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    miércoles, 31 de octubre de 2018

    Paradojas en torno a la soledad

      Cápsulas para un vocabulario cordial | Manuel Soler Palà, msscc



    Paradojas en torno a la soledad

    Se ha dicho que la persona que apetece la soledad tiene mucho de dios o de bestia. La frase es profunda y no anda huérfana de razón. Hay quien gusta de la soledad porque la domina, porque posee una gran vida interior. Hay quien va en busca de ella —así las bestias— porque nada tiene que comunicar ni compartir.
    Algunos pensadores sostienen que la sociabilidad de los seres humanos no se basa en el amor a la compañía y a la convivencia, sino en el miedo a la soledad. Lo confirmaría la parábola de los erizos. Estos animales se pinchan entre sí cuando se acercan demasiado. Pero si se alejan en exceso padecen frío y el instinto les lleva a juntarse de nuevo. Una danza interminable entre dos extremos a evitar.
    El líder que lleva en las manos las riendas del gobierno o de un grupo cualquiera está acostumbrado a los aplausos y a los insultos. Se sabe alabado y vituperado. Camina entre la gente mientras reparte besos y abrazos. Vive en olor de multitud. Sin embargo, no raramente sufre el frío de la soledad. 
    Las personas de intensa vida interior, de fuerte curiosidad intelectual, aman la soledad. Aunque no tienen inconveniente en interrumpir la calma y sosiego en que se hallan inmersos. Se avienen a pactar treguas. Es que el ser humano requiere la meditación silenciosa para vivir con autenticidad, pero también está llamado a vivir en sociedad.
    Erich Fromm llegó a la conclusión de que nacemos y morimos solos. Entre uno y otro extremo la soledad es tan grande que necesitamos compartir la vida para olvidar dicha soledad.
    Una contundente crítica a la vida de nuestras grandes ciudades es la que suele formularse, más o menos, así: millones de seres humanos que viven juntos en soledad. Y aún cabe añadir: un enjambre portentoso que habita celdas aisladas en el contexto de un enorme panal.

    Difícil de soportar la soledad
    Hay gente que roba la soledad al prójimo, pero paradójicamente es incapaz de hacer compañía. Simplemente es alguien que sustrae y no aporta. Alguien molesto.
    La soledad muy prolongada envilece. Quedar sin compañía por largos períodos induce a la degradación.
    ¿Ha reparado el lector en que no resulta difícil llorar en la soledad? Sin embargo, la risa —en idénticas circunstancias— se hace bien difícil.
    La soledad no casa bien con los niños. Ellos no tienen pasado ni tampoco el hábito de la reflexión. ¿De qué pueden nutrir su meditación? Ellos necesitan estar al acecho de cuanto aparece ante sus narices. La soledad es patrimonio de la persona adulta, apta para profundizar las experiencias en su haber y capaz de abstraerse del ruido y las luces deslumbrantes.

    El infierno: ¿soledad o compañía?
    Todo es cuestión de porciones y proporciones. Afirmaba Sartre que “el infierno son los demás”. Desde algún punto de vista y cuando la convivencia se hace intolerable, puede que sí. Pero el ser humano tiene necesidad de compartir. Cuando no hay un rostro enfrente que mira y escucha, cuando no hay un “tú” alrededor, quizás la soledad resulta un poco infernal.
    El infierno está todo en esta palabra: soledad. Así lo aseguraba el famoso novelista francés Víctor Hugo.

    El valor de la soledad
    La porción de soledad que uno es capaz de cargar sobre sí es lo que determina su valor. Por algo decía Nietzsche que “los hombres valientes no temen estar solos”.
    Los niños soportan mal el silencio y la soledad. Sólo algunos adultos con capacidad para reflexionar e imaginar la aprecian debidamente. Es que la soledad es la dieta del espíritu y una dieta siempre se hace cuesta arriba. Pero es saludable y no una mera privación, sino una verdadera nutrición.
    La soledad se rechaza porque son pocos los que saben hacerse compañía a sí mismos. Y es que ya Ramon Jiménez había descubierto que “en la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva”.
    La soledad se puede atenuar con un libro en las manos. La lectura te permitirá explorar parajes magníficos. Te conducirá junto a autores de gran valía con los cuales podrás dialogar. 

    Soledad en sociedad
    No hay mayor soledad que la de ser un cónyuge fracasado. Es una muy difícil situación la de vivir pegado a un ser humano al que no se sabe qué decir. Se generan unos silencios fastidiosos, enfadosos, agobiantes. Lo dice el refrán: “más vale solo que mal acompañado”.
    Con una gran dosis de ironía aconsejaba el dramaturgo Anton Chejov que” si tienes miedo a la soledad, no te cases”. Es que estar con alguien a todas horas y sentirse irremediablemente solo es una sensación difícil de soportar.
    Feliz idea la del poeta Gabriel Celaya. Decía que “a solas soy alguien, en la calle, nadie”.
    Seguro que la soledad, estando en compañía, resulta más penosa que cuando uno vive físicamente envuelto en soledad.
    Cuando alguien carga un gran secreto en su interior, un secreto que ni puede ni debe comunicar, en realidad vive una ineludible soledad, por mucha compañía que tenga a su alrededor.

    Una soledad pesimista
    Schopenhauer fue un filósofo alemán pesimista y un tanto obsesionado con la soledad. Una de sus frases provocativas e inaceptables reza así: prefiero la compañía de mi perro a la de los humanos.
    Otro pensamiento del autor: los hombres vulgares han inventado la vida de sociedad porque les es más fácil soportar a los demás que soportarse a si mismos.
    Una última formulación de las ideas de Shopenhauer: Como el águila, las inteligencias realmente superiores se ciernen en la altura, solitarias. La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes. ADH 826

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