Reflexión | P. José Pastor Ramírez/LD
María, mujer trabajadora
Al
usar el concepto trabajador, me viene a la mente lo escrito por San Pablo al
enterarse de que había algunos, en la comunidad de Tesalónica, que se dedicaban
a hacer el vago, y dijo: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”. Esta
constituye una de la regla de oro del trabajo cristiano. En la carta a los
Efesios, también, se expresó de un modo similar: “El que roba, no robe más,
sino más bien que trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, a fin de que
tenga qué compartir con el que tiene necesidad”. En esta ocasión Pablo pone la
laboriosidad como el aspecto positivo del séptimo mandamiento: no robarás.
Las
personas que se rehúsan a trabajar aun cuando tienen las posibilidades, son
comparados con alguien que roba. La laboriosidad es un principio bíblico
importante. Dios no es partidario de la pereza ni de la holgazanería, sino que
nos manda a ser diligentes y esforzados en nuestras labores.
Recordemos
aquella sentencia dirigida a Adán y Eva, a causa del pecado de la
desobediencia: “comerás el pan con el sudor de tu frente”. Todos quedamos
sometidos a la ley del trabajo y de la fatiga.
Comenta
el P. Marcelino de Andrés que María fue una mujer que asumió esta ley del
trabajo. Lo atestiguan claramente sus manos. Manos de una ama de casa. Manos de
una mujer a la que, como suele decirse, “le faltaban manos” para todos los
quehaceres propios y ajenos. Manos hechas al trabajo del agua fría del lavadero
del pueblo y a la limpieza de la casa. Manos abiertas y disponibles a las
necesidades de todos. Manos que sabían también cocinar, peinar y acariciar.
Manos por las que pasaban diariamente quintales de gracia de Dios para otras
personas. Manos que daban gloria a Dios en cada tarea sencilla y humilde. Manos
que siguen intercediendo sin descanso para que obtengamos copiosos favores de
Dios.
El
trabajo digno y humano no mata. Lo que sí mata es la ociosidad y la pereza. El
trabajo es salud y vida. Bien lo saben tantos hombres y mujeres que con alegría
desgastan su vida y sus manos en un trabajo fecundo, yendo mucho más allá de las
fronteras del propio egoísmo. No podemos matar el tiempo, sin herir la
eternidad.
Sin
lugar a duda, María era una mujer profundamente humana, encarnada en su tiempo
y en su realidad: una sociedad machista, que relegaba el rol de la mujer a
tareas consideradas "inferiores"; una realidad social, además, pobre
y en la que la lucha diaria por la subsistencia del hogar era algo que requería
de trabajo y dedicación.
María,
al igual que las mujeres de su época, compartió la misma realidad: trabajo,
esfuerzo y sacrificio, dedicación a la crianza de los hijos y, probablemente,
también mucha rabia e insatisfacción respecto a las condiciones del pueblo
oprimido por los romanos y por quienes imponían cargas de preceptos y
obligaciones innecesarias y excesivas. María era una mujer luchadora, encarnada
y sabia.
Publicado
por Listín Diario
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