“La Palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros.” (Jn 1, 14)
A menudo, me vuelven
a la mente las imágenes de mis últimas semanas en la República Dominicana. Yo
compartía la vida de los picadores de caña haitianos y me atrevía a abrir la
boca para dar a conocer sus sufrimientos. Cuando caminaba por las calles de
algún pueblo, algunas personas voceaban al verme: “¡Vete de aquí! ¡Tú eres más negro que los mismos haitianos!” En
lugar de herirme, esas palabras me llenaban de orgullo. Sentía que la gente me
identificaba completamente con las mujeres y los hombres con quien vivía. Aquí
en Zambia, algo parecido me ha pasado. Hace algunos días, mientras estaba
sentado en la enramada de la casa, algunos de mis muchachos se acercaron y,
como de costumbre, me tocaron los brazos. Uno dijo: “Tú eres un negro con una piel blanca”. Otro le respondió: “¡No! El es un blanco con una cabeza
negra. El piensa como nosotros.” También en este caso, me sentí contento.
Parecía que poco a poco estaba insertándome en la realidad de los pobres de
este país de África Austral.
La inserción es uno
de los grandes desafíos de todo misionero. Pero ¿qué es la inserción y cuál es
su importancia para la vida misionera? Cerca de mi choza, hemos construido un
gallinero. Para esto, hemos cortado varios horcones que hemos encontrado lejos
en la sabana. Después los hemos plantado en el suelo de nuestro patio y, sobre
ellos, hemos colocado cuidadosamente el alambre de gallina. A las pocas
semanas, uno de los horcones esquineros se puso a revivir y a echar hojas.
Ahora se parece a un nuevo árbol. Cada día, contemplo este milagro de la
naturaleza que me permite reflexionar sobre la inserción. Al salir de su tierra
natal, el misionero es como cortado de sus raíces; Al llegar al país de
destino, le toca revivir sus raíces para insertarse en una nueva tierra, poder
echar hojas y dar frutos en abundancia. El no perderá su identidad pero la
enriquecerá por medio del contacto con un nuevo pueblo y una nueva cultura. Si
no logra insertarse, se parecerá a los otros horcones de mi gallinero que no
son más que palos secos: funcionará pero no dará ningún fruto.
Por cierto, la
inserción es una exigencia del seguimiento de Jesús, “la Palabra hecha hombre”. “Y
la Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros.” (Jn 1, 14) Siendo de
naturaleza divina, Jesús se integró totalmente en un pueblo, en una cultura y
en una religión. Compartió las penas, las alegrías y las esperanzas del pueblo
judío. Caminó sobre los senderos polvorosos de Palestina. Comió pan y bebió
vino como toda la gente de su región. Desde la realidad diaria, anunció una
sociedad nueva utilizando imágenes y comparaciones sacadas de la vida de sus
contemporáneos. Su manera de rezar se parecía a la de los judíos piadosos y
justos de su época. Por cierto, aportó algo
muy nuevo pero se mantuvo siempre enraizado en la historia y los valores
culturales de su pueblo. Nunca adoptó una actitud de desprecio hacia esos
valores.
La inserción no
significa que debemos olvidar nuestras raíces. De hecho esto es imposible. Creo
que para insertarnos de manera satisfactoria en otra cultura, debemos estar muy
conscientes de nuestras propias raíces: sus valores y sus debilidades. La
inserción supone abrazar una nueva cultura, entrar en comunión con ella
transformarse en una persona nueva al entrar en contacto con ella. Por cierto
la inserción abarca todos los aspectos de nuestra vida. Veamos algunos de
ellos.
Primero centrémonos
en la oración. No es lo mismo rezar en Bélgica, en la República Dominicana y en
Zambia. La encarnación del Hijo de Dios exige de nosotros encarnar nuestra
oración en la cultura donde vivimos. En Bélgica, la gente reza más con su mente
y se queda tranquila sin moverse. Aquí en Zambia, las mujeres y los hombres
rezan con todo el cuerpo. Cuando dan gracias a Dios no pueden impedirse de
bailar y de menear las manos, la cabeza y las piernas. A nivel de la oración
personal, cuando hemos entrado en nuestra casa para invitar al Señor a
compartir nuestra vida, una de las primeras cosas que nos toca hacer es ofrecerle
un ramillete de flores. Este regalo sencillo consiste en la vida de los hombres
y mujeres con quien vivimos. Por cierto este regalo cambia según el pueblo
donde habitamos. Aquí en Zambia, en mi oración, suelo presentar al Señor la
lucha de todos los enfermos del SIDA que siguen creyendo en la vida, la sonrisa
y los juegos de los 65 huérfanos que comparten conmigo el maíz de cada día, los
esfuerzos de los pescadores y campesinos para superar la miseria y el
compromiso de tantas mujeres que son los pilares de la Iglesia. En mi ramillete
de flores, pongo miles de nombres y apellidos. En el centro de mi oración,
contemplo al Maestro caminando por las pistas tortuosas de la sabana de Zambia.
Reviso los últimos días y lo veo, negro, sonriente, acogedor… Lo veo hablarme
en cibemba, animarme a seguir sembrando su Palabra en la tierra de Zambia.
La inserción está
también íntimamente conectada con los votos religiosos: Pobreza, obediencia y
virginidad.
Pobreza: Al
insertarme en una nueva cultura, acepto relativizar mi propia cultura, reconozco
que no soy el centro del mundo, me hago sencillo y pobre. En mi pobreza siento
la necesidad de abrirme totalmente a los demás y de darles la mano. Una actitud
de pobre es una condición esencial para poder insertarse en otra cultura.
Obediencia: Al entrar
en comunión con otro pueblo, trato de discernir la voluntad de Dios en la vida
de este pueblo. Reconozco que yo no soy un pozo de ciencia que tiene una
respuesta a todo. Escucho a las mujeres y a los hombres que me rodean. A través
de ellos Dios me habla y me hace conocer su proyecto concreto de amor para este
pueblo.
Virginidad: La
inserción en una nueva cultura exige mucho amor. Sólo olvidándose de uno mismo
y dándose totalmente a Este que dirige la Historia, uno puede insertarse de
manera armoniosa en otro pueblo y anunciar con su vida que Dios es bueno y que
él es un Padre o una Madre loco/a de amor.
Apuntes Misioneros
/ Pedro RUQUOY, cicm, ADH 748
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