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15 de agosto: la Asunción de Nuestra
Señora
Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la
palma diciendo: «María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del paraíso,
para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a
anunciarte que tu Hijo te aguarda». María tomó la palma, que brillaba como el
lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de
Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento. Poco después, los Apóstoles,
que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron
arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del
silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel
lecho, hecho con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la
venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata
desecha, el polvo de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un
nimbo la gloria del apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo
tiempo, la habitación se llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un
cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías;
abajo, el Hijo decía a su Madre: «Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un
trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza». Y María respondió: «Mi
alma engrandece al Señor». Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la
tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso
y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de pecado había cesado de
latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no
corría la sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal.
Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a
sus compañeros: «Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más
puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro
nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas». Se formó un
cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles
salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba san Juan, llevando
la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del
Cielo bajaba una voz que decía: «No te abandonaré, margarita mía, no te
abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable».
Acudieron los judíos con intención de arrebatar los sagrados despojos. Todos
quedaron ciegos repentinamente, y uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes,
recobró la vista al pronunciar estas palabras: «Creo que María es el templo de
Dios».
Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al
sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del
Cenáculo: «La paz sea con vosotros». Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo
de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató
del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una
carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás
sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una buena excusa:
viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el sepulcro solo
quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires, una estela luminosa, que se
extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca lentamente hasta
caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que le envía la virgen en
señal de despedida.
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de
los cristianos con soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros
litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles.
Penetró en todos los países, iluminó a los artistas e inspiró a los poetas.
Parece que resurgió, una vez más, en el valle de Josafat, allá donde los
cruzados encontraron el sepulcro en el que se habían obrado tantas maravillas y
sobre el cual suspendieron tantas lámparas. Como la piedad popular quiere
saber, pidiendo certezas y realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos
con que el oriental sabe tejerlos entre el perfume del incienso y azahares,
adornada con estallidos y decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde
en el siglo v en Oriente con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de
Sardes; Gregorio de Tours la pasa a las Galias; los españoles la leen en el
fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad busca en
ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio de la
Asunción de Santa María al Cielo? Escudriñando la Tradición hay un velo
impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se quedó en
ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo de afirmar la
diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni Epifanio, ni
Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable: el último eslabón
de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción y, despertando secretos
armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación que el arte de Fra Angélico
se atreve a plasmar con pasta conservada en el Louvre. La Iglesia celebra,
junto al Resucitado-Hijo triunfante, a la Madre, singularmente redimida,
Glorificada desde la Traslación.
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