Evangelización | Jesús Úbeda Moreno
¡Qué bello es ver a un anciano feliz!
Domingo.
Octava de Navidad. La Sagrada Familia: Jesús, María y José / Lucas 2, 36-40
Evangelio: Lucas 2, 22-40
Cuando
se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron
a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos
pichones».
Había
entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había
sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al
Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban
con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley,
Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora,
Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos
han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Su
padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los
bendijo y dijo a María, su madre:
«Este
ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un
signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para
que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Había
también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy
avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta
los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y
oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y
hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y,
cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose,
lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario
Los Evangelios están llenos de personas que, en el encuentro
con Jesús, nos transmiten la belleza fascinante de una humanidad nueva. Este
domingo aparece el anciano Simeón en el contexto de la presentación de Jesús en
el templo de Jerusalén. La escena evangélica nos evoca que toda la vida
encuentra su sentido, se nos da para desear y esperar a Cristo y poderle abrazar
en la sencillez de lo humano. Hay un elemento muy significativo que recorre el
texto de Lucas en este episodio: hasta tres veces subraya en tres versículos
distintos la obra del Espíritu en este hombre anciano. Simeón fue al templo
aquel día «movido por el Espíritu». Es el Espíritu el que hace posible la
espera confiada y cierta, a pesar de nuestra tendencia a la desesperanza y el
escepticismo. Simeón es un hombre consciente del designio verdadero y bueno de
Dios sobre él y sobre toda la humanidad. Es un hombre «justo y piadoso» porque
es fiel a dicho designio y espera en Dios sin apoyar la salvación en sus
fuerzas y proyectos, sino en la petición y súplica confiada de Aquel que
vendría como consuelo de Israel. No solo para él, sino para todo el pueblo.
Por
eso dice el texto que «el Espíritu Santo estaba con él», porque es el Espíritu
el que, desde el interior de la persona, suscita el deseo y la fidelidad al
anhelo de verdad y bien que existe en nuestro corazón. Es el Espíritu Santo el
que actúa en la vida del hombre antes de que sea explícitamente alcanzado por
el Evangelio. Precede, realiza y consolida el encuentro con Cristo. El deseo de
salvación que anida en toda la humanidad es el primer signo de la acción del
Espíritu que empuja e impulsa sin dejar descansar al hombre hasta que los ojos
puedan contemplar a Cristo.
El
anciano Simeón muestra una docilidad al Espíritu porque confía en el
cumplimiento de la promesa inscrita en su corazón. La obra del Espíritu como
deseo de amor infinito es testigo y signo inconfundible del cumplimiento que
consiste en poder ver a Cristo, abrazarlo y seguirlo, aunque sea en el último
momento de la vida como le pasó a Simeón. Esta espera y el cumplimiento de las
promesas nos une en una fraternidad nueva, porque es donde más originalmente
nos reconocemos con la misma hechura. Y el Señor nos hace caminar juntos para
poder sostenernos en la confianza de que el mismo que comenzó la obra buena en
nosotros la llevará a término (cf. Flp 1, 6).
Precisamente
la familia es ese lugar primigenio donde Dios ha pensado custodiar y guiar a su
plenitud el deseo de felicidad del hombre. Por eso el mismo Cristo ha querido
crecer y vivir en el seno de una familia, mostrando así su voluntad para
responder al deseo de felicidad y plenitud del hombre. Una familia que nos
introduce en la gran familia de Dios (cf. Ef 2, 19), porque se nos comunica su misma vida ya
que «a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). El deseo de salvación custodiado y
guiado por el Espíritu es lo que explica la belleza de la vida del anciano
Simeón y la profetisa Ana, también de avanzada edad. Esa belleza se volvió
resplandeciente como nunca cuando alcanzó su fin. La sobreabundancia del don
acogido en la sencillez de aquel Niño hizo que sus vidas fueran una
prolongación del resplandor de aquel que ha venido como «luz del mundo» (Jn 8,
12). Una luz reflejada en los rostros de aquellos ancianos para todas las
naciones, para todos los pueblos, para todos los que viven en tinieblas y en
sombras de muerte. ¡Qué bello es ver a un anciano feliz! Y cuánto lo
necesitamos.
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