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    miércoles, 6 de marzo de 2024

    Algunas consideraciones sobre la tristeza


    Vida Humana | Rosario Neuman Lorenzini*


     

    Algunas consideraciones sobre la tristeza

     

    A más de uno le extrañará que en pleno auge del transhumanismo aún no nos hayamos liberado de la tristeza. Quizá esa vieja compañera de aventuras sea imprescindible para que no nos acomodemos a este mundo y anhelemos aquel lugar donde ya no habrá lágrimas. Son infinitas las imágenes que podemos evocar de escenas tristes en el arte y en la vida real. Me viene a la cabeza la figura de Dido, la reina cartaginesa del poema épico virgiliano, sumida en la desesperanza por el abandono tras la marcha de su amado Eneas, magníficamente recreada en sonidos imperecederos por el compositor inglés Henry Purcell. La tristeza no es, sin duda alguna, una compañera deseable pero, inevitable en ocasiones, nos puede dar noticia de cómo somos, al manifestar nuestra finitud y precariedad. Santo Tomás la define como un tipo de dolor «interior» causado por la presencia de un mal actual, pasado o futuro, o por la pérdida de algún bien amado. Como pasión del alma que es, se da necesariamente acompañada de alguna expresión fisiológica y no tiene una significación moral en sí, sino en cuanto se somete al imperio de la razón y de la voluntad. Así, por ejemplo, si bien nadie es culpable por padecer tristeza, sí, en cambio, puede serlo por no obrar como es debido en razón de esta. La tristeza suele ser una pasión invalidante: aletarga el caminar, entorpece el estudio, retrasa la decisión: es capaz de teñirlo todo.

     

    De entre los incontables ejemplos que de esto nos ha regalado la literatura resultan significativos poemas como Al triste, en el que el argentino Jorge Luis Borges contrapone las delicias de su mundo intelectual frente a la ausencia de la persona amada, o el relato de las Confesiones de san Agustín en el que narra la muerte de un amigo: «¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo suplicio».

     

    En ambos textos se resalta esta imposibilidad de disfrutar de lo que antaño nos arrebataba y de brindarle con ello sentido a la existencia. La pérdida de una persona querida puede resultar especialmente dolorosa, de modo muy especial y dramático si no se vive en la esperanza del reencuentro definitivo. Ahora bien, en cuanto que es algo que padecemos, siempre cabe la posibilidad de tomar distancia y valorar su verdad. Nuestra interioridad no se reduce a nuestras pasiones, sino que estas han de ir siendo integradas en la autenticidad de una vida personal. Por lo mismo, parte de la educación de un niño pasará por ayudarlo a conocer y tener señorío sobre su vida emotiva. No se trata, obviamente, de anular todo contenido emocional, sino de que nuestros actos sigan el imperio de la razón y la voluntad, para que las emociones se terminen adecuando a lo que somos. Así, mientras que el dolor del prójimo puede provocar la tristeza del misericordioso, su bien también puede despertar la del envidioso. Las tristezas son partes de esta vida y si el corazón se encuentra rectamente ordenado, serán ocasión de crecer en el amor. Por lo pronto, el que no ha conocido la tristeza, difícilmente sabrá acompañar al que la sufre. Debemos ir conduciéndonos para que nuestras emociones sean una ayuda y no un impedimento en orden a la consecución de nuestro fin.

     

    Resulta recomendable considerar los remedios contra la tristeza propuestos por santo Tomás en la Suma teológica: el sueño, los baños calientes, estar con los amigos y contemplar la Verdad. Las dos primeras restablecen la integridad corporal, causando lo que el Aquinate denomina deleite. En el caso del amigo, su contristamiento no solo ayuda a hacer la carga más ligera, sino que el saberse amado es ocasión de gozo y, por tanto, da consuelo. Las tristezas vividas en soledad, en cambio, se hacen doblemente amargas. En un sentido similar, la contemplación de la Verdad conlleva consuelo, por cuanto nada hay más deleitable en esta vida que su conocimiento. En su consideración, el que está triste puede regocijarse en el Bien, fundamento de todo, y reavivar la esperanza del gozo definitivo. La promesa de que toda lágrima será enjugada y que el mal no tiene la última palabra puede ayudarnos a soportar con paciencia las tristezas de este mundo.


    *Profesora de la Facultad de Filosofía de la Universidad Eclesiástica San Dámaso

     

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