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    jueves, 7 de diciembre de 2017

    Elizabeth

    Apuntes Misioneros| Pedro Ruquoy, cicm


    Elizabeth
    Acabamos de acoger a una nueva niña. Ella acaba de cumplir un mes. La madre está en el hospital muy enferma. La bebecita no es más grande que un dedo. La llamamos Elisabeth…”. Esta información me fue dada por teléfono a final del mes de octubre cuando todavía me encontraba en Bélgica por motivo de salud. El médico acababa de informarme que el tumor que yo tengo sobre un riñón era probablemente maligno y necesitaba una intervención quirúrgica. El anuncio de la llegada de la pequeña Elizabet fue como un vaso de agua fresca en una caminata difícil por el desierto que  repentinamente se había instalado en mi vida, Más se acercaba el momento de mi salida de Bélgica, más yo tenía ganas de ver y de conocer a nuestra pequeña Elizabeth.
    Por fin, después de un viaje largo y cansón, llegué a Mulungushi Agro el 31 de octubre tarde en la noche. Elizabeth estaba dormida en la habitación de los más pequeños con Laston, Natasha y mama Alice. Así que yo tuve que esperar hasta el día siguiente para descubrir la cara de nuestra última llegada. Ella llegó delante de mí, envuelta en una frisa, instalada en las inmensas manos de mama Alice. Ella tenía dificultades para mantener los ojos abiertos y, a pesar de las numerosas muecas que yo le hacía, nunca logré iluminar su carita con una sonrisa. La tristeza inundaba la totalidad del cuerpecito desnutrido de la niñita, Seca, demacrada, con sólo la piel sobre los huesos, ella se parecía a una viejita de 80 años. Curiosamente, yo podía vislumbrar la presencia horrible de la muerte en su mirada fijada hacia el cielo.
    Llamé al doctor Balonda, un médico amigo quien trabaja en el hospital de la ciudad de Kabwe y, por supuesto, él me aconsejó de traerle la bebecita lo más pronto posible. Así que el día de los difuntos, me puse de nuevo de camino hacia la ciudad de Kabwe con mama Alice y Elizabeth quien presentaba ya ciertas dificultades para respirar. La bebecita fue inmediatamente internada en el hospital y las enfermeras bajo la supervisión de nuestro amigo médico se pusieron a luchar contra la muerte que se acercaba cada vez más. Dejé a mama Alice con Elizabeth y tomé de nuevo el camino de regreso hacia Mulungushi Agro pensando en nuestra última hija quien, con sus fuerzas débiles y apenas perceptibles  estaba luchando para conseguir la vida. ¡Parecía al combate del niño David contra el gigante Goliat! Algunos minutos antes de las 8 de la tarde, llegué al orfanato. Con todos los niños y niñas rezamos para que nuestra pequeña Elizabeth salga victoriosa.
    Desgraciadamente, a las 6 de la madrugada del día siguiente, una llamada telefónica ponía todas nuestras esperanzas por el suelo: el médico me informaba que, en medio de la noche, Elizabeth se había ido al más allá.  Tomé de nuevo el camino de la ciudad de Kabwe con dos de nuestros adolescentes. Allá compramos un pequeño ataúd, pagamos la medicina administrada a la niñita durante su tiempo en el hospital y fuimos al depósito de cadáveres donde el cuerpo de Elizabeth descansaba en una de las neveras. Como padre de la difunta, tuve que firmar el certificado de fallecimiento en el que estaban escritas las causas de la muerte: “neumonía y grave desnutrición”. De hecho, desde su nacimiento hasta su llegada a nuestra casa, la recién nacida no había tenido la oportunidad de recibir leche y tenía que contentarse cada día con una especie de sopa de maní: Era la única comida al alcance de la pobre abuela  quien había tenido que encargarse de la bebe,  tomando en cuenta la enfermedad gravísima de la madre.
    Al llegar a Mulungushi Agro, decenas de personas esperaban nuestra llegada para empezar inmediatamente los ritos del entierro de la bebecita. Para mí, fue una oportunidad de aprender nuevos elementos de la cultura de este rincón de África. Algunas mujeres ancianas llevaron el ataúd en un lugar discreto para preparar el cuerpo según la tradición, por ejemplo, contrariamente a los difuntos adultos y jóvenes, Elizabeth fue enterrada con los ojos abiertos…Después de casi una hora de preparación, el pequeño ataúd fue llevado a nuestra capilla donde celebramos la misa. En la homilía, a pesar de estar consciente de que Elizabeth se había juntado con los angelitos del cielo, me costó hablar del amor y de la ternura de Dios; lancé la pregunta de por qué Dios, fuente del amor, permitía el sufrimiento y la muerte de pequeños inocentes. Y la pregunta se quedó en el aire, sin respuesta. Me di cuenta que no hacían falta muchos días para amar a una persona: en nuestra casa. Todas y todos estábamos realmente afectados por la partida de Elizabeth; mama Alice estaba inconsolable y lloraba amargamente así que algunas muchachas que se habían encargados de cuidar a la niñita.
    Después de la bendición y de la incensación  de los restos mortales de Elizabeth, los presentes desfilaron delante del ataúd para dar un último homenaje a la difunta. Entonces, me di cuenta que fuera de los habitantes de nuestro centro, la asamblea presente en la ceremonia estaba compuesta casi exclusivamente de mujeres ancianas. Y de hecho, el transporte del ataúd al cementerio fue realizado por una docena de mujeres de edad avanzada. Ningún hombre o muchacho fue autorizado a acompañar. Y sorpresivamente, al finalizar los funerales al anochecer las mujeres ancianas de vuelta del cementerio, prepararon una medicina tradicional con hojas y raíces de un árbol especial, mezcladas con agua. Todos los hombres y muchachos que tuvieron que tocar el cadáver o el ataúd de la pequeña difunta tuvieron que aplicar el líquido especial sobre algunas partes de su cuerpo.
    Cuando pregunté las razones de todas estas cosas, el señor Lungu, uno de los líderes de la comunidad, me explicó que los .bebes difuntos pueden provocar ciertas enfermedades especialmente en los hombres y muchachos y que sólo las mujeres ancianas tienen una fuerza suficiente para enfrentar ese tipo de muerte. Me recordé de una costumbre que yo encontré en Haití: después de un funeral, al volver del cementerio, las personas se lavan las manos en una ponchera donde hojas especiales maceran en el agua. Pensé una vez más en la relación estrecha que existe entre nuestra querida Isla y este continente africano.  ADH 818  

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