas, hay increyentes que reconocen la
existencia de esa relación y unión con dichos “todo”, “absoluto”, “sí eterno”,
vacío o “nada”, diferenciándose unas experiencias de otras por sus
explicaciones. Tal es el caso, entre otros, de André Comte-Sponville, George
Bataille, J. C. Bologne o L. Wittgenstein. Y mucho antes que ellos, Plotino, el
autor de las “Enéadas”, en el siglo tercero.
Cuando
creyentes e increyentes dialogan, a partir de este terreno común, el debate
consiste en precisar el grado -mayor o menor- de consistencia racional o
argumentativa de las diversas explicaciones aportadas a partir de las comunes
y, a la vez, diferenciadas, experiencias de relación con la realidad. Y, por
supuesto, sobre la capacidad integradora de dichas experiencias. Por ejemplo,
con lenguaje “jesu-cristiano”, si son experiencias de las que brotan o en las
que se fundan un programa de vida (el de las Bienaventuranzas); si consuelan y
reconfortan, estimulando a vivir de manera agradecida y esperanzadora (lo que
se simboliza con el monte Tabor) y si hay sitio en ellas para una vida solidaria
y fraterna con los últimos de nuestro mundo (lo que se significa con el
Calvario y sus actualizaciones).
Pero, sobre
todo, si son experiencias y discursos en los que hay circulación, articulación,
equilibrio y mutuo enriquecimiento (con sus legítimas diferencias) entre estos
tres montes simbólicos.
Existen,
ciertamente, otros lenguajes y explicaciones de estas experiencias comunes,
además del “jesu-cristiano”, pero éste es el que yo propongo en este libro y
desde el que leo, con empatía crítica, la experiencia y explicación “sin Dios”
de André Comte-Sponville y de aquellas aportaciones que tipifico como propias
de los que denomino “agnósticos trágicos” cuando dicen mantener una relación
con lo que está “más allá de la finitud” en términos de maravilla, agonía o
lucha y ética o cuidado.
¿Qué
tiene que aportar esta espiritualidad “jesu-cristiana” a la cultura de hoy y a
otras espiritualidades? ¿la carne? ¿la alteridad?
En primer
lugar, la importancia de la unidad y de la distinción sin separación entre la
cabeza, el corazón, los pies y las manos: de la cabeza, como sede simbólica del
discurso racional y del programa; del corazón, como “lugar” de la experiencia y
de los pies y de las manos, mediaciones del compromiso transformador. Y la
excelencia que son, como fruto de dicha distinción sin separación, la gran
cantidad de espiritualidades, teologías y explicaciones; incluidas las
agnósticas y nihilistas, además de las ateas o “sin Dios”.
Pero también
la importancia de la comunión. Las diferentes espiritualidades y teologías de
las que hablo se complementan y enriquecen entre sí con sus respectivos y
legítimos acentos. De ahí la relevancia de una fecunda interrelación entre
todas ellas: que el Dios de Jesús de Nazareth es “uni-trinitario” quiere decir
que es, a la vez, uno y comunión o articulación de diferentes. La pluralidad
espiritual y teológica se encuentran en el código genético del catolicismo; por
más que, a veces, pueda resultar complicada de gestionar; como sucede en la
vida de cada día y en toda cultura.
Puede haber,
por ejemplo, personas partidarias de espiritualidades y teologías más atentas
al programa del monte de las Bienaventuranzas o del reino de Dios, es decir, al
discurso, al anuncio y a la profecía, pero, si son “uni-trinitarias”, se
pasearán, aunque sea de vez en cuando, por los otros dos montes, el del Tabor y
el del Calvario. Y otro tanto hay que decir de quienes priman, como residencia
preferente, dichos Tabor o Calvario.
En resumen,
lo que los “católicos” podemos “aportar”- mejor, testimoniar- a la cultura de
hoy y a otras espiritualidades es, por más que pueda parecer tópico, la unidad
“jesu-cristiana” y la comunión o articulación “uni-trinitaria”.
A veces,
hay cristianos muy comprometidos, que no paran, que no están quietos, pero que
a lo mejor no transmiten alegría ni esperanza. ¿Qué tiene que ver en ello la
ideología de la solidaridad?
Desde las
llamadas “nuevas espiritualidades” se critica a los cristianos que han hecho
del Calvario o del compromiso por la justicia y la liberación la residencia
preferente de su espiritualidad y teología, que no atienden adecuadamente a
reponer las fuerzas, algo que solo sería posible encontrándose con Dios, sobre
todo, en la intimidad de uno mismo (lo que llaman la “mismidad”) o en el
“silencio”. Y que, por eso, son legión los que acaban agotados, desalentados y
tirados en las cunetas de la vida, sin fuerzas ni esperanza alguna.
Es a esto a
lo que algunos promotores de estas “nuevas espiritualidades” llaman “ideología
de la solidaridad” o “del altruismo”.
No creo que
sea una expresión muy feliz. Y no lo es porque evidencia una absolutización de
dichas “mismidad” y “silencio”, con desprecio de la fraternidad o del
encuentro, gratuito y desinteresado, con los demás y en su lucha por la
justicia como manantiales de unión con lo que decimos cuando decimos “Dios”.
Pero, más allá de esta importante observación critica, creo que hay algo que
merece la pena tenerse en cuenta: sospecho que a Jesús de Nazareth no le agrada
encontrarse en los Calvarios contemporáneos con más cadáveres, aunque sean por
un exceso de generosidad, lucha y compromiso. Intuyo que prefiere encontrarse
con personas espiritualmente enteras y animosas porque reponen fuerzas al
circular, aunque sea de vez en cuando, por los actuales Tabores y montes de las
Bienaventuranzas; en particular, cuando no es posible refrescarse en los
“Calvarios”.
Los “jesu-cristianos”
estamos convocados a la santidad, es decir, a la vida en plenitud y
bienaventurada, compartida con todos y, de manera particular, con los últimos;
no al martirio. Éste solo es “de recibo” cuando sobrevenga por coherencia
evangélica, pero no creo que pueda ser buscado por sí mismo. El cristianismo no
es exaltación de la Cruz, sino proclamación y experiencia de que el Crucificado
ha resucitado y de que, por eso, podemos y debemos estar al lado de los
crucificados de nuestros días para contribuir a erradicar tales Calvarios y
evitar más dolor, muerte y desolación.
Ésta,
normalmente, suele ser una carrera de fondo en la que, además de encontrarnos,
sin buscarlo, con el martirio, también nos hallamos con infinidad de
“chispazos”, anticipaciones o murmullos -gozosos, gratuitos e inesperados- que
hemos de poner en valor o que, por lo menos, hemos de cuidar bastante más; en
particular, quienes hacen del encuentro con Dios en los Calvarios
contemporáneos el santo y seña de su existencia. También en los “Calvarios”
actuales existen dichos “chispazos” o murmullos de plenitud; no solo en la
llamada “mismidad” o en el “silencio”, tal y como los entienden algunos
promotores de las nuevas espiritualidades. Y si no las hay o se encuentran, no
queda más remedio que transitar por otros “Tabores”; que haberlos, haylos.
Así pues,
quienes critican a los cristianos comprometidos de incurrir en la “ideología
del altruismo” -dejando al margen las extrapolaciones en las que pueden caer-
creo que llaman la atención sobre un asunto que, por lo menos, yo estoy
dispuesto a acoger y tomar en consideración: no puedo correr la maratón de la
vida como si fuera un sprint. Y más, si sé que me ronda un altísimo riesgo de
acabar quemado. No creo que la entrega -y más si acaba siendo sistemáticamente
achicharrante o autodestructora- sea característica propia de una
espiritualidad y teología “jesu-cristiana” con residencia preferente en el
Calvario. Cuando menos, procuraría que no lo fuera.
Por su
parte, quienes acentúan desmedidamente la presencia en los actuales Tabores o
montes de las Bienaventuranzas también tienen sus problemas, diferentes a los
de quienes han hecho del Calvario su residencia espiritual y teológica
preferente. Es lo que voy desgranando a lo largo del libro.
La carta
de Claude Corbon al Obispo Dupanloup en 1877 es significativa: habéis perdido
al mundo obrero porque habéis confundido vuestra causa con la de un partido
político. ¿Cuáles son los factores por los que una espiritualidad compasiva y
provocadora, como la cristiana se queda en una causa más entre muchas? ¿Es
posible aspirar a la caridad sin justicia? ¿Y a la justicia sin caridad?
Cuando me
adentro en el estudio histórico de la espiritualidad y teología latinas de los
últimos siglos, me resulta difícil encontrar socializada la evangélica
identificación de Jesús con los pobres o con los últimos. Por eso, no me
extraña que aparezca un doble y preocupante proceso presidido, en primer lugar,
por una jerarquía eclesiástica más atenta a incrementar o conservar su poder que
a cuidar su identidad y espiritualidad como sucesores de los apóstoles y, por
ello, defensores de los pobres. El resultado es -salvo alguna honrosa
excepción- su progresiva y escandalosa mundanización hasta acabar siendo una
jerarquía cortesana que nada tiene que ver con la voluntad de Jesús explicitada
en el programa del monte de las Bienaventuranzas. Este es el contexto en el que
Claude Corbon se dirige al Obispo Dupanloup en 1877 con una claridad,
contundencia y radicalidad evangélicas admirables.
Desgraciadamente,
este es también el contexto en el que se ven envueltos, bien a su pesar,
cristianos y cristianas, santos y teólogos que, a pesar de haber acogido como
propia la causa de los obreros y de los últimos, van a ser fusilados, por
ejemplo, en la Comuna parisina (1871) porque los parias levantados en armas los
perciben más como correas de transmisión de esta casta eclesiástica, aliada con
los burgueses y explotadores, que como compañeros en su viaje liberador. Y esto
mismo volverá a pasar con muchos cristianos ortodoxos en la revolución rusa de
1917 y con no pocos católicos en la guerra civil española de 1936-1939, tanto
en un bando como en otro.
Así pues,
también existen, como acabo de indicar, cristianos y cristianas, santos y
teólogos que, a pesar de ser una minoría, han sido (y siguen siendo en la
actualidad) una luz, que, en su modestia, testimonian -incluso con su sangre-
cómo la espiritualidad y la teología “jesu-cristianas” solo son posibles “con
carne”. Gracias a ellos se ha ido reconociendo, por ejemplo, a lo largo de la
historia, los diferentes rostros del Crucificado no solo en los pobres
socioeconómicos, sino también en los cautivos, indios, obreros, esclavos,
negros o mujeres. Y, también gracias a ellos se han puesto en marcha muchos programas
de intervención samaritanos: limosna e impuestos, sanidad o educación
(anticipaciones de lo que hoy reconocemos como los buques insignias del estado
del Bienestar Social), además de las bases para la declaración universal de los
derechos humanos.
A lo largo
del libro voy detallando algunos de esos programas de intervención con
referencias a los problemas que presenta en nuestros días a la espiritualidad
“jesu-cristiana” la permanencia en los mismos o su descuido. Y, por supuesto,
también algunos de los vericuetos espirituales y teológicos por los que va
pasando la conquista de lo que, con el tiempo, será el reconocimiento de los
derechos fundamentales para todos los seres humanos, independientemente de su
condición social o estatus formativo y económico.
Son
urgencias que, evidentemente, solo puedo formular, sin entrar en más detalles:
cada una de ellas podría ser objeto de un nuevo libro y, si se me apura, hasta
de una enciclopedia… Pero, como eso es, hoy por hoy, imposible, voy a impartir
en la Facultad de teología de Vitoria-Gasteiz, con inicio a primeros de febrero
de 2022, un curso de postgrado sobre estos y otros asuntos que recojo en el
libro de manera esquemática. Y antes, espero presentarlo detenidamente, entre
otros días y lugares, el próximo 20 de noviembre de 10 a 13 de la mañana, en
Cristianisme i Justicia (Carrer Roger de Llúria 13, Barcelona).
Publicado
por Atrio.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Promueve el diálogo y la comunicación usando un lenguaje sencillo, preciso y respetuoso...