En el pesebre, miremos a José
La historia del nacimiento de Jesús se relata cada año. Un hombre debe ir a la ciudad de sus antepasados para ser censado, le acompaña su mujer embarazada. El momento del parto llega. No encuentran posada, y el niño nace entre pajas, al calor de animales. Conocemos tan bien el relato, que tal parece la hemos olvidado. Los ritos y las luces festivas han desviado nuestra atención a lo sorprendente, de manera tal que lo extraordinariamente cotidiano permanece velado, escondido. Nos deslumbra la mujer embarazada por la intervención divina, nos asombra el niño que es Dios, pobre y sencillo, pero, ¿qué evoca en nosotros el hombre de la historia, José? Este personaje podría parecer secundario, sin duda. José es solo un hombre, uno que resguarda y protege, que calla y camina.
Fijemos la mirada en este hombre de pueblo. Humilde descendiente de David (Lc 3, 23-38), artesano de oficio (Mc 6, 3), justo, considerado, pretende rechazar en secreto a su prometida cuando se entera de su embarazo (Mt 1, 19). Supera las dudas iniciales, y decide acoger y acompañar a María, desde el misterio (Mt 1, 24). La acompaña en el parto. Impone al niño el nombre de acuerdo a lo designado (Mt 1, 21). Ante la amenaza de Herodes, protege (Mt 2, 13), se hace paso en el lugar extraño, Egipto. Al paso de los años, educa y forma en la fe de sus antepasados (Lc 2, 41-50). Entrega un oficio, porque Jesús será también artesano como él (Mc6, 3; Mt 13, 55).
En una sociedad fragmentada, como la nuestra, la figura de José, podría lustrar los ennegrecidos espacios de la incomprensión. En un país donde el feminicidio denuncia la violencia extrema hacia la mujer y el irracional deseo de posesión y control del hombre, José nos deslumbra con su discreción y consideración. Ciertamente no comprende lo que pasa, su prometida está embarazada, mas no reacciona impulsivamente, denigrando y vejando. Quiere rechazarla en secreto evitar sea vejada públicamente. Luego encuentra luz y guía.
Las familias reconstruidas parecen ir en ascenso, estas son aquellas donde por lo menos uno de los cónyuges aporta al enlace un hijo. En medio de esta realidad apremiante, aparece José como modelo de aquellos hombres y mujeres que asumen la labor de ser padres de los hijos que no engendraron. José asume con responsabilidad la tarea de criar a Jesús, y lo hace con amor. Hace suyo a este pequeño, que no surgió de su sangre, más logró ocupar su corazón. Todo niño merece un amor así, madera indispensable para la construcción de un hogar estable, donde se le cuide y se le proteja, incluso de las amenazas estructurales de la sociedad. En fin, las familias reconstruidas deben y pueden ser mosaicos hermosos, no, al modo de Frankenstein, cuerpos deformes y destructivos. Trabajar para que estas familias se mantengan intactas es prioritario. Es necesario acompañarles para descubrir juntos cómo se pueden repartir el amor y la justicia a través de canales remendados. ¡Cuántas heridas se evitarían! ¡Cuántas más serían sanadas!
Por otro lado, según datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF, el 12% de los niños menores de 5 años no tiene inscrito su nacimiento en el registro civil, lo cual significa que más de 180.000 infantes no existen legalmente. José, nueva vez, modela el comportamiento ideal. El nombra a Jesús, de acuerdo a como fuera instruida María. Lo presenta en el templo, y así lo integra a la sociedad en la cual le corresponde vivir, le hace uno con los otros.
José, tal como le indica san Juan Pablo II, es modelo de sacrificio, sumisión y entrega para los creyentes. Hoy le descubrimos ejemplo de cómo asumir los retos con serenidad y arrojo, cómo acompañar y proteger. José piensa en María, aún medio de la confusión; asume su rol de padre de manera diligente, cuidando en momentos de crisis, educando, transmitiendo un oficio y garantizando la inserción de su hijo putativo en la sociedad donde crece.
San José justo, sereno, fiel; san José padre, esposo, hijo, ruega por nosotros, para que amemos siempre. Ayúdanos a mirar la Navidad desde tus ojos, con el asombro de lo pequeño y cotidianamente extraordinario. Amén. ADH 829
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